Pagó la cuenta. Tuvo que pasar junto a la mesa de los estudiantes de camino a la puerta y, al hacerlo, ralentizó el paso e inhaló el olor de la recién llegada. Ninguno de ellos se molestó siquiera en levantar la vista hacia él.
Manfred siempre se tomaba un par de copas en el Simone antes de abordar el asunto que realmente lo traía al local. Cuando la mesa del rincón estaba libre, la ocupaba y se quedaba mirando a los demás clientes. El establecimiento solo se hallaba iluminado por las luces del aparador de botellas de detrás de la barra y por las velas colocadas en las mesas. Madame Simone se apostaba en un alto taburete al final del mostrador con una copa de vino y un cigarrillo consumiéndose de manera constante en su mano. El humo formaba lánguidos rizos delante de las luces de detrás del mostrador antes de dispersarse en el cargado ambiente. Rondaba los cincuenta y llevaba un vestido cruzado de color negro anudado bajo los pechos. Tenía una nariz prominente, una boca grande y roja y unos ojos brillantes de mirada penetrante cargados de rímel. Siempre recibía a Manfred con mucho afecto, le llamaba «cariño» y le besaba en las dos mejillas. Saludaba a todos sus clientes del mismo modo, pero a Manfred siempre le conmovía su bienvenida. Simone nunca servía copas. De eso se encargaban las chicas que estuvieran trabajando en el bar en ese momento. En sus visitas, Manfred jamás había visto a Simone darle un sorbo a su bebida. Era una pieza de atrezo para crear la ilusión de que uno no se encontraba en un establecimiento público, sino que era un invitado especial que compartía una copa con la anfitriona. De vez en cuando, Simone se reunía con algún grupo de hombres en su mesa y tenía la gentileza de pasar unos minutos con ellos, regalándoles su compañía.
Chez Simone se hallaba ubicado en un sótano de uno de los callejones laterales de rue des Lentilles. En el exterior no se exhibía ningún cartel. No era un prostíbulo; Manfred, al menos, no lo consideraba como tal. Era perfectamente aceptable entrar, tomarse una copa de vino (Simone no servía cerveza) y marcharse. Las chicas no le abordaban a uno y le pedían que las invitasen a copas, aunque esto podía organizarse con facilidad con solo cruzar una mera palabra o mirada con Simone. Cuando llegaba el momento, Manfred captaba la atención de la dueña con los ojos y ella le indicaba con un breve gesto de la cabeza que todo estaba dispuesto.
Cruzando la puerta situada a la derecha de la barra había tres habitaciones. Estaban amuebladas como auténticos dormitorios, completos con librerías y tocadores, todos ellos decorados con artículos femeninos. Al dirigirse a la parte de atrás, Simone comunicó a Manfred qué habitación debía usar. La chica era nueva, o por lo menos Manfred no la había visto antes. Era menuda y rubia, de unos dieciocho o diecinueve años, tal vez. Manfred estaba de pie, como siempre lo estaba cuando entraba la chica, dando la espalda a la pared del fondo. Saludó con una sonrisa sin separar los labios.
—Buenas noches, monsieur —lo saludó ella.
Tenía acento del Este de Europa. Manfred decidió que era húngara. Había leído en una ocasión que las chicas de Budapest eran las más guapas de Europa. Pero no le preguntó su nombre ni de dónde era. A pesar de los muchos años que Manfred llevaba visitando el Simone, la transacción seguía resultándole embarazosa. Ni siquiera con las chicas que veía con regularidad había dejado nunca de sentirse violento. Se preguntaba si se burlarían de él a sus espaldas o si le irían a madame Simone con algún pretexto para no atenderle.
—¿Madame Simone te ha…? —Manfred quería decir «puesto en antecedentes», pero dejó la pregunta a medias con la esperanza de que no fuese necesario completarla.
—Sí, monsieur, eso creo —dijo ella.
Era guapa y no parecía incomodarle la situación. Se dirigió hacia la cama, en el centro de la habitación, y se tumbó bocarriba sin desnudarse. Separó las piernas.
—Deja las piernas juntas —indicó Manfred. Las palabras sonaron un poco secas, cosa que lamentó, pero no le gustaba hablar más de lo necesario. Le mortificaba tener que dar instrucciones.
—Sí, monsieur —dijo ella.
—Coloca tus brazos a los costados.
La chica obedeció. Manfred procuró no pensar en que la de ahora era solo una de la serie de vejaciones que la muchacha tendría que soportar en el transcurso de la noche. Trepó encima de ella completamente vestido y empezó a restregarse contra su cuerpo, con las manos apoyadas sobre sus hombros en todo momento y la mirada clavada en sus ojos. Su rostro no revelaba ninguna emoción en particular, aburrimiento como mucho. Para alivio de Manfred, no fingió sentir placer como sí lo hacían algunas de las otras chicas. Los gemidos o las exhortaciones teatrales le arruinaban la experiencia, pero nunca reunía el coraje suficiente para pedirles que se callaran. Pasados unos minutos, la cosa había acabado, Manfred se separó de la chica rodando hacia un lado y se sentó en el borde de la cama, mirando a la pared. Sacó un billete de su cartera y se lo pasó a ella sin darse la vuelta. Era una propina, puesto que ya había pagado a Simone por sus servicios. Manfred no tenía ni idea de si su propina era generosa y menos aún de si los demás clientes dejaban propina. No quería pasar por tacaño, ni tampoco deseaba pasarse de espléndido y que pareciera que intentaba compensar a las chicas por la desagradable experiencia. En realidad, creía que, por raro que fuera su comportamiento, difícilmente podía constituir otra cosa que una fuente de dinero fácil para las chicas. De modo que dejaba de propina la misma cantidad que le pagaba a Simone por su media hora, una suma que, a su entender, se repartían Simone y la chica de turno a partes iguales. Jamás variaba la suma, ni siquiera cuando la chica le había irritado de alguna manera, ni si, por el contrario, tal y como había sucedido esta noche, el encuentro había resultado cuasi placentero. No le hubiese gustado que alguna de ellas llegara a pensar que él estaba menos satisfecho con sus servicios. Por encima de todo no quería que las chicas pensaran mal de él.
—Gracias —dijo tomando el billete.
—Gracias —le contestó también Manfred, mirándola por encima del hombro.
Ella interpretó el gesto como que la transacción había concluido y salió de la habitación. El episodio había durado poco más de diez minutos en total. Manfred se levantó, desabrochó sus pantalones y limpió su polución con un pañuelo que había traído consigo para dicho propósito. Luego se sentó en la cama durante unos minutos, respirando de manera lenta y acompasada.
Regresó al bar. Simone le preguntó si todo había salido a su gusto y satisfacción.
—Sí. Gracias —respondió Manfred, igual que todas las semanas.
Volvió a ocupar su sitio en el rincón y pidió una última copa de vino. Para él, estos eran sus momentos preferidos de la semana. Ahora, culminado el acto, se sentía muy relajado. La chica rubia salió de la parte de atrás del local. Divisó a Manfred en el rincón y le sonrió, como si lo sucedido entre ambos fuera del todo normal. La chica le gustaba. Había sido agradable con él. Media hora después, Manfred se marchó para coger el último tren a Saint-Louis.
Manfred había estado observando a su abuelo pelearse con la pipa para llenarla de tabaco durante nada menos que diez minutos. Las manos del anciano temblaban con violencia últimamente, pero Manfred sabía que cualquier ofrecimiento de ayuda sería rechazado con brusquedad. Estaban sentados en el patio que se abría al jardín, esperando a que los llamaran para el almuerzo dominical. Transcurridos unos pocos minutos más, Bertrand Paliard logró encender su pipa. Una expresión momentánea de satisfacción iluminó su rostro cuando le dio la primera calada, pero se vio ensombrecida al instante por un virulento acceso de tos. Su enfermera, hasta ese momento apostada junto a las puertas acristaladas, avanzó un par de pasos hacia él. Había una mascarilla de oxígeno a mano, pero ella se limitó a plantarse a su lado mientras él luchaba por respirar. Ella no aprobaba que él fumase. El tabaco despedía un cálido aroma a frutos secos, un olor que a Manfred siempre le hacía recordar los míseros años de su adolescencia.
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