Manfred había bajado los cubiertos. No le gustaba comer acompañado. Gorski no fingió sorpresa al encontrarse allí a Manfred, ni quiso hacerle ver que fuera una casualidad.
—Hay una cosa que me tiene intrigado —empezó—, y tenía la esperanza de que quizá usted me la pudiese aclarar.
Manfred asintió con la cabeza.
—Es algo relacionado con la desaparición de Adèle Bedeau.
—Usted dirá —dijo Manfred.
—Parece ser que, en la noche de su desaparición, mademoiselle Bedeau fue vista cruzando el pueblo en la parte de atrás de una motocicleta con un joven.
Manfred miró su comida.
—Es relevante porque esa fue la última vez que la vieron. Al parecer, salió del restaurante, fue al encuentro del joven en cuestión y se marchó con él en la moto. Obviamente, es importante establecer con exactitud cuáles fueron sus movimientos aquella noche.
—Comprendo —dijo Manfred. El almuerzo se le estaba enfriando.
—Desde luego, no tiene nada de extraordinario que una muchacha se reúna con un joven, pero hay un detalle que me desconcierta. La vieron pasar por delante del restaurante en dirección a rue de Mulhouse. Esto me chocó, porque, si tenía intención de reunirse con ese joven, ¿por qué no la esperó él fuera del local? ¿Por qué razón iba a caminar un trecho en la dirección opuesta, reunirse con el tipo y luego salir con la moto en la misma dirección por donde había venido?
Manfred no dijo nada. No le dio la impresión de que Gorski le estuviese invitando a especular acerca del asunto.
—Si a esto le sumamos que el joven en cuestión, que es la última persona a quien se vio en compañía de mademoiselle Bedeau, no se ha dado a conocer, deduzco que tiene que existir alguna razón por la que querían mantener su relación en secreto.
—Puedo asegurarle, inspector —dijo Manfred—, que yo no tengo motocicleta y que ni siquiera sé montar en una.
Gorski ahogó una risotada como quien acaba de escuchar un chiste malo.
—No es eso a lo que voy. —Ofreció a Manfred una sonrisa contenida—. Solo le estoy pidiendo a las personas que se encontraban esa noche en las inmediaciones que intenten recordar y piensen si pudieron ver algo relevante.
—Yo no vi nada —dijo Manfred un poco demasiado deprisa.
Gorski levantó un dedo para silenciarle.
—En la noche de autos, usted estaba aquí en el restaurante jugando a las cartas con monsieur Lemerre, monsieur Petit y monsieur Cloutier. Al finalizar la partida, usted se marchó; serían las diez y media aproximadamente, si no me equivoco.
Manfred se encogió de hombros.
—No sabría decirle con exactitud qué hora era.
Gorski ignoró el comentario.
—¿Se fue usted a casa directamente?
—Sí —contestó. Podía ver con toda claridad adónde llevaba todo aquello.
—Y la ruta que tomó para ir a su casa, ¿le llevó por rue de Mulhouse dejando atrás el parquecito del templo protestante?
—Sí.
—Bueno, pues estoy convencido de que puede imaginarse lo que le voy a preguntar: Adèle abandonó el restaurante tan solo unos minutos después que usted y por fuerza tuvo que tomar la misma dirección para reunirse con ese joven. Haga el favor de pensar detenidamente por un momento. ¿Es posible que viera usted a una persona, a un joven, que pudiera estar esperando a alguien?
Manfred se tomó su tiempo. Sabía, desde el mismo instante en que vio a Gorski, cuál sería su respuesta a una pregunta así. Negó despacio con la cabeza.
—No, lo siento —dijo—. No vi a nadie.
Gorski frunció los labios y asintió con aire pensativo.
—Siento no poder ser de más ayuda —añadió Manfred—. A lo mejor habían quedado en un café o en el apartamento del chico.
Dio por sentado que con esto se acababa el mal trago y que Gorski concluiría sus pesquisas con una disculpa por haberle interrumpido el almuerzo.
—¿Sabe una cosa? —dijo el detective con un tono repentinamente coloquial—. Hace veintitrés años que soy policía. Por mi experiencia, cuando alguien dice que desearía ser de más ayuda, muy a menudo lo puede ser.
Dedicó a Manfred una seca sonrisa de manera fugaz. Manfred notó el nudo en su garganta al tragar. Se dijo a sí mismo que debía mantener la mirada de Gorski. Pasados unos segundos, bajó los ojos hacia su comida. Si no tuviese nada que ocultar, lo normal sería interpretar el comentario del detective como una mera expresión de hartazgo.
Gorski no se movió de la silla.
—La noche anterior —prosiguió, ignorando la aseveración de Manfred—, usted también estuvo aquí. Consumió una botella de vino junto a la barra y se marchó hacia las diez en punto.
—No podría decir qué hora era, pero sí, es correcto.
—Usted aquí es cliente habitual, ¿no es así? —preguntó Gorski.
Manfred se encogió de hombros. No era ningún crimen.
—Supongo que podría decirse así, en efecto.
—¿Un animal de costumbres?
Miró a Gorski sin saber qué cara poner. ¿Acaso iba a sacar a colación el hecho de que, el día en que Adèle fue vista por última vez, Manfred había pedido, trastocando por completo su rutina habitual, el choucroute en lugar del pot-au-feu y una segunda copa de vino? A lo mejor le habían informado del pequeño cumplido que le había hecho a Adèle durante la partida de cartas. Tomadas en conjunto, estas acciones pintaban con facilidad el retrato de un personaje que, coincidiendo con el momento de la desaparición de la camarera, se había estado comportando de manera extraña. ¿Por qué otra razón si no iba el detective a mencionar que había sido descrito de ese modo? Manfred sintió cómo sus mejillas empezaban a ruborizarse.
—No sé si yo diría tanto —dijo.
—Bueno, todas las personas con las que he hablado —realizó un gesto vago con la mano— le han descrito de la misma manera, como un animal de costumbres.
Manfred no pudo abstenerse de pasear la vista por el local. No le gustaba en absoluto la idea de que Gorski hubiera estado preguntando por él, preguntándole a todo el mundo por él. Sintió curiosidad por saber qué más le habían contado.
—¿Tiene eso algo de malo? —inquirió.
El detective frunció la boca y sacudió la cabeza con lentitud.
—De ninguna manera. —Se echó hacia adelante, como si se le acabase de ocurrir algo—. Permita que le haga una pregunta: la noche del miércoles, en el restaurante, ¿reparó en algo inusual?
Manfred recapacitó sobre la pregunta, o al menos trató de transmitir la falsa impresión de que recapacitaba sobre ella. Decidió que ese sería un buen momento para tomar un bocado de comida y lo hizo. Cuando hubo tragado, meneó la cabeza.
—Pues no se me ocurre nada, no —dijo.
Gorski se mostró un poco decepcionado.
—¿De veras? —preguntó—. A mí me da la sensación de que en un sitio como este —indicó que se refería al restaurante con un gesto de la mano— no ocurren demasiadas cosas. Aquí una noche es prácticamente igual que cualquier otra. En consecuencia, cuando sucede algo fuera de lo común, por banal que pueda resultarle a un extraño, no le pasa desapercibido a los habituales del establecimiento.
Manfred encontraba muy irritante la forma de expresarse que tenía Gorski. Tomó el último trago de su copa de vino. Le hubiese gustado pedir una segunda, pero después de haber hecho otro tanto el día anterior el gesto se podría interpretar como un nuevo hábito y, entonces, se vería obligado a tomar dos copas de vino para el almuerzo todos los días.
—He planteado a todo el mundo la misma pregunta y recibido la misma respuesta. En la noche de autos, Adèle le pidió a monsieur Pasteur si podía adelantar un poco la salida. Antes de marcharse se cambió de ropa y se maquilló.
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