Graeme Macrae - La desaparición de Adèle Bedeau

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La desaparición de Adèle Bedeau: краткое содержание, описание и аннотация

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Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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Manfred traspasó su ropa desde la lavadora y programó la secadora en el ciclo de temperatura más alta. Se sentó en la silla de madera que había junto a la puerta y abrió su libro, pero no podía concentrarse. Tal vez debiera subir a su apartamento a buscar una percha para la blusa. Quizá la dueña apreciase el gesto. Pero a Manfred no le gustaba dejar su ropa desatendida en el sótano. No es que pensara que alguien pudiera robársela, sino que le inquietaba que el ciclo pudiera terminar y que quizá otro vecino pudiera necesitar utilizar la máquina; a Manfred no le atraía la idea de que un extraño hurgase en su ropa. Esta era la razón por la que Manfred hacía la colada los domingos por la tarde, cuando el cuarto siempre permanecía desierto. Era de suponer que los otros residentes tenían mejores cosas que hacer los fines de semana y que se ocupaban de la colada en otros momentos reservados de manera más tradicional a realizar las pesadas faenas domésticas. Aun así, Manfred se cuidaba mucho de que su ropa interior estuviera siempre presentable, no fuera que tuviese que vaciar la lavadora o la secadora delante de otra persona.

Al final, desechó la idea de ir a buscar una percha. Tampoco es que hubiera dejado la blusa tirada de cualquier manera. Todo lo contrario. La había doblado con esmero y, si la dueña acudía a recuperarla mientras él se encontraba en su apartamento, no podría llevarse el mérito de este acto de amabilidad. Puede que la mujer incluso expresara su admiración por la destreza con la que había doblado la blusa. Manfred asomó la cabeza por el hueco de las escaleras que conducían al sótano. No venía nadie. Se levantó y dobló la blusa con más cuidado, alisándola delicadamente con las palmas de las manos. Luego volvió a tomar asiento y cogió el libro, la misma novela de detectives que estaba leyendo cuando Gorski llamó a su puerta.

El ciclo de secado llegó a su fin. Manfred retiró la ropa del interior de la máquina y empezó a doblar y a meter las prendas en el saco de la colada. En su apartamento no había sitio para tender la ropa y le desagradaba el aspecto desastrado que ofrecían las prendas colgando en los radiadores. Se preguntó si debía aguardar a que la mujer volviera a recuperar su blusa, pero quizá no la hubiese echado en falta todavía. Manfred decidió que se llevaría la blusa a su apartamento y dejaría una nota en la secadora avisando de que la tenía él. Le encantó el plan. Embutió en el saco las prendas que quedaban, sin doblarlas, colocó la blusa encima y, como no quería encontrarse con la mujer saliendo del ascensor, subió por las escaleras de servicio hasta su apartamento. Buscó papel y lápiz y se sentó a la mesa de la cocina a componer la nota. Tenía que conseguir que sonara informal. No había necesidad de entrar en grandes explicaciones. Al contrario, tenía que lograr transmitir que había tomado la decisión de llevarse la blusa a casa sin pensar, como si fuera lo más natural del mundo. Después de arrancar en falso dos o tres veces, se decidió por la redacción más neutral que se le ocurrió: «Blusa encontrada en secadora. Por favor contactar con apartamento 4º F». Luego la firmó: «Manfred Baumann».

Manfred bajó las escaleras de regreso al sótano. La luz del rellano estaba encendida. Oyó a alguien moviéndose dentro. Una mujer estaba inclinada sobre la secadora. Llevaba vaqueros, una desvaída camiseta azul y unas deportivas de bota. Su pelo era rubio tirando a amarillo y lo llevaba recogido en una coleta. No oyó acercarse a Manfred.

—Disculpa —dijo él en voz baja.

Ella pegó un brinco y se dio la vuelta.

—Lo siento —se disculpó Manfred—, no era mi intención asustarte.

—Pues ya lo has hecho —contestó la mujer.

Era delgada, rondando los cuarenta, año arriba año abajo. Tenía los pómulos marcados y la tez blanquecina. Sus ojos eran grises y los llevaba ligeramente delineados. Manfred no la había visto nunca. Ella volvió a concentrar su atención en las lavadoras, abriendo puertas y haciendo girar los tambores.

—¿Buscas tu blusa? —preguntó Manfred.

—Mi blusa, sí —respondió ella.

—La tengo yo —dijo Manfred—. Me la he encontrado en la secadora. —Le tendió la nota como para corroborar su historia—. No he querido dejarla aquí abajo por si se la llevaba alguien. Me ha parecido una prenda cara.

La mujer lo miró con desconfianza y luego leyó la nota.

—Gracias —dijo con un tono completamente desprovisto de agradecimiento.

Manfred se quedó parado un momento, sin saber qué decir.

—¿Quieres que vaya a buscarla?

Deseó que la mujer le dijese que lo acompañaría. Algo en ella le resultaba atractivo.

—Eso estaría bien —dijo la mujer—, gracias. —Sonrió—. Lo siento, ha sido muy amable de tu parte… —Miró la nota, antes de añadir—: Manfred.

El corazón de Manfred palpitaba con fuerza en su pecho.

—¿Prefieres acompañarme, quizá? —Levantó el pulgar señalando hacia el hueco de las escaleras.

La mujer se encogió de hombros y le siguió. Manfred se dijo a sí mismo «di algo, por banal que sea». Si no decía algo ya, el viaje hasta su apartamento transcurriría en doloroso silencio.

—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? —preguntó.

—¿Cómo dices? —respondió la mujer. Iba algunos escalones por detrás de él, y el eco de sus pasos retumbaba en el hueco de las escaleras.

—¿Hace mucho tiempo que vives en el edificio? —repitió Manfred—. No te había visto nunca.

Llegaron a la puerta metálica situada al final de las escaleras del sótano. Manfred la mantuvo abierta y la mujer la franqueó. Ella llamó al ascensor y la puerta se abrió de inmediato. Entraron y Manfred pulsó el botón de la cuarta planta. El espacio era pequeño y la mujer iba al lado de Manfred. Sus hombros casi se tocaban. El ascensor se puso en marcha con una ruidosa sacudida. Ella olía al mismo perfume que había detectado en la blusa. No era lavanda, era algo menos floral y más rudimentario.

—Te decía que no te había visto antes —dijo Manfred. Mantenía la mirada clavada en los números de encima de la puerta.

—Llevo aquí unos meses —aclaró la mujer—. Desde febrero.

—Ya veo —dijo Manfred.

Había dicho una estupidez. «Ya veo.» ¿Qué se suponía que significaba eso? Sonaba como si la estuviera interrogando, como si tuviera la intención de servirse de esa información para, en un futuro, pillarla en un renuncio. Cuando el ascensor llegó a la cuarta planta, Manfred salió primero para que ella no tuviera que contorsionarse para pasar junto a él. Avanzaron por el corredor en silencio.

—Ya estamos —anunció él, cuando estuvieron delante de la puerta.

—Cuarto F —dijo la mujer alzando la nota que todavía sostenía en la mano.

—¿Quieres pasar?

Ella entró en el pasillo y esperó mientras Manfred se dirigía a la cocina para coger la blusa. Regresó y se la tendió.

—La has doblado. Gracias —dijo la mujer. Parecía sorprendida y no poco complacida.

—Te la habría planchado de haber tenido tiempo de hacerlo —contestó Manfred.

Lo miró con una sonrisa bondadosa, puede que como a un niño que se ha portado bien. Era bastante guapa.

—Gracias de nuevo —dijo ella y se dio la vuelta para marcharse.

Manfred tomó aire ruidosamente.

—¿Te apetece un café? —preguntó—. ¿O una taza de té?

No sabía por qué había añadido lo del té. Manfred no bebía ni tenía té en el apartamento. La mujer frunció los labios y se lo quedó mirando un momento, como si lo estuviese evaluando.

—Mejor no —dijo—. Puede que en otro momento.

—Por supuesto —convino también él. La mujer salió al corredor.

Manfred cerró la puerta con delicadeza cuando ella se hubo alejado y exhaló lentamente. Sintió que se había desenvuelto bien. Entró en la cocina y empezó a clasificar las prendas. En apariencia, la mujer sí que había considerado la posibilidad de aceptar su invitación. «Mejor no.» Esas palabras sugerían que le hubiese gustado aceptar, pero que no podía hacerlo. A lo mejor estaba casada y le había parecido inapropiado aceptar su invitación, ya que estarían embarcándose en algo ilícito. O quizá solo había querido decir que no tenía tiempo. En cualquier caso, no se había negado en redondo. Había dado a entender, de manera innegable, que no dependía de ella y que, en otras circunstancias, habría aceptado. Y entonces, como si con eso no hubiesen quedado las cosas suficientemente claras, había añadido: «Puede que en otro momento». Manfred no había detectado ninguna nota de sarcasmo en su voz. Costaba imaginar cómo podría llegar a materializarse ese «otro momento», desde luego, pero aun así el encuentro lo había dejado eufórico. Tendría que haberle preguntado su nombre. Y debería comprar té.

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