Graeme Macrae - La desaparición de Adèle Bedeau

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La desaparición de Adèle Bedeau: краткое содержание, описание и аннотация

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Manfred Baumann es un hombre solitario y socialmente torpe que se pasa las tardes bebiendo mientras alimenta su tóxica y retorcida obsesión por Adèle Bedeau, una seductora camarera del monótono Restaurant de la Cloche, en Sant-Louis, Alsacia. Pero cuando ella desaparece, Baumann se convertirá en el principal sospechoso del inspector Gorski, un detective al que le persigue el fantasma de uno de sus primeros casos, en el que dejó que condenaran a un hombre inocente por el asesinato de una chiquilla. El policía, atrapado en una ciudad de provincias y un matrimonio desapasionado, presiona a un Manfred rodeado de oscuridad y misterio a que se enfrente a los antiguos demonios de su atormentado pasado.La infatigable búsqueda de la verdad se convierte en un cúmulo de infortunios abrumador, tanto para el cazador como para el que realmente espera ser cazado.

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Después de morir su madre, Manfred empezó a sentirse como un inquilino en el hogar de los Paliard. Durante la preadolescencia había crecido muy rápido. Estaba incómodo con su nueva estatura y con la atención no deseada que esta generaba. En consecuencia, había desarrollado una postura encorvada. Su abuelo le llamaba Nosferatu por la forma que tenía de moverse sigilosamente por la casa, siempre pegado a las paredes. En el colegio era discreto y reservado. Nadie se metía con él. En un par de ocasiones había demostrado ser capaz de defenderse él solo, así que, a pesar de su peculiar aspecto y raro carácter, los actos de acoso se reservaban para blancos más débiles. Era consciente, además, de que el fallecimiento de sus padres había levantado una especie de barrera a su alrededor. Esta lo convertía en un ser inaccesible tanto para los niños que querían burlarse de él como para aquellos que podrían haber deseado entablar cierta amistad, si acaso los había.

Manfred empezó a echar de menos tener compañía, un amigo con el que hablar sobre los atributos de las chicas del colegio, o con el que sentarse en su dormitorio hasta las tantas escuchando discos y charlando sobre sus escritores predilectos. Ese amigo lo invitaría a su casa y él se vería acogido por una familia de repuesto, en la que la madre cocinaba suculentos banquetes dominicales y el padre se llevaba los domingos a los chicos de pesca o de excursión. Existían candidatos en el colegio para entablar esa clase de amistad. Manfred podía detectar a otros chicos raros a cien metros de distancia por el modo en que permanecían en los márgenes de la muchedumbre, por la destreza con la que se desvanecían contra el telón de fondo. Pero él era incapaz de romper el silencioso entendimiento que compartía —o que creía compartir— con sus compañeros raritos.

En lo que a novias se refiere, no era por falta de pensamientos carnales por lo que Manfred no contemplaba la posibilidad de entablar siquiera una relación de amistad con una chica. Apenas era capaz de dirigirle una sola palabra a un miembro del sexo opuesto sin que en su rostro se cubriese de un rubor carmesí. De modo que eludía a las chicas por completo. No obstante, eran ellas quienes ocupaban buena parte de sus pensamientos conscientes. Las observaba subrepticiamente en el colegio y caminaba inadvertido algunos metros por detrás de ellas de camino a casa, oyendo sus risas, fijándose con minuciosidad en cómo vestían, admirando las suaves curvas de sus piernas bronceadas. Alimentaba sofisticadas fantasías sexuales, pero también soñaba despierto con la posibilidad de que lo presentaran a los padres de una chica. Entonces, se mostraría educado y respetuoso y estos lo considerarían un joven apuesto con un gran porvenir. Antes que ninguna otra cosa, Manfred anhelaba pasear de la mano por el bosque con una chica que lo llamase Mani, igual que lo había hecho su madre.

Antes de empezar el año del baccalauréat, durante las vacaciones de verano, Manfred estuvo más aislado que nunca. Durante el curso, por lo menos contaba con la ilusión de hallarse entre la gente, con una rutina que le obligaba a levantarse de la cama y a salir de la casa de sus abuelos. Manfred se pasaba días enteros en su habitación, con las contraventanas cerradas, tendido en la cama mirando al techo. A sus abuelos parecía importarles muy poco a qué dedicaba su tiempo. Leía con voracidad; devoraba a Camus y a Sartre y se regodeaba con los horrores de Sade. Cuanto más oscuro el texto, mayor era su disfrute. A veces escribía pasajes en un cuaderno, pero siempre acababa arrancando las hojas y destruyendo lo que había escrito, frustrado por lo trillado de sus esfuerzos. Si su abuela le sugería que la acompañase a Estrasburgo a pasar el día o le pedía que realizara alguna faena en el jardín, Manfred solía acceder, pero de tan mala gana que ella no tardó en darse por vencida, dejándolo a su aire. Las comidas en la casa se desarrollaban, por norma general, en silencio.

Manfred empezó a tomarse en serio el apodo que le había puesto su abuelo. Llegó a convencerse de que donde más a gusto se sentía era en la oscuridad. Merodeaba por la casa lo más silenciosamente posible, confinándose siempre en las frías sombras del viejo caserón, deleitándose con los sobresaltos de las criadas. Concebía fantasías en las que se colaba en los dormitorios de algunas chicas y les clavaba los colmillos en sus cuellos mientras dormían. Ellas despertaban sumidas en un ensueño erótico, adictas, como él, a una vida en las sombras.

El abuelo de Manfred tenía la mirada perdida en algún punto no demasiado lejano. Sus ojos azul claro estaban llorosos debido al ataque de tos. Parecía terriblemente apenado. Su pipa se había apagado. El jardín estaba invadido de malas hierbas. Quince años antes, cuando se jubiló, había despedido al jardinero, insistiendo en que podía hacerse cargo de la propiedad él solo, pero su mala salud se lo había imposibilitado. La hiedra había extendido sus tentáculos por el muro de ladrillo amarillo pálido de la parte de atrás del jardín. La puerta de madera que brindaba acceso al bosque era ahora inaccesible. La jamba estaba podrida y la pintura azul celeste se había descascarillado casi por completo dejando la madera expuesta a los elementos.

Manfred se ofreció a volver a encender la pipa de su abuelo; este, para su sorpresa, se la tendió. Manfred hizo caso omiso de la mirada asesina de la enfermera, la prendió y se la devolvió. Monsieur Paliard le dio las gracias con un seco ademán, pero no trasladó las palabras a sus labios. Manfred siempre había detestado al viejo, tanto como el viejo lo detestaba a él. Ahora daba la impresión de que se aferraba a la vida por puro rencor. Ni siquiera la pipa parecía proporcionarle placer alguno. Pero no había ninguna posibilidad de poner fin al ritual del almuerzo de los domingos. Eso habría disgustado a su abuela.

La criada se asomó a la puerta del patio y, para alivio de Manfred, anunció que iba a servirse ya la comida. Dejó que la enfermera maniobrara para meter a su abuelo y su equipo médico de respiración en el comedor. Manfred no había logrado acostumbrase a sentarse a aquella mesa y que le sirvieran las criadas. Su abuela se quejaba a todas horas de lo difícil que resultaba encontrar personal adecuado. La criada de turno era española. Madame Paliard se pasó la comida corrigiéndola y dirigiéndose a ella en un francés exageradamente infantil para, acto seguido, hacerle comentarios a Manfred sobre ella, como si la muchacha no estuviera presente. Manfred mantenía los ojos clavados en la comida que iban poniéndole delante mientras con una mano agarraba la copa con agua mineral. En realidad, se moría por una de vino, pero en el hogar de los Paliard nunca se servían bebidas alcohólicas a la hora del almuerzo. Bertrand desaprobaba su consumo durante el día, al igual que desaprobaba muchas otras cosas. A pesar de ello, madame Paliard estuvo parloteando alegremente durante todo el almuerzo. Manfred sospechaba que le daba a la botella en la cocina. Se esforzó al máximo por participar en la conversación, aunque solo fuera para evitar comer en silencio. Tan pronto como el servicio retiró los platos del postre, se disculpó y se marchó rápidamente.

Esa misma tarde, Manfred bajó con la bolsa de la ropa sucia al cuarto de la lavandería del sótano de su edificio. Alguien había dejado olvidada una blusa en una de las secadoras. La cogió y la desplegó ante sí. Era celeste y transparente. Entre sus dedos, el tejido tenía un agradable tacto granuloso. Se notaba que era una prenda cara. Podía percibir un olor a suavizante, de lavanda quizá; la clase de perfume por el que podría decantarse una mujer mayor. Manfred sintió unas ganas enormes de enterrar su cara en la prenda e inhalar aquel aroma, pero se resistió por temor a que la dueña pudiese regresar y sorprenderle en el acto. En su lugar, dobló la blusa con pulcritud y la depositó encima del electrodoméstico.

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