—San Pablito sirve para hacer favores, composturas y mandados —suspiró Requena—. Pero jamás como fuente de información. Por eso me hice amigo de vecinos, sobre todo de la señora Clara Fuensanta del apartamento 101. Es la inquilina más antigua.
—Tiene como mil años de edad y está loca como una cabra —dijo Conde.
—Más respeto. Sólo tiene sus días confusos —aclaró Requena y mostró unos papeles con una familiar letra manuscrita en tinta verde—. También contacté con la dueña del Begur, la señora Reyna Gala.
—Dicen que es algo excéntrica —recordé—. Entonces, ¿la conoces?
—Sólo por carta —reconoció Requena—. Pablito me puso en contacto con ella. Le encanta hablar de las épocas de gloria del edificio, pero a veces le saco algún dato valioso para mi investigación… Por ejemplo, a mediados de los años treinta vivió aquí Jovita Vizcaya.
—Una bruja —anotó Conde.
—Chamana oaxaqueña —precisó Requena—. Hacía limpias y leía las cartas. Se hizo famosa entre los políticos. Murió en las escaleras… fue muy turbio, pero eso pasa cuando te metes con políticos. Según el acta de defunción fue suicidio.
—Quince puñaladas —explicó Conde con sonrisa macabra—, una de ellas en un ojo. ¿Te imaginas? ¿Apuñalarte un ojo?
—Seguro que doler, dolerá algo —reí nervioso.
—Todo es verdad —aseguró Requena, serio—. Se publicó en periódicos. Luego vino lo peor, a partir de la muerte de la chamana comenzó la decadencia del Edificio Begur; coincidió con que la colonia Roma dejó de ser un barrio burgués. Los ricachones se llevaron sus bailes y recepciones a otro lado y el Begur se llenó de refugiados hambrientos. En los años cuarenta éste era un nido de rojos, había muchos republicanos españoles que escaparon de la Guerra Civil y después de la dictadura.
—Tú debes saber de eso —me dijo Conde.
—Bueno, lo normal —reconocí—. No recuerdo haber escrito la Enciclopedia de España.
—El españolito maneja la ironía —sonrió Requena—. Pues así, y con la Segunda Guerra Mundial llegaron más extranjeros desesperados. Es difícil saber sus nombres porque algunos estaban de paso, otros estaban tan enfermos que estos apartamentos fueron su última morada. El Begur fue el hogar de cientos de refugiados, soldados, incluso de médicos nazis que llegaron a México en espera de un salvoconducto para Brasil o a Argentina.
—Eso de los nazis sí que lo estás inventando —señalé.
—Yo no invento nada —exclamó el chico gordo—. Aquí vivió un asesino serial nazi.
—Es neta, de verdad-verdad —aseguró Conde—. Se volvió una leyenda y todo.
—¿Como el Sacamantecas? —tanteé, todavía escéptico.
Requena me pasó una de las revistas Duda que hablaba en específico sobre asesinos seriales. Al hojearla no me pareció material muy académico, básicamente era un reportaje en formato de historieta.
—El doctor Krotter fue un moderno Gilles de Rais —explicó Requena—. Llegó a México después de la Segunda Guerra Mundial. De día era un reputado médico; de noche, un depredador. Salía a los barrios pobres a cazar niños. Vivió en el Begur donde cometió algunos de sus más horrendos crímenes.
Requena hizo una pausa como para que la espantosa información se asentara en mi mente. Luego siguió.
—Aunque el doctor Krotter murió hace décadas, no se ha ido del todo. Dicen que aparece, sobre todo cuando hay niños pequeños. Por eso en el Begur no se aceptan familias que tengan entre ellos a niños menores de nueve años.
—¿Y cómo sabes eso? —lo miré, con dudas.
—Está en los contratos de renta, hay una cláusula, revísala —aseguró Requena—. Nunca verás niños en el Begur, aunque sí los puedes oír —su voz se tornó siniestra—. Se escuchan los gritos de las víctimas del doctor. ¡Hasta Conde los escuchó!
Miré a la chica, intrigado.
—Anda, Pigmeo —Requena la animó—, cuéntale al españolito.
—Fue algo muy raro —reconoció—. Ocurrió hace como tres semanas, cuando comenzó a atorarse el elevador. Ese día subí por las escaleras y oí el llanto de un bebé, sonaba como con eco… y de pronto, ¡pum!, desapareció…
—Fue un sonido paranormal —Requena volvió a mostrarme el pequeño mapa—. Se llaman psicofonías y este sitio está plagado de cosas extrañas, hasta mi madre dice que en las noches alguien la llama por su nombre.
—Bueno, tu mamá no cuenta —opinó Conde.
—¿Qué insinúas? —el chico la miró de reojo.
—Nada… tú lo dijiste —explicó Conde con prisa—. Los artistas son temperamentales.
Por atrás, Conde me hizo la seña de alguien bebiendo de una botella; Requena, que no la vio, siguió con su perorata:
—Lo que queremos decirte, Diego, es que estés atento. En cualquier momento podrías toparte con un evento paranormal.
—Bueno, ya vi algo —reconocí.
Conde y Requena me clavaron la mirada, atónitos. Hasta yo me sorprendí por haber soltado la confesión. ¡Yo, el escéptico!
—A ver, espera, momentito —Conde dio saltos de entusiasmo—. Llevas una semana en el Begur ¡y ya tuviste una experiencia paranormal! Requena lleva medio año haciendo esta investigación y sólo ha visto una triste sombra borrosa.
—¡Era una sombra maligna! —se defendió el aludido.
—Tal vez era la tuya —se burló Conde—. Diego, ¿qué viste? ¡Cuenta!
—Va, pero no sé si sea paranormal —advertí—. Pero ayer, justo antes de que el profesor comenzara a enloquecer en el elevador, vi en el reflejo del tablero metálico a una anciana con el pelo rapado, tenía como llagas en la cabeza y no llevaba zapatos. Al darme vuelta sólo estábamos el maestro y yo. Él también la vio y me dijo que era común la visión de esos viejos dementes, que andan por ahí.
Hice un resumen de la extraña conversación con el profesor, de los niveles secretos que según tiene el edificio, de cómo desapareció su novia cuando fue a dejar trampas para ratas al sótano, aunque todavía seguía llamándolo a través de las paredes.
—Ni pongan esa cara —advertí a los nuevos amigos—. Es claro que el profe está majara.
—¿Loquito? Habla en cristiano —pidió Conde.
—Como sea —interrumpió Requena—. ¡Viste a un espectro! Es lo que importa.
—Ya… pero tal vez la pobre señora salió antes de que se cerraran las puertas —me sostendría a esa teoría como a un clavo ardiendo.
—En el Begur no hay ninguna anciana así —aseguró Requena—. No que yo recuerde.
—Tal vez era una demente de las clausuradas —murmuró Conde y explicó—. Así les decimos a los vecinos que casi nunca salen de sus departamentos. Viven en clausura.
—No fue una clausurada —interrumpió Requena—. Diego, tuviste un encuentro de categoría dos. ¡Viste un espectro! ¿Y dices que el profesor Benjamín escucha los lamentos del fantasma de Noemí? ¿Todos los días?
Sentí un escalofrío al oírlo tal cual.
—A ver, momento equipo de ghostbusters —repliqué—. Por principio, no hay pruebas que haya visto nada paranormal y Noemí no puede ser fantasma porque está viva. Don Pablito explicó que la novia del profe lo abandonó y luego perdió la chaveta, un tornillo, ya me entienden.
—Conocemos esa versión —aceptó el chico gordo—. Pero hay más teorías, ¿no Pigmeo?
—Algunos vecinos dicen que Noemí volvió una semana después —comentó la chica— para recoger sus cosas y el profesor aprovechó… y ¡moles!
—¿Moles? —repetí.
—Pigmeo quiere decir, en onomatopeya mexicana, que el profesor mató a su novia para que jamás volviera a dejarlo. Luego, supongo que por la culpa enloqueció y su mente montó una delirante historia, que tenía que rescatarla, que el edificio se la tragó…
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