Brant Pitre - Jesús y las raíces judías de la Eucaristía

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Jesús y las raíces judías de la Eucaristía: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Cómo era la Pascua en la época de Jesús? ¿Cuáles eran las esperanzas judías en el Mesías? ¿Cuál era la intención de Jesús al instituir la Eucaristía durante la fiesta de la Pascua? Y, lo más importante de todo, ¿qué quiso decir con las palabras: «Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre»?
Para responder a estas preguntas, el autor explora las antiguas creencias judías sobre la Pascua del Mesías, el milagroso Maná del cielo y el misterioso Pan de la Presencia. Estas tres claves desvelan el significado original de las palabras de Jesús. Pitre también explica cómo Jesús unió la Última Cena a su muerte y a su Resurrección.
Ofrece así una obra innovadora que seguramente iluminará uno de los mayores misterios de la fe cristiana: el misterio de la presencia de Jesús en «la fracción del pan».

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Para comprender la esperanza judía en un nuevo templo debemos recordar que, antes del éxodo de Egipto, durante la era de los patriarcas, no existía un lugar central para el culto. Casi dos milenios antes del nacimiento de Jesús, Abraham, Isaac y Jacob se dirigían a Dios allí donde estuviesen, levantando altares de piedra y madera en diversos emplazamientos de la tierra prometida. Sin embargo, después de que las doce tribus de Israel dejasen atrás Egipto y sellasen la alianza con Dios, lo primero que les ordenó fue construir un lugar de alabanza —el Tabernáculo—, en el que los sacerdotes de Israel pudiesen presentarle sacrificios. De hecho, casi la mitad del libro del Éxodo trata sobre el Tabernáculo y su construcción, en ocasiones con un detallismo minucioso (véase Éxodo 25—40, pero con precaución, pues esos son los pasajes en los que muchos lectores de la Biblia empiezan a cabecear).

Por su tamaño, el Tabernáculo de Moisés[11] debió de ser un edificio no muy grande —unos 12 metros de ancho por 4 de largo—, aunque su importancia espiritual no residía en su tamaño. Según el libro del Éxodo, constaba de tres partes: en primer lugar, el altar de los holocaustos, de bronce, en el que los sacerdotes sacrificaban animales a Dios. Más adelante se encontraba el Lugar Santo, que albergaba tres objetos sagrados: el candelabro de oro (en hebreo, menorá), el altar del incienso, también de oro, y la mesa del mismo material con doce panes, denominados «de la Presencia» (cfr. Éxodo 25). En el Lugar Santo, los sacerdotes de Israel adoraban a Dios mediante la ofrenda incruenta de incienso, pan y vino. Por último estaba el Santo de los Santos, el santuario interior que guardaba el Arca de la Alianza, de oro, que contenía las tablas de los Diez Mandamientos, una urna con maná y la vara de Aarón (cfr. Hebreos 9, 1—5). Además de ser un lugar de oración, la importancia del Tabernáculo para los israelitas estribaba en su carácter de morada para Dios en la tierra, y por eso lo denominaban la Tienda del Encuentro, donde Dios se «encontraba» con ellos bajo la forma de una nube de «gloria» que descendía de lo alto (Éxodo 40, 34—38).

Para nuestro propósito, lo importante es saber que el Tabernáculo de Moisés, lugar de culto durante el éxodo, se convirtió en el prototipo del espacio para la adoración en la tierra prometida: el templo de Salomón. Este edificio, construido varios siglos después de Moisés, y casi mil años antes del nacimiento de Jesús, era en el fondo una versión mayor y más espléndida del Tabernáculo (1 Re 6—8), que también constituía la morada de Dios en la tierra y el altar de los sacrificios. Se dividía asimismo en tres partes, con la menorá de oro, el altar del incienso, el pan de la Presencia y el Arca de la Alianza en el centro. Pero, a diferencia del Tabernáculo, que era una tienda portátil, el templo de Salomón se edificó en piedra, con un lujoso recubrimiento «de oro», y se decoró con relieves de ángeles, palmas y flores abiertas del mismo material (1 Re 8, 22—32). Conociendo esta descripción, no es de extrañar que el templo de Jerusalén[12] fuese la alegría y el orgullo de todo Israel.

Por desgracia, el templo de Salomón tuvo un final tan rápido como trágico. Pocos siglos después de su construcción, fue destruido por el imperio de Babilonia. En el 587 a. C., cuando invadieron la tierra prometida, no solo capturaron a las tribus de Judá, en el sur, sino que incendiaron la ciudad de Jerusalén, reduciendo al templo a escombros (2 Re 25). Fue la época del exilio babilónico, cuando el pueblo de Judá fue expulsado de su tierra y tuvo que vivir entre los gentiles. Esta situación, no obstante, también fue pasajera y, finalmente, el Imperio de Babilonia dio paso al persa, cuyo rey, Ciro, albergaba otros sentimientos hacia los judíos. Hacia el 539 a. C. no solo les permitió regresar a su tierra, sino que también les otorgó permiso para reconstruir el templo (Esdras 1). Aun así, el nuevo templo —llamado Segundo Templo— no alcanzó la magnificencia del de Salomón, y la Biblia llega a afirmar que «los ancianos», que habían visto el primero, lloraron, porque no podía compararse con la gloria del anterior (Esd 3, 10—13).

Lo cierto es que, en el devenir trágico de la historia de Israel, los profetas del Antiguo Testamento habían hablado con una frecuencia cada vez mayor del templo futuro, el nuevo templo, construido por Dios en el tiempo de salvación, en la era del nuevo éxodo.

Por ejemplo, el profeta Miqueas afirma que, en los últimos días, Dios asentará «el monte de la casa de Yahvé» —esto es, el monte del templo— como el más elevado de la tierra (Mi 4, 21). El que conozca Jerusalén será bien consciente de que la colina sobre la que se alzaba el templo de Salomón está lejos de ser la montaña más alta del mundo; se trata de una profecía sobre el nuevo templo, el templo defi­nitivo del fin de los tiempos. En un tono similar, Isaías habla del día en el que Dios glorificará su templo, que se convertirá en una «casa de oración para todas las naciones» (Is 56, 6—7; 60, 1—7). El profeta Ezequiel dice que, cuando el nuevo David (el Mesías) aparezca, Dios establecerá su «santuario» en medio de Israel por siempre, y los gentiles se convertirán y rendirán culto al Señor (Ez 37, 24—28). Ageo llega a proclamar que el esplendor de ese templo futuro será «mayor que el del anterior», el de Salomón (Ag 2, 6—9). Vistas las lamentaciones de los ancianos de Israel ante el nuevo templo, estas profecías solo pueden referirse al futuro templo, el de los últimos días.

En resumen, los profetas del Antiguo Testamento no dejaron de atestiguar su ferviente esperanza acerca de un nuevo templo. Así ocurre en los manuscritos del mar Muerto[13], redactados antes y durante la vida de Jesús, y que contienen numerosas profecías al respecto. De hecho, uno de los más extensos, el Rollo del Templo, consta de más de sesenta columnas con descripciones detalladas de esa construcción. Igualmente, los antiguos rabinos creían en la existencia futura de ese templo, y rezaban a diario pidiéndole a Dios que volviese «el culto[14] en el Santo de los Santos de tu morada» (Amidá 17). Algunos de ellos, de un modo intrigante, estaban convencidos de que, además, su constructor sería el Mesías, como se expone en este comentario rabínico:

Cuando el rey Mesías que mora en el norte se alce, vendrá y construirá el templo, que se encuentra en el sur. Así dice el texto, «Le he suscitado del norte, y viene, del sol naciente le he llamado por su nombre» (Is 41, 25) (Números Rabá 13, 2).

Esta esperanza de un nuevo templo es fundamental para comprender las expectativas de los judíos ante el futuro. Durante la época de Jesús, el rey Herodes y los que[15] le sucedieron dedicaron mucho tiempo y dinero a transformar el segundo templo en una de las maravillas del mundo antiguo (cfr. Jn 2, 20). Sin embargo, se enfrentaron a numerosos problemas, de los cuales no era el menor que el Santo de los Santos estuviese vacío, después de que se perdiese el Arca de la Alianza tras la destrucción de Jerusalén, siglos atrás. Como cuenta Josefo, durante el siglo I a. C. no había nada dentro del Santo de los Santos (Guerra 5, 219).

Con esta situación, no es de extrañar que muchos judíos siguiesen aguardando la aparición de ese nuevo templo que habían anunciado los profetas, y que según ellos se construiría cuando llegase el Mesías.

4. La nueva tierra prometida

En el primer éxodo de Egipto, las doce tribus de Israel partieron en busca de la tierra prometida, Canaán, que Dios había otorgado[16] a Abraham y a su descendencia. En el nuevo éxodo, dijeron los profetas, Dios conduciría a Israel, pero también a las naciones gentiles, a una nueva tierra de promisión, que poseerían para siempre (Is 60, 21).

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