Como es evidente para el que esté familiarizado con la narración evangélica de la entrada de Jesús en Jerusalén, la tradición de un Mesías montado en un asno seguía vigente en el siglo I (Mt 21, 1—11; Mc 11, 1—10; Lc 19, 29—38; Jn 12, 12—18). Lo importante para nuestro propósito es que, en esta tradición rabínica en particular, se esperaba que el Mesías fuese un nuevo Moisés, cuyos actos emularían los del primero. Igual que Moisés había salido de Egipto a lomos de un asno, los rabinos afirmaban que el Mesías llegaría humilde y «montado en un pollino», cumpliendo la profecía de Jeremías[7]. Igual que Moisés había suscitado el maná del cielo, los rabinos dijeron que el Mesías haría que lloviese pan de lo alto.
2. La nueva alianza
En el primer éxodo, Dios selló una alianza —una promesa familiar sagrada— entre él mismo y el pueblo de Israel, rubricada con la sangre del sacrificio y clausurada con el banquete celestial. En el nuevo Éxodo, y así lo profetizaron en el Antiguo Testamento, Dios formaría una nueva alianza con su pueblo, y esta jamás sería quebrantada.
Existen argumentos para defender que la primera alianza fue uno de los momentos clave del éxodo de Egipto. Ocurrió cuando las doce tribus de Israel llegaron a los pies del monte Sinaí, donde alcanzaron una nueva relación con Dios, y comenzaron a recibir sus instrucciones acerca de cómo debían adorarlo. De hecho, según las Escrituras, el principal motivo para huir de Egipto fue, precisamente, la libertad que necesitaban para adorar a Dios. Como Dios ordenó a Moisés decirle al faraón, «Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te he dicho: “Deja ir a mi hijo para que me dé culto”» (Ex 4, 22—23). En contra de la opinión popular, el éxodo no fue una especie de anexión territorial divina, ni tampoco una simple liberación de la esclavitud política. En el fondo, se trataba del culto, y del establecimiento de una relación familiar sagrada entre Dios y su pueblo, mediante una alianza.
Por eso Moisés y los israelitas se lanzaron a ofrecer sacrificios a Dios en cuanto llegaron al monte Sinaí. Según la Biblia, poco después de recibir los diez mandamientos (Ex 19—20), «alzó al pie del monte un altar y doce estelas, por las doce tribus de Israel» (Ex 24, 4). Mediante ese culto sacrificial, Moisés y los israelitas sellaron su alianza con Dios:
Luego [Moisés] mandó a algunos jóvenes, de los israelitas, que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificios de comunión para Yahvé. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo… Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras”. Moisés subió con Aarón, Nadab y Abihú y setenta de los ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel. Bajo sus pies había como un pavimento de zafiro tan puro como el mismo cielo. No extendió él su mano contra los notables de Israel, que vieron a Dios, comieron y bebieron (Ex 24, 5—11).
Destacan aquí dos aspectos. En primer lugar, que la alianza del éxodo se selle con sangre, lo que simboliza y cumple Moisés rociando con la sangre de la ofrenda el altar —que representa a Dios— y al pueblo, que representa a Israel. Por este ritual, Dios hace que Israel entre a formar parte de su familia, de su propia «carne y sangre». A partir de esta ceremonia, comparten la misma sangre y son de la misma familia. En segundo lugar, reparemos en que la alianza no concluye con el sacrificio de animales, sino con un banquete, una comida celestial.
Desde el punto de vista de la alianza, tiene sentido. Para una familia, comer juntos es uno de los acontecimientos principales. Sin embargo, esta comida en el monte Sinaí no fue una fiesta más y, de hecho, no se repetiría en toda la historia de Israel. Una vez derramada la sangre sobre el altar, Moisés y los ancianos no solo subieron al monte, sino que fueron llevados «al mismo cielo», donde lo celebraron en presencia de Dios. «Vieron a Dios, comieron y bebieron» (Ex 24, 11).
Por desgracia, como deja patente el Antiguo Testamento, la alegría del banquete celestial no duró demasiado. Sin mucha dilación, y al pie del mismo monte Sinaí, numerosos israelitas rompieron la alianza con Dios, y adoraron al becerro de oro (Éxodo 32). Y eso fue solo el principio. Año tras año, generación tras generación, innumerables israelitas abandonaron la promesa mosaica y fueron tras otros dioses, sellando alianzas con ellos.
Aun así, Dios no abandonó a su pueblo; unos mil años después de Moisés, el profeta Jeremías proclamaría que Dios iba a sellar una nueva alianza, todavía mayor que la precedente:
He aquí que días vienen —oráculo de Yahvé— en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos —oráculo de Yahvé—. Sino que esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahvé—: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Jeremías 31, 31—33).
Con estas palabras queda claro el paralelismo entre la alianza del éxodo y la nueva alianza. Por una parte, la nueva, igual que la del monte Sinaí, se establecerá con las doce tribus de Israel, y a eso se refiere Jeremías cuando habla de «la casa de Israel», aludiendo a las diez tribus del norte exiliadas en el 722 a. C., y a la «casa de Judá», las dos del sur, exiliadas en el 587 a. C. En otras palabras, a pesar de la trágica expulsión de los israelitas de la tierra prometida, cuando Dios sella una nueva alianza lo hace con las doce tribus. Es más; Jeremías contrapone explícitamente esta nueva alianza con la del monte Sinaí, porque es mayor que aquella en la que Dios sacó a los israelitas «de la tierra de Egipto». Aunque Jeremías no lo dice, cabe preguntarse si la nueva alianza se sellará con un sacrificio, como la antigua, y si concluirá también con un banquete celestial.
Es curioso que la literatura rabínica no tenga mucho que decir sobre esta nueva alianza, excepto que aún no ha tenido lugar. Por ejemplo, según el rabino Ezequías, que viviría hacia el siglo III d. C., la profecía de Jeremías solo se cumplirá al final de los tiempos, cuando «este mundo» concluya y comience «el mundo venidero[8]8».
Sin embargo, esto no quiere decir que los rabinos hayan olvidado el banquete de la alianza del monte Sinaí. Al contrario: el banquete celestial que se describe en Éxodo 24 se convirtió en una imagen o prefiguración rabínica de la era mesiánica de la salvación. Según la tradición judía, en el nuevo mundo creado por Dios los justos ya no tomarán alimentos terrenales ni beberán, excepto en presencia de Dios:
En el mundo venidero8 no habrá comida ni bebida… sino que los justos se sentarán, con la cabeza coronada, festejando el resplandor de la presencia divina, como está escrito, «vieron a Dios, comieron y bebieron» (Ex 24, 11) (Talmud de Babilonia, Berajot 17 A).
Es evidente que esta antigua visión del futuro sobrepasa la de un Mesías militar. Como ha señalado el académico judío Joseph Klausner, la tradición rabínica[9] describe una era en la que la «visión de Dios» reemplazará al «comer y beber» terrenales. Así se renovará la esperanza de la alianza, y se reanudará el banquete celestial del pueblo de Dios, en una celebración eterna, no con alimento y bebida terrenales, sino en la misma «presencia divina».
3. El nuevo templo
En el primer éxodo, el culto a Dios se centraba en el Tabernáculo de Moisés, el templo móvil que Israel empleó mientras vagaba por el desierto. En el nuevo éxodo[10], anunciaron los profetas, la adoración tendrá lugar en un nuevo templo, más glorioso de lo que fueron nunca el Tabernáculo o el templo de Salomón.
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