Brant Pitre - Jesús y las raíces judías de la Eucaristía

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Jesús y las raíces judías de la Eucaristía: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Cómo era la Pascua en la época de Jesús? ¿Cuáles eran las esperanzas judías en el Mesías? ¿Cuál era la intención de Jesús al instituir la Eucaristía durante la fiesta de la Pascua? Y, lo más importante de todo, ¿qué quiso decir con las palabras: «Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre»?
Para responder a estas preguntas, el autor explora las antiguas creencias judías sobre la Pascua del Mesías, el milagroso Maná del cielo y el misterioso Pan de la Presencia. Estas tres claves desvelan el significado original de las palabras de Jesús. Pitre también explica cómo Jesús unió la Última Cena a su muerte y a su Resurrección.
Ofrece así una obra innovadora que seguramente iluminará uno de los mayores misterios de la fe cristiana: el misterio de la presencia de Jesús en «la fracción del pan».

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Según el Antiguo Testamento y la tradición judía clásica, en definitiva, la esperanza del pueblo de Dios residía en la restauración de Israel desde el exilio, en la reunificación de entre los gentiles y en una creación renovada. Esperaban que Dios, mediante un nuevo éxodo, hiciese «nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

En este punto, cabe plantear una pregunta: ¿existe algún motivo para creer que el mismo Jesús esperase un nuevo éxodo?

Como cabría esperar, visto lo visto, la respuesta es que sí; esa confianza en un nuevo éxodo contribuye en gran medida a profundizar en el significado de las palabras y los actos de Jesús. Sin embargo, antes de internarnos en los detalles pertinentes para comprender, en concreto, la Última Cena, será de ayuda exponer las esperanzas de Jesús en el nuevo éxodo de un modo más amplio, señalando algunas claves.

En primer lugar, es importante observar que, en tiempos de Jesús, la esperanza de los judíos no era algo enterrado en los antiguos oráculos de los profetas. Al contrario, el historiador judío Josefo ofrece pruebas que sugieren que la idea de un nuevo éxodo estaba tan extendida durante el siglo i que algunos personajes destacados llegaron a prometer que realizarían tales milagros que traerían a la memoria los del éxodo de Egipto, como puede leerse en estos dos ejemplos:

Aconteció, mientras[24] Cuspio Fado era procurador de Judea, que cierto charlatán, que se llamaba Teudas, persuadió a una gran parte de la gente para que se llevara sus efectos y lo siguiera hasta el río Jordán; porque les dijo que él era un profeta, y que, por su propia orden, dividiría el río y les permitiría un paso fácil sobre él. (Josefo, Antigüedades, 20, 97—98)

Entonces apareció en Jerusalén un egipcio que declaró ser un profeta y empujó al pueblo a ir con él a la montaña llamada de los Olivos, que está frente a la ciudad… Y aseguró que desde allí mostraría cómo, bajo sus órdenes, los muros de Jerusalén se derrumbarían, y a través de ellos podrían entrar a la ciudad (Josefo, Antigüedades, 20, 169—170).

Estos personajes[25], a los que los expertos modernos denominan «profetas de los signos», se inspiraban claramente en los dos cabecillas más memorables del éxodo: Moisés, que abrió las aguas del mar Rojo (Éxodo 15) y Josué, que derribó mediante un milagro las murallas de Jericó (Josué 6). Tanto Teudas como el egipcio fueron tan populares como para ganarse una mención, no solo de Flavio Josefo, también del rabino Gamaliel, en los Hechos de los Apóstoles (cfr. He 5, 33—39). Para su desgracia, ninguna de sus promesas se convirtió en un milagro, y Teudas fue capturado por el procurador romano y decapitado, y la caballería imperial masacró a cuatrocientos seguidores del egipcio, quien salvó su vida en el último instante. En todo caso, lo que interesa es que la existencia de esos actores muestra que, en tiempos de Jesús, la esperanza en un nuevo éxodo y un nuevo Moisés no se habían apagado entre «el pueblo».

Teniendo en cuenta este contexto histórico, al fijarnos en los Evangelios, parece claro que muchas de las palabras[26] y hechos de Jesús también son signo de ese éxodo tan esperado. Como Teudas y el egipcio, Jesús dijo e hizo cosas en público que recordarían la salida de Egipto pero, a diferencia de los anteriores, no solo prometió signos milagrosos, sino que los realizó.

Por ejemplo, como ya se ha visto, la escritura judía anuncia la llegada de un futuro profeta como Moisés (Deuteronomio 18). ¿Y cómo inicia Jesús su ministerio? Retirándose al desierto y ayunando durante «cuarenta días», como había hecho Moisés «durante cuarenta días y cuarenta noches» en el desierto, en el monte Sinaí (Ex 34, 28). Es más; en el Evangelio de Juan, Jesús transforma el agua en vino «el primero de sus signos» (Jn 2, 1—11), igual que Moisés había convertido el agua en sangre como el primero de sus «signos» contra el faraón (Ex 7, 14—24). Mediante estos actos, Jesús está diciendo a los judíos que lo ven: «Yo soy el nuevo Moisés, venido para dar comienzo al nuevo éxodo».

Según el profeta Jeremías, en el momento del nuevo éxodo, Dios sellará una «nueva alianza» con su pueblo, mayor que la «alianza» que los sacó de Egipto (Jr 31, 31—32). ¿Y cómo termina Jesús sus días? En el Cenáculo, la noche antes de morir, toma una copa de vino y dice «Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22, 20; 1 Cor 11, 25), como si, mediante ese acto, dijese: «Doy cumplimiento a la profecía de la nueva alianza con mi propia muerte».

Puede que lo más notable sea la respuesta que da a los discípulos de Juan el Bautista cuando estos le preguntan, llanamente, si él es el Mesías, y responde aludiendo a algo que profetizó Isaías acerca del nuevo éxodo:

«Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!» (Mt 11, 4—5; Lc 4, 18—19).

Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo. Pues serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa… Habrá allí una senda y un camino, vía sacra se la llamará… Los redimidos de Yahvé volverán, entrarán en Sion [Jerusalén] entre aclamaciones… (Is 35, 5—10).

Así pues, lo que[27] Jesús está diciendo a los discípulos de Juan es: «Mis milagros son los signos de ese nuevo éxodo del que habló Isaías, y yo soy el heraldo mesiánico de la salvación».

Visto a través de los ojos de los judíos, bajo la luz de sus esperanzas compartidas, el ministerio público de Jesús estuvo, literalmente, repleto[28] de signos de ese nuevo éxodo tan esperado. Resulta bastante evidente que conformó sus acciones tanto a la escritura judía como a sus tradiciones acerca de la venida del Mesías.

Antes de concluir este capítulo, merece la pena observar que la relación entre Jesús y el éxodo no pasó desapercibida para los evangelistas. En particular, Lucas subraya la importancia de esta esperanza al narrar la transfiguración de Jesús, y en su libro encontramos este pasaje tan sorprendente:

Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, [Jesús] tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén (Lc 9, 28—31).

Aunque en algunas versiones de la Biblia se lee que Jesús habló de su «partida», la palabra griega es, en realidad, exodos. Ambas traducciones son correctas: exodos significa[29] «salida» o «partida», y se utilizaba tanto para referirse al éxodo de Egipto como para referirse a la muerte con un eufemismo. Pero, en el contexto judío del siglo I, la elección que hace Lucas de esa palabra en concreto está cargada de significado, ya que ofrece una pista esencial acerca del momento exacto en el que tendría lugar ese éxodo: durante la pasión y muerte de Jesús en Jerusalén.

En realidad, todo el pasaje de la transfiguración de Jesús sugiere que ese nuevo éxodo, aunque se basase en el antiguo, sería similar, pero también radicalmente distinto. En el anterior, Dios había identificado a Israel como a su hijo: «Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te he dicho: “Deja ir a mi hijo para que me dé culto”» (Ex 4, 22). En el nuevo éxodo, al hablar durante la transfiguración, Dios dice de Jesús: «Este es mi hijo, mi elegido, escuchadle» (Lc 9, 35). Dicho de otro modo, Jesús no es simplemente un nuevo Moisés, sino el nuevo Israel, el Hijo escogido de Dios, que recorrerá en sí mismo el camino del éxodo. Por su pasión y muerte —su «partida» de Jerusalén—, él mismo guiará al pueblo de Dios hasta la nueva tierra prometida, la «nueva creación» (Mt 19, 28).

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