Juan Chabás - Testigo de excepción
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O acúdase a las hermosas páginas que reserva a José Moreno Villa, iniciadas con su retrato:
«Serio, grave, austero, como buen malagueño… Enjuto y alto, el pelo de cuarentón ya un poco gris, una leve sonrisa en los labios, y los ojos vivos y siempre inquietos, solterón, vivía en un cuarto estudiantil, casi una celda, a la sombra de una enredadera de flores moradas y al aire de unos rosales cuyas rosas saltaban por la ventana en brisas dulces de olores».
Seguidamente se apresura a certificar la semblanza: «Así conocí yo a Moreno Villa el año 1920, año en el cual despertaba Madrid a un nuevo siglo de poesía, después de Machado y Juan Ramón Jiménez, con Federico García Lorca y Rafael Alberti». En otro momento recuerda lejano el retrato de la joven «poetisa» Ernestina de Champourcin: «Tenía en el rostro esa agudeza perfilada de las mujeres vascas, pero su cuerpo, entonces, era delicado y feble, y las manos, que movía nerviosamente, como si quisieran cazar en el aire aquel pájaro huido de su voz, se le adelgazaban y se le hacían transparentes, escapadas de no sé qué lienzo de santa gaditana de Zurbarán». Apenas con un apunte lleno de lírica emoción se aleja del tópico para acercarse a Miguel Hernández: «Pastor y labrador, a la luz de sombras de Orihuela, niño angélico de arboledas y majadas, esparto en los pies y en el rostro de tierra, claros azules de agua limpia». El lector en su ejercicio tropezará gratamente con ejemplos semejantes. Delicia lectora a cada salto.
El crítico medita ante la producción poética que le ocupa, indagando en fervores e influencias, en la particular calidad del verso, que moldean el pensamiento y el objeto poético del autor, o explican por qué alcanza su voz más personal, bien sazonada. Hay, ciertamente, un elemento de afección hacia los poetas con quienes frecuentó el trato, lo cual explica la incorporación al texto de anécdotas o determinados testimonios que dan al discurso rango autobiográfico y el valor de una información «desde dentro». De Díez-Canedo subraya su pulcritud en la figura, el decir y el trato, o rememora cómo en algunas tertulias, «su ironía, su comentario, su viveza eran la sal de la reunión». Especialmente poética es la prosa con la que se presenta a Vicente Aleixandre, en la descripción del espacio y reconstrucción del retrato del autor de Ámbito :
«Cuando al alba el aire de la sierra llenaba las calles de Madrid de un agudo rocío de acero, y los faroles daban los últimos silbidos de su agonía insomne, entonces, con las manos desangradas, y en los labios un sonoro marfil de palabras, Vicente Aleixandre, alto, casi azul, vivo en su propia luz transparente y casi ahogado en la sombra del sueño y de la noche última, recitaba, obsesionado, a Rubén Darío o a Bécquer. Era aproximadamente en 1920».
Los ejemplos de este proceder son innumerables. En esos ensayos hay aún cabida para reconstruir una época, para situar al poeta comentado en su contexto histórico, para advertir cómo un autor conduce su obra por el camino de la dignidad humana. Después, el crítico se detiene para recrearse con los textos, escogidos con especial cuidado porque ilustran su pensamiento crítico: la métrica que le caracteriza, sus principales temas, su lenguaje. Procura evitar el riesgo del detalle erudito y la prolijidad del especialista. Esto no impide que Chabás encuentre espacio para la reflexión en torno a problemas de variada índole: sobre la poesía en general o acerca de la diferencia entre la poesía escrita en España y la española del exilio, a propósito de la realizada por Juan Rejano:
«Mientras en España, callada ante el duelo de la muerte de Federico García Lorca, de Antonio Machado y de Miguel Hernández, la poesía se convierte en remedo amanerado y falsete de vocerío, rasgueada por los representantes de una juglaría fascista —por los Marquerie, los Pemán y los Alfaro—, desde América las voces de Prados, de Alberti, de Altolaguirre, de Moreno Villa, de León Felipe, de Juan Ramón Jiménez continúan libertando a la poesía española de la impuesta esclavitud del espíritu y del cercenado latir del corazón de todo un pueblo».
El texto se enriquece mediante la línea sutilmente perfilada que define una trayectoria poética y el juicio, hondo y de gran lucidez, al aproximarla al contexto general de la época. En la amplia variedad de las digresiones encuentra el discurso su amenidad sin menoscabo de la jerarquización de valores, o las aprovecha excepcionalmente para dejar discurrir un breve apunte sobre convencimientos ideológicos. Concisión, pero no vaciedad. La cultura de la sensibilidad, el detenimiento en un paisaje para sacar sus esencias con avidez sinestésica, el discernir la excelencia de un poema, la revelación de una singularidad estética, etc., son componentes que concilian el principio del rigor analítico con el de la crítica memorialística, más cercana, más afectiva. Memoria y testimonio, qua atraen la atención del oyente y al lector curioso. De Alberti dice que vive en el barrio de Salamanca, «claro y alegre con sus calles consagradas a poetas y pintores»; y precisa: «En ese barrio, en la calle Claudio Coello, enfrente de la de Manrique, vivía Rafael Alberti. Vivía en un último piso grande, con balcones al cielo, a los calveros de los solares y a unos lejanos palacios de marquesotes, iguales a los marquesotes y alfeñiques que despreciaba Lope de Vega. Esto era hacia el año 1919». Después de un dilatado estudio sobre la poesía de Aleixandre, de hermosísimo lirismo y certero juicio, el lector verá que concluye: «Ojalá España alcance su libertad y recobre su tierra para sí misma, antes de que la muerte vestida con trágicos lutos fascistas se lleve por el mismo camino sin retorno que nos ha llevado a García Lorca y a Hernández, a este encendido poeta de amor y de belleza». De Max Aub, «por la intención y el esplendor de sus formas estilísticas, novísimo; por la cultura de textos que él ha hecho voz propia y sazonada, sabor de los mejores jugos de su obra, escritor nutrido de las más difíciles savias de la tradición literaria española», escoge para su charla radiofónica, no el «preciosista ramillete» de juveniles versos, ni las «metáforas lucientes» que saltan entre otros poemas posteriores, ni de sus piezas teatrales, sino Diario de Djelfa , para, hecho su análisis, recomendar su lectura porque, precisamente «ahora que una falsa piedad interesada escribe palabras de compasión ante la sentencia corta de Nuremberg, es bueno leer este Diario de Djelfa de un poeta español».
Quiere todo esto significar, por un lado, que la realidad textual del discurso ensayístico remite a una realidad extratextual de la que el autor fue testigo y, por otro, que mediante la exposición de esa personal experiencia transmite un aspecto informativo más de veracidad histórica. Al método de análisis estilístico empleado en Poetas de todos los tiempos recurrirá nuevamente Juan Chabás en Literatura española contemporánea, 1898-1950 (1952), sin duda su trabajo más emblemático y una de las realizaciones más ambiciosas del exilio republicano y, por extensión, de la España de posguerra. Por lo demás, el autor adicionaba otros elementos de reflexión crítica y de formalización discursiva que, en definitiva, conferían a su obra un valor singular en el panorama de la historiografía contemporánea.
Las condiciones de enorme precariedad en las que concibió y difundió los textos compilados en este volumen fueron las mismas en las que se compuso Literatura española contemporánea . Los escasos medios y materiales de consulta de los que dispuso el autor limitaron sobremanera su trabajo en ambos. De ahí que las dos obras, una dentro de su transitoriedad y la otra por su propia naturaleza y concepción, resulten fuertemente condicionadas y muestren una serie de imprecisiones y ciertas negligencias de información, así como, a veces, un subjetivismo derivado del compromiso ideológico del autor. A este déficit en sus respectivas génesis y resultados se contrapone una común y muy acusada inclinación hacia un discurso de carácter testimonial cuando el crítico frecuenta la literatura contemporánea, un discurso al que llegan componentes específicos de la prosa artística —«con vuelo lírico», al decir de la época— para distanciarse del ensayismo historiográfico propiamente dicho. Acordémoslo, pues, desde el principio, Poetas de todos los tiempos es un libro de crítica… entrañable. La palabra radiofónica, a menudo de tono conversacional, se hace en él prosa hablada con cabal medida y ritmo, fluida, impecablemente natural, sin filigranas gratuitas, de caminar ameno por su armónica cintura, vestida de calle para expresar un pensamiento sobre este autor o aquella obra y compartir el afanoso trabajo de la razón y del afecto con los oyentes de antaño, ahora lectores. Así cobra sentido literario el diálogo con los oyentes, a cuya complicidad invita y exhorta —«imaginad», «recordadle», «nótese bien»—, y consigo mismo.
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