Ramón Illán Bacca - Tres para una mesa

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Este libro, con los cuentos seleccionados, o con otros parecidos, debió publicarse en 1990 o un año antes. Alguna vez, en una visita a Ciénaga, Germán Vargas propuso el volumen, que recogería cuentos de Ramón Bacca, Guillermo Henríquez y Clinton Ramírez, cuya nota de presentación él afirmó tener escrita. Al morir Germán, en 1991, la idea tomó cuerpo y el libro fue armado para rendirle homenaje a él por los invaluables servicios prestados a las letras de este país, pero, de manera especial, por su cercanía con nosotros. Hará cinco años, en 2015 o 2016, quedamos con Ramón Bacca y Guillermo Henríquez en reeditar el libro, pero, otros compromisos o la falta de interés final, impidieron la concreción del nuevo proyecto. La muerte de Ramón Bacca, en enero de este año, repentina y fulminante, reactivó la idea de la reedición. Estábamos en esas, revisando los textos, transcribiéndolos, cuando muere el 30 de enero, también sin avisar y sin darnos chances a prepararnos, Guillermo Henríquez. La noticia de su muerte coincidió con la entrada al correo electrónico de la nota introductoria que el crítico y poeta colombiano Teobaldo Noriega escribió para la reedición: una noticia insólita, según sus palabras, que lo obligó a reescribirla en las siguientes dos horas en la biblioteca de su residencia de London, Canadá. Este volumen ha contado, igual que hace 30 años, con la revisión desinteresada y a la distancia del poeta Javier Moscarella, autor de la nota escrita en 1991 sobre Germán Vargas, que se conserva, igual que la breve introducción que escribió Guillermo. Yo, en esta ocasión, además de volver a transcribir y revisar los textos, he movilizado la voluntad de la Editorial de la Universidad del Magdalena, con Jorge Elías Caro al frente, para que este libro sea a la vez un testimonio de amistad y una muestra de compromiso con la divulgación del ejercicio literario en esta parte del país. Vendrán, como lo han expresado los máximos directivos de la universidad, otros textos que exalten la memoria literaria de Ramón y Guillermo.

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Posiblemente, la contemplación era un silencio mudo, porque Benedetto tuvo que preguntarle varias veces qué quería. Llegó hasta él el “pero, ¿es que el ratoncito Pérez te ha comido la lengua?”, que dio origen a la risa con grandes aspavientos de un grupo de muchachos que tomaban cerveza en un rincón.

Desde ese instante, la curiosidad se convirtió en odio, pese a las arrancamuelas que le encimó por la compra. Por eso no tuvo ningún reparo en mentir y decirle al tío Nicolás que sí, que era el italiano quien le había enseñado el saludo nazi, cuando este lo encontró ensayándolo frente al espejo. Nunca pensó que la cosa haría tanto ruido, pero su tío, iracundo, lo agarró de la oreja y a rastras lo llevó hasta la esquina, no sin que antes un montón de gente se le sumara a lo que ya era un principio de manifestación. En ese instante Benedetto pegaba un afiche donde Bette Davis sonreía sardónicamente en su papel de Jezabel y, al mismo tiempo, con la pierda impedía a una gallina el acceso al salón de cine.

Algunas vez pensó, años después, que nunca había visto una cara tan de sorpresa como la de Benedetto en ese instante. Lo que no le impidió, y con su mejor acento, preguntar qué cosa había hecho el “ragazzo” para arrastrarle así y allí. Pero no era el momento de las explicaciones sino de la victoria. Y cuando el tío le asentó un golpe gritando “¡fascista inmundo, corruptor!”, el gentío formó de inmediato un “ring” humano y movible.

Una cosa es gritar y otra hacer. Mal la hubiera pasado el tío si no llega Gastón a separarlos, ante la protesta de la gente. Todo concluyó en un ojo amoratado, el triunfo de las fuerzas del mal sobre las del bien, el desprestigio de nuestra raza crisol, en la que se funden las otras, y las burlas que le hacía Gastón al maltrecho tío.

Al día siguiente, después de un cuchicheo con la abuela y un comentario de “no seas canalla”, salió el tío, cosa curiosa, con el vestido y el bastón que habían permanecido ocultos en la cómoda –monumento permanente al viaje a Bruselas. Porque “nosotros también estuvimos en Europa. Usted sabe, ¿no?-. Así ataviado, la estatua viviente encaminó sus pasos a la alcaldía.

Esa misma tarde, cuando veía azul y crepuscular, a través de las gafas oscuras de mi tío, el rostro hondamente caviloso de una lagartija, pasó raudo un camión atestado de soldados. Su carrea, que veía llegar el retrasado viento, fue detenida por el feroz grito de la abuela: “¡No pierdas el tiempo, hay que hace tareas!” El desmedido afán por mi éxito en la escuela era solo un pretexto para que no supiera lo que ocurría. No hubo nada que hacer, y después, ante la tienda y el cine cerrados, encontré un mutismo total en la abuela y un rictus nervioso en el rostro del tío. Solo Gastón dijo unas frases enigmáticas, como “Fusagasugá” y “Campo de concentración”.

El misterio nunca fue revelado. En algún momento llegó feliz y jacarandoso el tío, con un par de llaves enormes, que no eran las de San Pedro ni las del paraíso, pero que para los efectos eran lo mismo. Las llaves indicaban que el tío era, ahora, el nuevo propietario del cine Rex.

***

Al principio Gastón dudaba sobre sus conocimientos en historia, pero al final tuvo que reconocer el exceso de imaginación de Benjamin. Con solo dejarla hablar, una larga estela de personajes se hacía presente. Los tres mosqueteros mataban al fundador de la ciudad en una pelea de espadas que sospechosamente se parecía a la última película de Errol Flynn, Aquí fue, y para confirmar su historia señalaba los escalones del castillo derruido frente al mar. “¿Se enredó en su capa?”, pedía aclaración Gastón, quien ya se había decidido a navegar en el proceloso mar del escepticismo y concluía que con este niño era inútil hablar de la decadencia del la mentira.

Para la abuela, sin embargo, todo esto revestía características de drama. “Se la pasa en el cine y leyendo, con la vista tan mal que tiene”. Un rotundo “Verboteen” a todas esas actividades fue instaurado. En cualquier momento, un auto de fe quemó la docenas de “Pif paf” y “Penecas” en el patio mientras Benjamín se sobrecogía de impotencia y rabia.

La lucha en la clandestinidad arreció. La abuela hubiera perecido de una embolia cerebral si hubiera visto al niño por las noches revoloteando por los techos, en una secuencia que ya envidiaría Lon Chaney en El Jorobado de Nuestra Señora de París, antes de llegar al gallinero del teatro. Pasó después a la ofensiva, y la represalia hizo desaparecer la revista Para ti con las fotos del matrimonio de Eduardo y Wallis. Su mutismo fue la respuesta a la pregunta ritual: “¿Pero alguien ha visto esa revista?”

Mientras tanto, en su refugio del castillo, Benjamín descubría que la brecha generacional existía y que el mundo de los adultos no le rozaba. “¿Es una historia de amor la que produce tanto alboroto a la abuela y a la madame Olga?” Bajo la piedra saliente que da al acantilado guardaba las joyas de la corona.

No importaba que el arcón fuera simplemente una cajita de acerco en cuya tapa se leía: “Caja de Ahorros”. Al abrirla salían monedas antiguas, francos nuevos, algunas medallas con la cara de Petain, que Gastón botó a un chiquero y que él recogió sigilosamente, fotos de Oliver y Hardy, un pedazo de pipa con la cara de Popeye, algunos suplementos dominicales de La Prensa y el máximo tesoro (hay que desdoblarlo con cuidado para que no se dañe), “¡un cartel de El Ángel Azul!” La pregunta vino del tío Nicolás. “Bueno, ¿y el afiche que tenía en el escaparate?”. Silencio absoluto, acompañado de una mirada cómplice de Gastón. Es que Marlene, a pesar del tiempo, la distancia y la exótica geografía, todavía hace estragos. Benjamín encontró, mientras la contemplaba, esa sensación deliciosa de frotarse hasta que irrumpe el abandono, confundido con el mejor arrebol o con el romper de la ola sobre la gran piedra del Este.

Su pasión se atemperó con el escozor del ojo izquierdo. Los graves doctores decidieron que la operación era impostergable. Y ahora allí estaba, enfundado e indefenso, con el olor del éter invadiéndolo todo y esa ácida y fría punta metálica oprimiéndole el ojo. Las estrellitas rojizas dan paso al desfile interminable de los monjes azules con capuchas que cubren sus rostros de fuego. Cuando vuelve en sí todo está negro. La abuela, cariñosamente le quita las manos de la venda.

—No te toques, no debe hacerlo. Quédate quieto para que puedas curarte.

Hay una reconciliación total y la abuela complace todos sus deseos. Pasan horas silenciosas acompañadas de su presencia solicita. Aprende a diferenciar los distintos chasquidos orgánicos de los muebles y disfruta con el golpear de un pequeño cucarrón en el vidrio de la ventana.

A veces interrumpía el silencio con acento consentido:

—Abuela, léeme otra vez el cuento “El príncipe feliz”

El día que Deborah se acercó a besarlo, sintió la misma vibración que en sus tardes de Marlene. Por eso no le importó que los otros visitantes lo trataran de montuno mientras permanecía sumergido con la cabeza debajo de la almohada. Solo regresó cuando el perfume de Deborah se fue con el olor de su deseo.

La convalecencia le permitió visitar de nuevo el refugio, donde todo le resultaba más pleno. La tibieza de la arena, los colores del crepúsculo, la suave brisa del atardecer. Cualquier tarde castellana, cuando las alas del ángel de la noche borraban las últimas horas del día, pasó arrastrado por la corriente un inmenso piano de cola. Giró para llamar la atención de una lancha de cabotaje que se hallaba en las cercanías, pero obtuvo como respuesta el cordial saludo de los pasajeros. Esa noche, mientras escuchaban las noticias de la BBC, narró lo sucedido, pero nadie le creyó; solo el comentario de Gastón fatigó para siempre los surcos de su memoria:

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