Los tres se presentan en este libro juntos, en tácito homenaje a su amigo y mentor Germán Vargas Cantillo, recientemente fallecido en Barranquilla. Pero, por demás, como certeros diseccionadores de su realidad.
Guillermo Henríquez
Barranquilla, mayo de 1991
Así lo llamaban. Título de dignidad que él merecía en justicia, por su nobleza de espíritu. Pero siempre insistió −sin conseguirlo− en que no le sumaran el Don. Él era un ser que poseía muchos dones: el don de la amistad sincera, el de la maestría bondadosa, el del consejo transparente, el de la gracia espontánea.
En Ciénaga él sentía fluir de una manera especial sus afectos y por ello era la tierra donde transitaba sin el Don. Siempre recordaba que en la antigua hacienda cienaguera de Papare había vivido por mucho tiempo uno de sus más queridos ancestros. Amaba ese pedazo del mar Caribe que en nuestras playas tiene un indefinible color provocado por la afluencia de ríos que bajan de la Sierra Nevada. Respiraba el encantamiento de las calles, las antiguas casas de acentuado estilo republicano y el Templete de la Plaza del Centenario, cuyos planos hizo el padre del admirado Alejo Carpentier. Disfrutaba nuestras tenidas donde nunca faltaban las historias de los fantasmas que según Gabito en Ciénaga aparecen a plena luz del día (a veces los mismos fantasmas no faltaban…Como aquel de Remedios la bella –o Rosario Barranco en la vida real− que le saludaban apagándole los focos de la estancia). Por todas partes veíamos al Nene Cepeda: sus relatos y los acontecimientos cotidianos se enlazaban entrañablemente en los corazones. Recordábamos a sus antiguos contertulios: Pedro Bonett y Armando Barrameda Morán. Y el ron caña, la literatura y el afecto corrían parejos.
Era que cuando Germán llegaba a Ciénaga se desataban los hechizos de esta ciudad, que al decir de Cepeda “es el único sitio que conozco donde el tiempo, obediente a los relojes, se mueve en círculos y no hacia adelante como en todas partes”.
Un 10 de julio de 1983 Germán bautizó el Grupo de Ciénaga y desde entonces sentimos que nos ha entregado el bastón tallado en la primera mitad del siglo por los ahora legendarios miembros del Grupo de Barranquilla. Nombres como los de Guillermo Henríquez y Clinton Ramírez, a los que se suma ese otro hijo adoptivo de Ciénaga que es Ramón Bacca, demuestran porqué Germán sintonizó tan fluidamente su espíritu con nosotros.
Nunca olvidaremos las conversaciones con Germán llenas de frases cortas y silencios. Amaba a estos como ninguno, y a través de ellos enseñaba que la literatura no solo se construye con palabras.
Para él va dedicado este libro con los mejores cuentos de tres escritores que le quisieron inmensamente.
Para Germán, el maestro y amigo, va este testimonio atribulado de quien en muchas mesas (de conferencias, recitales, lecturas de cuentos, bebidas y comidas) le sirvió de acompañante.
Javier Moscarella
Ciénaga, junio de 1991
Santa Marta, 1938. Narrador, periodista. Dirigió en compañía de otros amigos, como Alfredo Gómez Zurek, el famoso “Suplemento del Caribe”, de Barranquilla. En este, por espacio de más de un lustro, adelantó una encomiable labor de difusión de las letras costeñas, luego del “boom” García Márquez. Fue profesor de la Universidad del Norte, de Barranquilla, durante más de tres décadas. Autor de la seis novelas, entre ella Deborah Kruel. En su producción cuentista destaca el volumen Marihuana para Göering (1980). Todos sus cuentos aparecen recogidos en el volumen Miss Catharsis (2017). Murió en Barranquilla el 17 de enero de 2021.
EN LA GUERRA NO HAY MANZANAS
Abandonó una de las ventanas que daban al supuesto jardín (un surtidor sin usar hacía por lo menos una década, un palo de grosella, el árbol pipón y algunas trinitarias y cayenas recostada a algo que debió ser columna, no eran suficientes para darle ese nombre) y decidió hacer una incursión prohibida a la alacena del comedor donde escondían el pan, pero cuando su mirada topó el bodegón colgado en la pared no pudo reprimirse y, mostrando al enemigo su posición al descubierto, preguntó:
—Abuela, ¿por qué no me das manzanas?
Fue un violento regreso a la realidad para ella, que en ese momento odiaba al primer ministro inglés porque se opuso al matrimonio de Wallis con el Rey. Y precisamente, cuando ahora, cuando los amantes lograban escaparse de la oscuridad pública para ir a bañarse en las playas de Yugoslavia, aparecía esta pregunta impertinente y mil veces respondida.
Cerró la revista Para ti, y, con un tono de voz en el que la rabia se deslizaba, respondió:
—¿Cuántas veces te lo he dicho? Estamos en guerra, y en la guerra no hay manzanas. ¿Acaso hablo en inglés?
Volvió Eduardo de Windsor a tomar las manos de Wallis Simpson, pero y ano era lo mismo, se había puesto furiosa por la interrupción, y esa no era la mejor forma para leer una historia de amor.
Benjamín comprendió que había cometido un grave error; ahora quedaría bajo la mirada permanente de la abuela por su estúpida pregunta.
La verdad es que las cosas se le presentaban muy confusas. Al principio, la guerra fue la aparición del dirigible. Lento, como un cigarrillo enorme, casi silencioso, apareció un viernes sobre ña bahía. Todos corrieron a la playa, y le dieron una interpretación distinta al hecho. Por último, prevaleció la explicación del tío Nicolás: “Busca submarinos nazis. Sale del Canal de Panamá y llega hasta el Cabo de la Vela”. Era una explicación tan geográfica que no discutieron más.
Desde entonces todos los viernes se modificaba el paisaje con la presencia de un dirigible sobrevolando la bahía, ante la total indiferencia del público.
Después fueron las reuniones por la noche para oír la radio. Empezaban con el tañido de una campana. Las noticias hablaban de alemanes que avanzaban y franceses que retrocedían. Siempre venía Gastón y Olga, los franceses dueños del Hotel Entre nous. Al principio era formidable, y Benjamín esperaba con impaciencia la llegada de la noche con el inmenso plato compuesto por “delikatessen” de la abuela, los chistes de Gastón y el rumor sobre la última excentricidad de Deborah. “Sale en bata de baño hasta la playa, pasa delante del Palacio Arzobispal, generalmente cuando monseñor Joaquín está rezando el breviario; usa un vestido de baño de dos piezas, se besa en público con el teniente”. Pero todo cambió cuando madame Olga empezó a llorar por las noticias, y se desmayó en una ocasión. ¡Eso era demasiado! No protestó ni le hizo ningún comentario a la abuela; después de todo, Gastón era formidable, a pesar de haberlo puesto en ridículo el día que repitió su comentario de que el pito de la fábrica de licores sonaba mejor que la campana del Big Ben
Lo que sí permaneció incomprensible, guerra o no guerra, fue lo de Benedetto. Solo era pronunciar su nombre para el tío Nicolás hiciera un guiño y una especie de ruido con su boca que podría tomarse como obsceno. Pero el dueño del único cine del pueblo y de la mejor tienda era alguien de importancia, porque al preguntarle la abuela quién era, contestaba con una amenaza de muenda si lo veía hablándole alguna vez. Mayor fue el misterio cuando, indagado Gastón, dijo que era alguien entre barroco y chévere, palabra que ayudaron a envolver el misterio en un enigma.
Por eso, el día que la abuela lo mandó a comprar un carretel de hilo, no sin antes hacerle la expresa advertencia de no estarse más tiempo del estrictamente necesario y de no –“óyeme bien, te lo prohíbo, eh?”- meterle conversación, salió el nuevo Magallanes hasta la esquina. Detrás del mostrador se agitaba el monstruo: hombre de edad mediana, robusto y de cara amable, con la camisa de flores más bella que hubiera visto en esta tierra de uniformidad –donde el pantaloncito de caqui y la camisa blanca eran de rigor- y un embriagador perfume emanando de su cuerpo; fue otra ruptura de moldes para alguien con una abuela que había dicho en el monte Sinaí: “Los hombres solo deben oler a ron, tabaco y pólvora”.
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