Gabriel Rodríguez Liceaga - El hambre heroica

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El cuento es un género que devela al autor; expone y exhibe su forma de traducir al mundo en palabras. En palabras que, bellamente concatenadas, arman una historia. Cuentan algo. Hablo del acto de escribir en su forma más pura y básica. Entendiendo esta obviedad: ¡que cada quien se haga bolas! Y ahí radica la dificultad de escribir cuento. Un cuento tiene reglas. Reglas claras y de estructura. Recursos infinitos. Leí en un texto de la todopoderosa Flannery O'Connor que pensar en un cuento como algo que se divide en trama, personaje y lenguaje es como pensar en un rostro como una boca, una nariz y unos ojos. No es una cita literal, pero ejemplifica mi punto. Estoy hablando de que un cuento es un gesto. Un gesto que puede ser a la par de terror y de asombro. De dolor y de clemencia. Un gesto que nos enloquece de ternura.No citaré aquí la afortunada comparación pugilística de Julio Cortázar. En cambio adoro lo que comenta Hemingway acerca de que un cuento es la punta del iceberg. Solo lo que se asoma.Y debajo del agua hay una mole de hielo no escrita. Una monstruosa mole de hielo.Para mí un cuento debe ser como cuandole buscamos el inicio (o el fin) a un rollode cinta adhesiva. Y rascamos y rascamosla cinta sin darnos cuenta de que tenemos en las manos un objeto sencillamente perfecto. Gabriel Rodríguez Liceaga

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El padre negó con la cabeza.

¿Y cómo es que su hija tuvo acceso a un libro de esta naturaleza?

Era de mi papá, dijo ella.

¿Y él pertenece a una de estas agrupaciones?

Mi papá murió hace un año.

¿Pero antes?

No.

¿Algún trato con japoneses?

¿Qué es esto?, preguntó el señor González, visiblemente irritado.

Según declaraciones posteriores de una trabajadora de la limpieza de la casa del abuelo, Sofía siempre había sido amante de la fauna marina y le había pedido a su abuelo en repetidas ocasiones que la dejara leer el libro de la ballena. No es para tu edad, solía responder el viejo ginecólogo. La trabajadora recordaba que el libro había desaparecido de la biblioteca semanas después del deceso del doctor. No le había parecido algo digno de mención.

Mientras el comandante y los peritos inspeccionaban el inmueble, Regina era custodiada por su tía Susana, tejedora compulsiva, y por un oficial encargado de evitar que los padres hablaran a solas con ella antes de que fuera interrogada por la psicóloga infantil de la Procuraduría, que se tardaba en llegar porque había ido a pasar el fin de semana en Tepoztlán.

Dado que el Procurador de Justicia del Estado de México se encontraba en Las Vegas, el subprocurador Argüelles se apersonó a mediodía en la escena del crimen, asustado también por los estragos del caso Paulette. Calculó que el protagonismo mediático podía catapultarlo a la Procuraduría General si resolvía el caso con celeridad. Arengó a los ministerios públicos, agentes y peritos con vacua grandilocuencia. El recuerdo de esta pequeña pero ilustre mexiquense nos llama a esclarecer... El comandante, encabronado por la usurpación del liderazgo, se indigestaba con el discurso del subprocurador. Un agente se le acercó y le dijo en voz muy baja:

Jefe. Pancho se comió las evidencias.

¿Qué?, el comandante pensó en el libro de la ballena.

Es que su entrenador se distrajo por una reportera.

¿Quién chingados es Pancho?

Del binomio canino, jefe, el perro rastreador.

¿A qué pendejo se le ocurrió traerlo?

Por si no aparecía el cuerpo, ya ve que la otra vez...

¿Y qué se comió?

Los chilaquiles.

Me carga una chingada. Llévense al perro. Y échenle ojo. Me avisan si se enferma.

¿A poco la envenenaron?

Ya se verá.

La psicóloga infantil llegó a la escena cargada de Miguelitos y Pulparindos para ganarse la confianza de la menor que iba a ser interrogada. Le pidió a la señora Susana que la dejara a solas con su sobrina. Regina no tardó en confesar un profundo resentimiento hacia Sofía, que había disfrutado de privilegios injustificados como acostarse a las diez de la noche, faltar a misa y no tener que bañarse diario. Además había sido una «sangrona» que se negaba a jugar con ella y la denigraba llamándola «analfabeta». La psicóloga le preguntó por qué creía que a su hermana le había gustado tanto leer.

Ni idea, pero usaba zapatos ortopédicos. Son hooorribles, explicó Regina.

De acuerdo con las declaraciones de la menor, que mostraba un alarmante resentimiento hacia la occisa, el más reciente atropello de Sofía había consistido en sabotear su aparato de karaoke.

A mí me gusta mucho cantar con mis amigas; ella no tiene amigas, agregó la sospechosa como si su hermana siguiera viva, y me decía: Bájale al volumen, no me dejas leer, me haces la vida... no sé qué palabras raras que decía. Pero un viernes se enojó tanto porque estaba leyendo no sé qué y fue a mi cuarto y aventó el karaoke contra la pared. Yo me puse muy mal y fui a decirle a mi mamá y la castigo un mes sin leer.

¿Sentías que tu hermana no te quería?, preguntó la psicóloga.

La niña alzó los hombros.

¿Y crees que era una niña mala?

Pues sí era bien nerd.

La psicóloga infantil concluyó que Regina tenía móviles plausibles para atentar contra su hermana; asimismo había sido la última en verla con vida, por lo que no podía descartarse que ella hubiera provocado intencionalmente la caída de la víctima.

El comandante se comunicó al juzgado para tramitar una orden de arraigo contra la menor, que podía acabar en una correccional de menores si se demostraba que ella había cometido el asesinato de su hermana.

Deseoso de obtener presencia mediática, el subprocurador salió a declarar ante la prensa que las causas del deceso de «la pequeña Sofía» estaban siendo investigadas por los mejores elementos de la Procuraduría. Un reportero preguntó si Alfredo Castillo, el encargado de las investigaciones sobre el caso Paulette, sería llamado a supervisar esta investigación. El subprocurador, nervioso por el prospecto nefasto de que eso sucediera, respondió:

El señor procurador me encomendó directamente la tarea de esclarecer este homicidio que... bueno... obviamente no sabemos que...

Los reporteros excitados por el dislate de llamar «homicidio» al caso, lo apedrearon con preguntas como: ¿Ya se tienen sospechosos? ¿No es más bien infanticidio? ¿Con qué arma se cometió? El subprocurador huyó hacia el interior de la casa, y cuando alcanzó la puerta un periodista ya le estaba preguntando si se pensaba en un asesinato serial vinculado con el caso Paulette.

Desesperado por controlar los daños causados por su declaración, el subprocurador llamó aparte al comandante y lo exhortó con amenazas a presentarle pruebas inequívocas de que la niña había sido asesinada.

No sé si entienda lo que está en juego aquí...

Por supuesto, mintió el comandante.

El gobernador ya no quiere escándalos. Si esto le cuesta la candidatura, imagínese cómo nos va a usted y a mí. Este ya no puede salir que fue accidente. ¿Cómo ve al papá?

Más bien creemos que la hermana... o la mafia internacional.

¿Qué mafia?

¿Sabe cuánto cuesta la sopa de ballena en Japón?

El subprocurador lo miró con una sonrisa cómplice.

No invente algo muy jalado. Me gusta más lo de la niña. La pequeña Caín. Con eso nos lavamos las manos.

Después de seis horas al rayo del sol, el oficial Reséndiz estaba desesperado. Le llegó el rumor de que adentro reinaba el desmadre y fantaseó con un ascenso promovido por el descubrimiento de alguna pista decisiva para resolver el caso. Aprovechó el relajo suscitado por la salida del subprocurador para entrar al domicilio.

El oficial Reséndiz adoptó un gesto muy sobrado para aparentar que su presencia al interior de la casa, más que justificada, era imprescindible. De no ser por el uniforme deslavado de agente municipal, cualquiera lo habría confundido con el mismísimo comandante. Mientras inspeccionaba el vestíbulo donde alguien había marcado con gis el perímetro aproximado donde la hermana sospechosa afirmaba haber visto el cuerpo, Reséndiz escuchó que alguien decía en la planta alta:

A ver, chiquita, ahora cáete para atrás.

Al borde de la escalera había una niña vestida de luchadora de taekwondo, con casco, peto, espinilleras y antebrazos. Estaba amarrada de la cintura a un mecate que un agente sostenía como si la niña fuera una piñata viviente. Se trataba de la joven Jessica Matamoros, de ocho años, hija de la secretaria del presidente municipal. Su espíritu patriótico y el deseo del presidente de quedar bien con el gobernador la llevaron a participar en la reconstrucción de los hechos del crimen, haciendo el papel de la finada. El traje de taekwondo y el mecate eran medidas para prevenir lesiones. Jessica fue escogida entre cuatro candidatas ya que su peso y medidas eran los más parecidos a los de la víctima. A Jessica se le proporcionó una revista TvNotas y se le indicó que caminara hacia las escaleras desde la habitación de la occisa leyendo la publicación. Mientras Reséndiz contempló la escena, la niña sufrió cuatro caídas imprevistas, todas ellas antes de llegar a la escalera, pues Jessica no sabía leer muy bien y el esfuerzo sobrehumano de hacerlo mientras caminaba hacía corto circuito con los nervios responsables de la locomoción.

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