Blake E. Cohen - Yo te quiero más

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Para los
familiares,
la adicción puede resultar frustrante, desgarradora, agotadora e interminable. Puede provocarles
ataques de ira, dejarlos
postrados en la cama, bloqueados por una tristeza y una depresión que no saben cómo superar. Muy
pocas familias saben a dónde acudir en busca de
apoyo y orientación cuando enferma un hijo, padre o cónyuge. Blake escribió
'Yo te quiero más' para
ofrecer un enfoque distinto a las familias. Así,
combina sus experiencias personales y laborales, junto con
abundantes entrevistas, para
idear relatos de ficción en los que describe lo que tiene que soportar una familia cuando uno de sus miembros
lucha contra la adicción. Su
objetivo será doble:
combatir la estigmatización que rodea a las drogodependencias y sensibilizar a quienes desconocen el problema. La adicción es una enfermedad familiar, así que la
recuperación debe darse en
todos los afectados por ella.
Practicar el cuidado personal te ayudará a
alcanzar la estabilidad mental necesaria para
aceptar la realidad del momento, y
preservar tu propia cordura por el bien de tus otros familiares, tus amigos y tu futuro.

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—Vale, pues ya está todo —garantiza Josh—. He revisado cada etiqueta y no veo ni un solo medicamento que aparezca en la lista que nos enviaron. En cualquier caso, estoy bastante seguro de que lo tiraste todo a la basura la última vez que ingresó. Y sus médicos ya nos han cogido manía de la buena por la cantidad de veces que los has estado llamando para recordarles que es adicto.

Shelly dedica a su hijo de diecisiete años ese tipo de mirada glacial tan característica de las madres. No necesita más para obligarlo a que cierre el pico, deje los medicamentos en la encimera y saque el mando del bolsillo trasero mientras regresa al sofá. Antes de apuntar a la pantalla y pulsar el botón de play , Josh murmura en voz baja para sí mismo:

—Total, tampoco es que esta rehabilitación haya sido muy distinta de las dos anteriores. Papá es papá. No va a cambiar.

Shelly es la matriarca de la familia, la sólida piedra angular que evita que la casa se desmorone. Así que examina, frenética pero en silencio, los frascos de píldoras que Josh acaba de dejar en la cocina. Lee las etiquetas de cada frasco y las coteja con una lista impresa que ha titulado «Medicamentos que evitar durante la fase de recuperación temprana». Quiere asegurarse de que no se le escapa nada, aunque lo cierto es que ha memorizado la lista y reconoce casi todos los medicamentos, pues ya aparecían en las instrucciones que le facilitaron con el alta en el último centro de rehabilitación al que acudió su esposo.

—Ay, Dios, mis frascos de vitaminas. ¡Josh, no me has traído los frascos de vitaminas que tengo en el baño! —grita hacia la otra habitación.

Josh no puede disimular su desconcierto.

—¡Mamá, créeme: es imposible drogarse con vitamina C!

Shelly duda si contarle a su hijo que, un par de meses atrás, descubrió que su padre había escondido analgésicos en un frasco de multivitaminas. Tras una breve pausa, comprende que es mejor mantener en secreto según qué cosas.

—¡Josh, tráeme los puñeteros frascos y punto! —le ordena. En los últimos años, su estilo como madre ha consistido en hacer malabarismos entre sincerarse con su hijo respecto a la adicción del padre (con la esperanza de que eso lo disuada de emprender su propia «fase experimental») y salvar lo poco que queda de la relación paternofilial. A fin de cuentas, Roman sigue siendo el padre de Josh, y ella se niega a desbaratar las posibilidades de reconstruir la cercanía y confianza que en otro tiempo compartieron padre e hijo.

—Por el amor de Dios, mamá, tú y tus rarezas… Ya te llevo las dichosas vitaminas.

2

CONFORME EL TAXI de Roman se detiene en el camino de entrada, el perro yergue atento la cabeza y las orejas.

—¡Mierda, mierda…! ¡Ya ha llegado! —exclama Shelly, mientras recorre la habitación con la mirada en busca de cualquier detalle que haya podido descuidar durante los preparativos previos.

—Mamá, ¿te quieres relajar? Estás poniéndome de los nervios, y eso que ni ha entrado en casa todavía —comenta Josh.

El perro enloquece cuando oye el portazo en el vehículo, y se pone a arañar y gemir en la puerta principal anticipando la llegada de Roman.

—Me largo a mi habitación —anuncia Josh, levantándose del sofá para dirigirse al pasillo—. Que te diviertas fingiendo que no es la tercera vez que pasa por rehabilitación.

Cuando Shelly escucha la llave de Roman girando en la cerradura, el corazón le da un vuelco y una turbulenta oleada de pensamientos le inunda la mente. «¿De verdad esta vez será distinta?». «¿Y qué ocurre si no lo consigue? ¿Qué haremos entonces?». «No puedo permitir que Josh vuelva a pasar por esto». «No sobrevivirá a otra recaída». «No sobreviviremos a otra más». «No puedo poner la…».

El aluvión de pensamientos negativos se interrumpe abruptamente por algo que acaba de recordar: ¡cambió las cerraduras la semana pasada! Shelly se abalanza sobre la puerta para abrirla. Einstein sale para colmar a Roman con muestras de ese amor incondicional que solo los perros son capaces de ofrecer. Tras uno o dos minutos de carantoñas, la mascota regresa corriendo al interior. Roman avanza unos pocos pasos por el vestíbulo, inhalando profundamente por la nariz para embriagarse con los aromas hogareños que tan bien conoce.

Es entonces cuando posa los ojos en su esposa, de pie frente a él con los brazos cruzados e incapaz de disimular su inquietud.

—Hola, cariño —la saluda con voz suave.

Un tanto vacilante, Shelly acaba acercándose a Roman y pone las manos a ambos lados del rostro de él. Los ojos se le llenan de lágrimas cuando examina el cutis rejuvenecido y de aspecto saludable que presenta su esposo.

—Qué bien te veo —dice ella—. Vuelves a parecerte a mi Ro.

El primer impulso de Roman es deshacerse en disculpas por todo lo ocurrido antes de ingresar otra vez en rehabilitación, pero justo entonces se frena y decide limitarse a disfrutar de este momento con su esposa. Mientras la abraza, se da cuenta del inmenso daño emocional que su adicción les ha provocado a ella y a Josh. Por mucho que quiera explicarles que esta vez piensa tomarse la recuperación muy en serio, sabe que no lo van a creer. El único modo de probarles su buena disposición es con hechos, mostrándoles que sí está dispuesto a dedicar tiempo y esfuerzo a cambiar. Frases como «Lo siento» o «No volverá a suceder» ya han perdido todo significado en esta casa. Esta vez, tendrá que ganarse su confianza.

3

JOSH CIERRA la puerta de su habitación y pone los ojos en blanco cuando oye los gemidos de Einstein pidiéndole entrar. Se coloca unos auriculares, abre en el móvil la aplicación de mensajería e inicia una nueva conversación con su mejor amigo, Zach:

Josh:Adivina quién ha vuelto del manicomio…

Zach:Ja, ja, ja. ¡Qué pasa, chaval! Así que hoy el viejo regresa por la puerta grande.

Josh:Me quema mucho la situación, tío. Mi madre se comporta como si nada hubiera ocurrido. Cualquiera diría que algo le impide ver el marco roto de la puerta del patio que él destrozó hace dos meses al abrirla de una patada.

Zach:¡No jodas! ¡¡¿Aún no lo habéis reparado?!!

Josh:Ja, ja, ja. Como quien dice. Nuestro vecino vino a recolocarlo, pero sigue notándose que está hecho un puto estropicio.

Zach:¿Y ya os habéis visto? ¿Qué aspecto trae? ¿Ha intentado forzarte a rezar con él, como la última vez? Ja, ja, ja.

Josh:Qué va. Estoy en mi habitación y he cerrado la puerta cuando lo he oído llegar. Creo que ya está en casa. Fijo que mi madre está llorando. Ja, ja, ja.

Zach:¿Por qué llorando?

Josh:Y yo qué sé, tío.

Zach:Vale, tío. Suerte con eso. Me vuelvo al tajo antes de que mi jefe me dé otro toque.

Josh:Venga… Y gracias. Hasta luego, chaval.

—¡Josh, ven a saludar a tu padre! —lo llama Shelly desde la otra habitación.

Pero él finge no oírla y sube el volumen de la música. Niega con la cabeza y se echa a reír en voz baja:

—Gracias, pero no.

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