Estaba en el umbral de la biblioteca, observándome con una carpeta en la mano. Pensé que era un poco maleducado, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de cómo debía comportarse uno en esas circunstancias. ¿No era habitual que un agente inmobiliario saludara a un cliente? ¿O que se disculpara por el retraso?
—¿Lo ha leído? —Su voz volvió a hacerme vibrar.
—¿Qué?
—El libro que tiene en la mano. Las aventuras de Huckleberry Finn.
—Oh. Vaya… Sí. Creo que sí… En la escuela, hace muchos años.
Me estremecí cuando se acercó a mí al tiempo que me observaba con escepticismo, como si supiera que le había mentido. Me sentí inquieta. Sus ojos parecían de chocolate negro, eran de un oscuro color marrón. Y mientras me escudriñaban, los pezones se me erizaron.
—¿Por qué ha cogido ese libro en concreto?
—Por el lomo —contesté, con toda franqueza.
—¿El lomo?
—Sí. Es negro y rojo y combina bien con el resto de la sala. Destaca… Me ha llamado la atención.
Su boca se curvó en una ligera sonrisa, casi cínica, aunque no rio. Parecía que me estuviera estudiando. Su intensidad hacía que tuviera ganas de echar a correr. Mi idea alocada había quedado en un segundo plano. No se parecía en nada al hombre que había imaginado, el que había escrito aquella dulce nota azul.
No había venido para aquello.
—Bueno, al menos es sincera, supongo. —Ladeó la cabeza—. ¿No?
Para entonces, ya estaba sudando.
—¿Qué?
—Sincera.
Lo dijo como si me retara.
Me aclaré la garganta.
—Sí.
Se acercó y tomó el libro de mis manos. Sus dedos rozaron los míos y el ligero contacto fue electrizante. No pude evitar comprobar si llevaba una alianza en la mano izquierda; ni rastro del anillo.
—En su época, fue un libro polémico —dijo.
—Recuérdeme por qué.
«Recuérdeme». Como si alguna vez hubiera sabido la respuesta.
Reed pasó sus largos dedos por los demás libros de la estantería sin mirarme mientras respondía.
—Es una sátira de la sociedad sureña de finales del siglo xix, pero el enfoque del autor sobre el racismo y la esclavitud se interpretó de múltiples maneras. De ahí la polémica. —Por fin me miró—. Quizá no prestó atención cuando le explicaron en el colegio de qué trataba el libro.
Tragué saliva.
Mi primer descubrimiento acerca de Reed Eastwood fue que era un imbécil condescendiente.
Un imbécil condescendiente que tenía razón; no presté atención ese día.
Colocó el libro de nuevo en su sitio y me miró.
—¿Le gusta leer?
Cada pregunta que salía de su boca parecía un desafío.
—No. Antes… Leía novela romántica. Pero dejé de hacerlo.
Enarcó una ceja con actitud burlona.
—¿Novela romántica?
—Sí.
—Entonces, dígame, señorita Darling, ¿cómo es que alguien que no lee, aparte de alguna que otra novela romántica, se interesa por un ático que tiene una biblioteca que ocupa un cuarto de los metros cuadrados totales de la propiedad?
Solté lo primero que se me ocurrió. Cualquier cosa para evitar un silencio incómodo delante de aquel hombre.
—Creo que la biblioteca le añade carácter al apartamento. Estar rodeada de libros es muy sexy… Íntimo. No sé. Es algo que me parece sugerente.
«Dios, qué respuesta más estúpida».
Continuó observándome con mucha curiosidad, como si esperara que dijese algo más. Su mirada me incomodaba muchísimo, no solo porque estaba muy serio, sino también porque era sumamente atractivo . Tenía la raya del pelo peinada a un lado y, a diferencia del resto de su persona, no lucía perfecto. Una barba de tres días le cubría la mandíbula. Reed exudaba una energía peligrosa que contrastaba con su vestimenta, más bien formal. Algo en sus ojos me decía que no le costaría nada doblarme y darme una palmada en el trasero que sentiría durante varios días. Al menos, eso era lo que mi mente imaginaba.
Estar en aquella biblioteca, en silencio, y sometida a su potente mirada, me ponía nerviosa.
Finalmente dijo:
—¿Quiere que veamos el resto del ático?
—Sí, por favor. Para eso he venido.
—Claro —murmuró.
Suspiré de alivio, agradecida por el cambio de sala. La biblioteca empezaba a parecerme una mazmorra.
De espaldas, Reed era igual de impresionante. Observé la curva de su trasero moviéndose dentro de sus pantalones hechos a medida y traté de ignorar las imágenes sexuales que aparecieron en mi cabeza.
Me guio hasta una cocina enorme.
—Suelos de madera y, como ve, es una cocina gourmet, diseñada para un chef y reformada hace poco. Las encimeras son de granito y la isla central, de mármol. Los electrodomésticos son Bosch, de acero inoxidable. Todo de primeras marcas. Los armarios están hechos a medida y lacados en blanco. ¿Cocina usted, señorita Darling?
Me alisé el vestido negro hiperceñido que llevaba y contesté:
—De vez en cuando, sí.
—Estupendo. Bueno, pues dé una vuelta y, si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.
¿Había empezado a comportarse con normalidad? Mi pulso se relajó un poco.
Paseé por la gran cocina. Mis tacones repiqueteaban contra el suelo. Reed apoyó su musculoso antebrazo sobre la isla central y me siguió con la mirada mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Al parecer, la pausa en su intensidad había sido breve, porque volvía a generar ese campo eléctrico intangible.
Me obligué a dejar de mirarlo y asentí.
—Muy bonita.
—¿Alguna pregunta?
—No.
—¿Lista para la siguiente habitación?
—Sí.
La siguiente habitación era el dormitorio principal. Estaba en penumbra, pero la gran ventana de la estancia ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad y compensaba la semioscuridad.
—Este es el dormitorio principal. No deje de echar un vistazo al generoso vestidor. El baño adyacente tiene ducha de vapor, bañera con jacuzzi y suelos de mármol. Y como ve, la habitación tiene las mejores vistas del apartamento.
Me tomé mi tiempo, observándolo todo en un esfuerzo desesperado por parecer una compradora seria. Me siguió de cerca, y mi cuerpo se daba cuenta. Era como si tuviera una alarma íntima que detectaba su sexualidad y no me gustaba. No era un hombre amable ni dulce. No era Reed, al menos no era el Reed con el que había fantaseado. Se suponía que mi Reed iba a darme esperanza, pero el de verdad me dejaba sin aliento, lenta e implacablemente.
En cuanto hubimos recorrido el espacio del dormitorio, me miró y dijo:
—¿Alguna pregunta o comentario?
Debía poner fin a aquello. «Di algo».
—Creo que… Quizá sea demasiado grande para mí.
Se sentó en la cama y cruzó los brazos, con la carpeta todavía en la mano.
—Demasiado grande…
—Sí, creo que sería excesivo. Yo… Trabajo mucho. Y no tendría tiempo de disfrutar de un espacio como este.
Me miró con furia, visiblemente airado.
—Ah, ya. Las clases de surf para perros.
«¿Surf para perros?».
—¿Disculpe?
Señaló la carpeta con el índice.
—Su profesión. Rellenó su solicitud e incluyó su información personal y laboral. Parece un trabajo muy exigente: «Clases de surf para perros». ¿Cómo llega uno a tener esa profesión?
«Mierda. ¿Dónde me he metido?».
Llegados a este punto, era más fácil mentir que decir la verdad.
Empecé a balbucear tonterías:
—Como dice, es algo que requiere mucho tiempo y… compromiso. Se necesita mucha dedicación. Y mucha práctica.
—¿Y cómo se hace, exactamente?
«¿Que cómo se enseña a surfear a un perro? Ni puñetera idea».
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