Deslicé las yemas de los dedos por los vestidos a medida con un suspiro. Probablemente, las historias de esas prendas serían más interesantes. Novias eclécticas, con un espíritu demasiado libre para sus novios o futuros maridos aburridos. Mujeres fuertes que se enfrentaban a todo, que participaban en manifestaciones políticas, que sabían lo que querían.
Me detuve frente a un vestido blanco de corte en A, bordado con rosas de color rojo sangre. El corpiño también tenía detalles bordados en rojo. «Dejó a su novio banquero por su vecino, un artista francés, y se puso este vestido para casarse con Pierre».
Estas mujeres no necesitaban vestidos de diseño, porque sabían exactamente lo que querían y no les asustaba pedirlo. Seguían el dictado de su corazón. Sí, me daban envidia. Antes, yo era una de ellas.
En el fondo, era una chica echa a medida, así, con la falta ortográfica. ¿Cuándo había perdido mi independencia y me había vuelto una conformista? No había tenido los redaños de admitir lo que sentía ante la madre de Todd y, por ello, había terminado con aquel vestido de novia elegante y aburrido entre las manos.
Al llegar al último vestido de la sección, tuve que tomarme un momento.
«¡Plumas!».
Nunca había visto unas tan hermosas. El vestido no era blanco, sino de un rosa pálido. Era el vestido perfecto. Justo el que habría escogido si hubiera elegido uno echo a medida. No era un vestido cualquiera, era el vestido. Sin tirantes, con una ligera curva en el escote, del que brotaban plumas más pequeñas y discretas. Un bordado en encaje precioso cubría el corpiño y la falda era divina, ceñida en la zona de los muslos y con vuelo a partir de las rodillas, hasta el dobladillo. Y la parte inferior era un crescendo de plumas. Este vestido cantaba. Era mágico.
Una de las mujeres del mostrador se fijó en que lo observaba.
—¿Puedo probármelo?
Asintió y me acompañó al vestidor de la parte de atrás.
Me desnudé y me puse el vestido con mucho cuidado. Por desgracia, el vestido de mis sueños era demasiado pequeño para mí. Aquel era el resultado de utilizar la comida como una vía de escape emocional.
Me limité a no subir la cremallera y a admirar mi reflejo en el espejo. Así. Así no tenía el aspecto de una mujer de veintisiete años que acababa de romper con su prometido porque este le ponía los cuernos. No parecía alguien que se veía obligada a vender su vestido de novia para dejar de comer ramen dos veces al día.
Aquel vestido me hacía sentir como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. No quería quitármelo, pero empezaba a sudar, y no podía estropearlo.
Antes de desvestirme, contemplé por última vez la imagen del espejo y me presenté a la persona imaginaria que admiraba a mi nuevo yo.
Permanecí de pie con los brazos en jarra, llena de confianza, y me dije: «Hola, soy Charlotte Darling». Rompí a reír porque sonaba como una presentadora de televisión.
Después de quitarme el vestido, reparé en algo de color azul en el interior. Era un trozo de papel, prendido al forro.
«Algo prestado, algo azul, algo viejo y algo nuevo». Ese era el dicho, ¿no? ¿O era al revés?
Se me ocurrió que quizá aquello fuera ese «algo azul».
Me acerqué el vestido para leer la nota. En el papel estaba grabado «De la oficina de Reed Eastwood». Acaricié las letras mientras la leía.
Para Allison:
«Ella dijo: “Perdóname por ser una soñadora”, y él le tomó la mano y respondió: “Perdóname por no estar aquí antes para soñar contigo”». (J. Iron Word)
Gracias por hacer todos mis sueños realidad.
Te quiere,
Reed
El corazón me latía con fuerza. Aquello era probablemente lo más romántico que había leído jamás. Ni siquiera podía imaginar cómo había terminado aquel vestido allí. ¿Cómo era posible que una mujer en su sano juicio renunciara a un sentimiento tan poderoso? Si antes ya me parecía que el vestido era perfecto, ahora simplemente lo era todo para mí.
Reed Eastwood la había amado. «Ay, no». Esperaba que Allison no hubiera muerto. Porque un hombre capaz de escribir algo así no deja de querer a la mujer a la que le ha declarado su amor.
La dependienta me llamó desde el otro lado de la cortina.
—¿Todo bien?
Corrí la cortina y la miré.
—Sí, sí. Es que me he enamorado de este vestido, la verdad. ¿Sabe ya cuánto podría pagarme por el Marchesa?
Negó con la cabeza.
—No damos dinero. Solo vales para otros vestidos.
«Mierda».
El dinero me hacía falta de verdad.
Señalé el vestido de plumas.
—¿Cuánto costaría este?
—Podríamos intercambiarlo por el Marchesa.
Resultaba tentador. Aquel vestido era como un tótem para mí, sentía que las palabras de la nota las podría haber escrito mi prometido perfecto. No quería imaginarme la historia del vestido. Quería vivirla, crear mi propia historia con él. Quizá no en aquel momento, pero algún día, en el futuro. Quería un hombre que me valorase, que quisiera compartir mis sueños y que me amase incondicionalmente. Quería un hombre que me escribiese una nota como aquella.
Ese vestido tenía que estar en mi armario para recordarme cada día que el amor verdadero existía.
Así que las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera cambiar de opinión.
—Me lo quedo.
Dos meses más tarde
Tenía que dar un buen repaso a mi currículum. Después de navegar durante dos horas en busca de ofertas de trabajo, comprendí que debía exagerar un poco mis habilidades.
El empleo temporal de mierda que acababa de terminar hoy podía convertirse en experiencia en administración. Al menos, quedaría bien sobre el papel. Abrí el documento Word de mi lamentable currículum y añadí el puesto: «Asistente jurídica».
Rath y Asociados. El nombre le iba de perlas. David Rath, el abogado para el cual acababa de trabajar durante un mes, era una mezcla de rata y de hombre. Después de teclear las fechas y la dirección, me recliné en la silla y pensé en qué más podía añadir en el apartado de experiencia. ¿Qué más había aprendido con ese imbécil?
«Veamos». Me llevé el dedo índice a la barbilla. «¿Qué he hecho durante toda la semana para la rata?». Mmm. Ayer aparté sus babosas manos de mi trasero mientras amenazaba con denunciarlo al Gremio de Abogados. Sí, eso debería aparecer en el currículum. Tecleé:
Acostumbrada a trabajar en un entorno con presión y a la multitarea.
El martes, la rata me enseñó a cambiar la fecha del sello para que Hacienda pensara que su cheque atrasado del pago de los impuestos no había llegado a tiempo y, así, evitar el recargo. «Genial». También podía utilizarlo.
Me encanta trabajar en proyectos con entregas contrarreloj.
La semana pasada, me envío a La Perla para comprar dos regalos, algo bonito para el cumpleaños de su mujer y algo sexy para una «amiga especial». Es posible que también cayera algo para mí. Dios sabe que ahora mismo no puedo permitirme un tanga de treinta y ocho dólares.
Excelente ética laboral y comprometida con los proyectos de especial importancia.
Tras añadir unas cuantas habilidades más envueltas en retórica empresarial —todo mentira—, envié el currículum a una docena de agencias de trabajo temporal y me recompensé con una copa de vino llena hasta arriba.
Qué vida más emocionante, la mía. «Soy una soltera de veintisiete años en Nueva York que va en chándal y camiseta un viernes por la noche, y apenas son las ocho de la tarde». Pero no tenía ganas de salir. Ni de gastarme los dieciséis dólares que costaría cada martini en los elegantes bares donde hombres como Todd visten trajes carísimos para ocultar que son unos depredadores. Así que, en lugar de eso, abrí Facebook y decidí curiosear las páginas de aquellos que sí tenían vidas o que, al menos, se dedicaban a exhibirlas en redes sociales.
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