Teresa Solbes - La venganza, placer de los dioses

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Corre el año de 1936 en Barcelona, España. Soledad queda, como muchas otras personas, en medio de la guerra entre nacionales y anarquistas. Al tratar de huir a Francia, ella y su marido, sufren un accidente y él es encarcelado, pero dado que no militó, hay muchas probabilidades de que lo indulten. Mientras espera, ella trata de mantener una vida unida con sus tres hijos, tiene un trabajo y los domingos van a la ópera.
Una de esas tardes de ópera, una voz, muy parecida a la de su hijo, grita ¡fuego! Y se desata la desbandada de personas que buscan la salida. Horas después, entre escombros y cadáveres, encuentra a sus hijas muertas. El muchacho no está en ningún lado.
Esto quiebra a la mujer, pero se sostiene de la esperanza del indulto a su marido. Un viejo conocido que tiene un alto cargo en la milicia le comunica que es un hecho, Sebastián saldrá libre. Y sí, llega el telegrama que notifica la fecha, pero horas antes, se presentan un par de elementos de la guardia civil a notificarle que su marido fue fusilado el día anterior y que sus restos están en el cementerio de Montjuic.
Soledad pasa por la desesperación, la negación y el desánimo hasta sumirse en la depresión. El mismo conocido le informa que alguien hizo un cambio de nombres en la lista y después de un rato suelta un nombre. A partir de ese momento, Soledad revive para buscar venganza .

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No se equivocó, el presentimiento del accidente se hizo realidad: la moto les causó la ruina. Ella lo intuía y siempre se lo dijo, sin embargo él nunca la escuchó, y no podía ser de otra manera porque para Sebastián las motos eran su pasión.

—Por eso fue que, siendo cadete aún, decidió inscribirse al Cuerpo de la Policía Motorizada y no a otro —contesta Soledad siempre que alguien le habla sobre tal asunto— Sebastián es muy cuidadoso en cuanto a ese tema de la moto, a la hora de guardarla en casa, por lo general al anochecer, la sujeta con una cadena resistente que hay al fondo del patio cerciorándose de que el candado que la fija esté bien cerrado, sobre todo para evitar accidentes con los chicos; hay que vigilar al mayor, que recién cumplidos los trece años se cree con la suficiente destreza como para subirse al vehículo y tomar carretera.

Las mañanas de los sábados, cuando él no estaba de servicio, las consagraba a sus hijos, los llevaba de paseo. Cosa que a Soledad le venía bien, reconocía que así iban a hacer lo que les apeteciera sin temer las amonestaciones de mamá: que no corráis. Isamar, no te subas a los árboles. No bajéis los escalones del parque tan deprisa. No beber con la boca pegada al grifo, aunque se trate de la Font del Gat, los microbios caminan y contagian. Con tanto sermón la madre comprendía que terminaba por quitarle encanto al paseo. Ella es de las personas convencidas de que a Montjuïc hay que ir sin nervios ni prisas, y los empujaba cariñosa:

—Ir, iros a pasear que mañana domingo asistiremos los cinco al teatro.

Así, entre risas y alborotos, se despedían de la madre los cuatro cómplices, mientras esta, asomada al balcón, les decía adiós con la mano. Cualquier vecino podía observar tal escena muchos sábados por la mañana.

Pero esos fueron otros tiempos, los que corren ahora son otra cosa. Soledad piensa que el diablo anda suelto; todos los días las noticias hablan sobre lo mismo: atropellos y muerte, hambre, corrupción y prepotencias de mandamases, injusticias; ¡en fin!, hay que tirar para adelante. Además, dentro de lo que cabe, no puede quejarse, su marido se encuentra vivo y con muchas posibilidades de que lo indulten pronto; al menos esas son las últimas informaciones que le hizo llegar el amigo a través del mensajero que va siempre. No le extrañó en ningún momento que no fuera Simón el que le diera las noticias, bien por teléfono, bien acercándose a la casa. Está convencida de que es un hombre de múltiples compromisos. Lo que no llega a imaginar es que a este nada le importa la angustia de Soledad, todos los avisos que le hace llegar son mentira. De esa forma tan sencilla evita que ella lo visite, o se le cuelgue del auricular con aquellas ridículas lágrimas: santo y seña de la debilidad femenina.

Qué fastidio. Bastante hice con decirle en qué prisión tenían a ese rojo de mierda . Eso es lo que piensa Simón; ella, mientras tanto, logra algo de sosiego reconociendo que su situación no es tan precaria. Dentro de la negrura que tapa a media España, Soledad ve la luz; obtuvo trabajo en una academia para señoritas de familias adineradas. Ahí se las prepara para ser buenas esposas e inmejorables amas de casa. Entre labores y organización del hogar aprenden francés, literatura, filosofía, historia del arte; esa es precisamente la asignatura que imparte Soledad de lunes a sábado, todas las mañanas, las tardes por lo general, son para ella.

Dentro de las costumbres que la madre conserva, está la de llevar al teatro a sus chiquillos los domingos, aunque con muchos esfuerzos, porque las localidades para ir a disfrutar cualquier espectáculo cuestan caras.

—Todo sea por la cultura, por enseñarles a mis hijos que existen otros mundos, que soñar estira la imaginación y ensancha el espíritu —se enfrenta a quienes metiéndose donde no se les llama, le reprochan tal gasto.

Sentada ahí, en la pequeña plaza, Soledad recuerda aquellas charlas interminables con Amada cuando esta y la compañía de ballet a la que pertenece descansaban de sus giras; tardes largas tomando café mientras revisaban en casa de la maestra los trabajos de la Academia para la Mujer Moderna donde Soledad laboraba.

—La vida en el Paralelo es insólita. Solían decirse asombradas, no entendían muy bien cómo era que en esa parte de la ciudad todo continuara como si nada…

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