Úna Fingal - La princesa de Whitechapel

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La princesa de Whitechapel: краткое содержание, описание и аннотация

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En el Londres victoriano, Mackenzie Burton, apodada la princesa de Whitechapel, por sus ropajes y collares, es una joven que ha sobrevivido en el mundo gracias al pillaje, su astucia y a la banda de Dylan de la que forma parte. Pero un día la fortuna deja de sonreírle y debe huir de Londres para evitar que su sentencia a muerte se cumpla.
Deambulando sola por los caminos, Lady Danford la confunde con una dama asaltada al ver sus collares y harapos. El encuentro fortuito, dará pie a hacerse pasar por una rica heredera, que deberá casarse con el conde Gleastard, el hermano de Lady Danford, un hombre mayor que vive alejado en el solitario condado de Clare, en Wildwood Towers.
Cuando Mackenzie llega a la mansión amurallada sobre los acantilados, intenta huir de una boda que no desea, es entonces cuando se cruza en su vida Trevor Coverdale. El intenso encuentro, dará pie a una atracción inesperada.
Llegados a este punto ¿Podrá Mackenzie librarse del matrimonio impuesto? ¿Será Trevor lo que aparenta? ¿Habrá un final feliz para la princesa de Whitechapel? Descúbrelo en esta trepidante novela de amor y aventuras de la mano de Úna Fingal.

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Ahora Jane ya no era Jane y por eso era la señorita Mackenzie Burton. Vestida de elegante terciopelo tostado como la arena del desierto bajo una fina muselina de encaje marfil, unos delicados lazos de seda ribeteaban su silueta hasta alcanzar el polisón. Graciosos bucles recogían su cabello y un sombrerito floral coronaba el tocado. Pensaba que, por capricho de esa caprichosa vida, ahora era más princesa que nunca. Dos perlas en forma de lágrima colgaban de sus orejas y un relicario de plata de su fino y blanco cuello de cisne. Ningún anillo rodeaba ninguno de sus dedos ya. En cuanto a su sonriente acompañante, lady Danford, un vestido de tafetán verde listado de blanco en los costados iluminaba su agraciado rostro y su negro cabello recogido bajo un sombrerito de pequeña copa y muchas flores, le daba el toque perfecto a la gran dama que era.

Embelesada por el aura melancólica de cada arbusto, cada riachuelo y cada nube, su mente corrió de modo inevitable en pos de una cancioncilla que nunca entendió del todo, tarareada a cambio de una pinta por el pianista irlandés de la taberna de Baker Street en la que solían reunirse. Era exactamente así y eso, el paisaje era canción…

«Desearía estar en Carrickfergus, solo por las noches en Ballygrand, nadaría sobre el océano más profundo, para encontrar a mi amor, pero tampoco tengo alas para volar. Si pudiera encontrarme un guapo barquero, para junto a mi amor dejarnos por él llevar…». Decía la canción, o algo así, más o menos.

—¿Conoces una canción de mi tierra? —se animó la baronesa.

La princesa de Whitechapel le lanzó una mirada atravesada de ceja levantada:

—En los tugurios de Whitechapel no es difícil encontrar un borracho irlandés que te la enseñe.

—Madre mía —se indignó la mujer—, ¿quién te ha enseñado a tener tantos prejuicios? ¿Qué te ha ocurrido en la vida, criatura, para que así sea?

—Sabe que digo la verdad, hablo de lo que conozco.

—No es necesario ser irlandés para ser un borracho. Ya lo aprenderás.

La ahora, señorita Mackenzie, miró hacia otro lado mientras que lady Danford no retiraba la suya ceñuda de ella. Es más, ni pestañeaba siquiera. Aún iba a añadir algo, pero viendo el desinterés de la joven acabó por farfullar como si masticara sus propias palabras:

—Ya aprenderás, niña, aprenderás todo lo que yo te enseñe. Voy a domesticarte, aunque sea lo último que haga. Ya lo creo.

El coche traqueteaba con la placidez del trote de los caballos y la baronesa se arrellanó y alzó la voz, esta vez para que la chica la oyera con claridad:

—Recuerda permanecer callada hasta lo inevitable. Yo hablaré por ti cuando se requiera y me sea posible. Lord Gleastard suele ausentarse con frecuencia. Aprovecharemos tales periodos para convertirte en una auténtica dama.

La aludida le echó una mirada soberbia para volver inmediatamente a la ventana, se levantó la falda y metió la mano entre las piernas, tal vez se rascaba los muslos o el interior de las calzas, la horrorizada baronesa no podía ni quería saberlo.

—Unas por tanto y otras por tan poco… Pero, lo conseguiremos —se reafirmó con el puño sobre su regazo y los labios fruncidos.

El coche avanzaba con su plácido y monótono zarandeo mientras los ojos de Mackenzie veían aparecer para volver a quedar atrás, toda clase de montes y terraplenes, alguna casa, algún bosque, el sol en lo alto, el sol en lo bajo… A pesar de ello, su mente veía otra cosa. Su mente recordaba las escenas ocurridas tras encontrar el accidente. Todo sucedió tan rápido que aún ahora no comprendía cómo había podido verse arrastrada por aquella situación, y por qué no había salido corriendo en dirección contraria. ¿Sería que le había apetecido la estrambótica y desesperada propuesta de la baronesa? Eso debía ser, porque ahora iba a poder ver la vida desde el otro lado de la ventana, donde siempre crepitaba el fuego en el hogar, no faltaba comida en la mesa ni abrigo para tapar los hombros y los pies.

La baronesa había estallado en un llanto desconsolado y nervioso al verla. Con la caída de la noche corrieron campo a través en pos de refugio hasta dar con una parroquia. La princesa de Whitechapel, experta en tales lides, tomó la iniciativa y la mano de la apurada dama, y corrió por donde la llevaba su instinto. Pronto una luz le dio la razón y alcanzaron las primeras tumbas que rodeaban la pequeña iglesia. Anexa a ella, la casa de la cual emanaba la luz que había sido su faro. La princesa decidió entrar en el templo.

—¿No pedimos ayuda en la casa? —objetó la baronesa.

La joven dudó un breve instante.

—No —respondió al fin—. Mañana, al alba.

Dispuestas a entrar en el recinto sagrado, empujaron la noble puerta de madera para topar con el corpulento hombre que surgía de su interior.

—Buenas noches. Bienvenidas a la casa del Señor, ¿puedo ayudarlas en algo?

—Venimos a rezar —saltó la princesa.

Parecía una burla, pero no lo era, así que el hombre abrió la boca, desconcertado. Ahora fue la baronesa quien se hizo cargo de la situación:

—Deduzco que es usted el párroco, me presentaré. Soy la baronesa viuda de Danford, y mi acompañante es la señorita Mackenzie Burton, mi futura cuñada, porque en efecto, va a casarse con mi hermano, lord Gleastard, que nos espera en Irlanda impaciente, a donde nos dirigíamos. De hecho, nos dirigíamos a Liverpool para embarcarnos en el ferry , pero fuimos salvajemente asaltadas en el cruce de, bueno salvajemente asaltadas y robadas, mataron al cochero y a la sirvienta y hemos llegado aquí, al ver la luz, en busca de su auxilio.

Solo entonces respiró para tragar saliva y tomar aire, mientras su joven acompañante la observaba con la boca abierta por completo y los ojos redondos como enormes platos. ¡Vaya con la baronesa que había soltado aquella parrafada de corrido y con voz tan alta que chirriaban los oídos! Ella guardó un silencio cómplice porque estaba alucinada y era incapaz de pensar nada a raíz del barullo mental provocado por la gran dama.

—Por supuesto, señoras mías —reaccionó el hombre de Dios—. Sírvanse disponer de mi casa como gusten. Mi esposa y yo estaremos encantados de cobijarlas y cubrir todas sus necesidades tanto tiempo como sea necesario. Pasen, pasen a calentarse junto al hogar. Tomarán un buen tazón de sopa, deben estar hambrientas. Yo soy el reverendo Thomas, Rudger Thomas. Y están a salvo en mi modesta parroquia de St James Bridge.

Sus palabras se perdieron en el interior de la casita, tras la puerta cerrada con un golpe firme y suave. Y la noche quedó fuera, sola, profunda, interminable.

La señora Thomas acomodó a sus inesperadas invitadas en una linda habitación de la buhardilla. Las reconfortó una vez más tomando sus manos entre las suyas e insistió en que la llamaran si necesitaban cualquier cosa, lo que fuere. Cerró la puerta de modo suave y celestial al salir, y dejó tras ella una inmensa estela de bondad. A la princesa le pareció que había estado en manos de los mismísimos ángeles.

—Qué buena alma —observó para sorpresa de la baronesa, que jamás hubiera esperado una apreciación de tamaña compasión proveniente de aquella feroz muchacha.

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