—¿Cómo puede estar tan segura de que es una dama, lady Danford? Yo no veo más que una vagabunda. —Y arrugó la nariz para poner de manifiesto la gran repugnancia que sentía.
Winifred le respondió impaciente:
—Solo tiene que mirar su anular para ver el anillo de zafiros.
La joven respondió con otro mohín desdeñoso:
—No tiene sentido, si hubiese sido víctima de un asalto se lo habrían robado.
«Estúpida», pensó la baronesa. Sin embargo, objetó el argumento de su pupila con tanta amabilidad como le permitía su paciencia en ese momento, que no era mucha:
—Podríamos pensar que no han podido sacarlo o que se ha librado porque los asaltantes han huido, ¿cómo voy a saberlo?
—Pero le hubieran cortado el dedo, ¿por qué no lo piensa?
Winifred la miró a través de sus ojos claros de garza, cual institutriz dispuesta a soltar la reprimenda, y en verdad que su tono sonó igual:
—Jovencita, creo que ha leído demasiadas novelas románticas.
La joven señorita Mackenzie Burton se encogió de hombros, sacó un impoluto pañuelo de encaje de alguna parte de su satinada manga burdeos y dio rienda suelta a una irritante serie ilimitada de estornudos pequeños y medio contenidos y desde luego sin ningún sentido.
Y fue entonces cuando el carácter irlandés de Winifred se manifestó a través de sus astutos ojos y por su boca sin represión ni recato:
— Miss Burton, si no es capaz de mostrar la más mínima compasión ante nada, me temo que no podré ayudarla en su matrimonio con mi hermano.
—¿Qué insinúa?
—Querida, no insinúo nada. Lo afirmo. Cuídese de no… Contrariarlo.
—No comprendo…
—Ya lo hará —respondió la baronesa pensando que aquella damisela era tonta de remate e iba a decepcionar terriblemente a su inminente esposo—. Esperemos que no sea en modo violento —farfulló en un murmullo.
—¿Qué? —preguntó la señorita Burton, que no la había entendido.
Sin embargo, la baronesa Danford ni le respondió ni la escuchó porque trataba de despertar a la desconocida con unas sales extraídas de su bolso. La muchacha musitaba alguna cosa ininteligible y agitada, ladeaba la cabeza. Hasta que la insistencia de la baronesa dio sus frutos y la joven abrió aquellos inmensos ojos. Los fijó en los de la baronesa y la sorprendió al agarrarla por la pechera hasta zarandearla, a pesar de sus escasas fuerzas. Lady Winifred Danford se desprendió con gesto firme.
—Tranquila, querida. Solo queremos ayudarla. Pararemos en la próxima posada, comeremos, beberemos y usted se recuperará. ¿Cuántos días hace que no toma una comida en condiciones?
—No lo sé —murmuró Jane.
—Apenas puedo entenderla con ese hilo de voz, pero no se preocupe, cuando se reanime podrá contarnos su desventura.
La señorita Burton estornudó tres veces seguidas con la cabeza vuelta hacia el ventanuco. Un peculiar momento en el que si las miradas matasen hubiese caído fulminada ante la que lady Danford le dedicó, tan solo un breve instante. Enseguida volvió a interesarse por la desventurada muchacha desfallecida sobre el asiento.
—Vamos a ver, tome un poquito de agua, le hará bien. —La baronesa sostuvo su cabeza mientras le ponía una cantimplora en los labios.
Jane bebió con la ansiedad propia del deshidratado, bebió hasta atragantarse y entonces ladeó la cabeza y vació con estertor y violencia todo el contenido de su estómago, que no era más que bilis. La señorita Burton se tapó con el pañuelo su nariz arrugada, y lady Danfort no logró apartarse a tiempo.
—Qué desastre, Dios mío. —Sacudía los brazos en un gesto inútil ante su falda salpicada—. Mi pobre traje de viaje favorito.
—Usté pe’done, no m’encuentro mu bien.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la señorita Burton sin mirar y sin retirar el pañuelo de su arrugada nariz.
—Yo tampoco la he entendido —respondió la baronesa y se dirigió a la joven—. ¿Cómo dice, querida?
Jane la miró con ganas de darle un par de recados de sus manos en cada mejilla, pero se sentía demasiado débil para imaginarlo siquiera, solo podía pensar en cómo escapar de aquellas entrometidas, pero en aquel momento parecía una idea muy lejana y sintió pereza hasta de pestañear. Hizo un ademán con la mano para que la olvidaran y volvió la cabeza al otro lado.
—Es el desfallecimiento, seguro —afirmó convencida la baronesa.
—O el habla cockney de los barrios bajos de Londres, lo cual significaría que estoy en lo cierto y usted no, querida lady Danford —le rebatió altiva la joven dama empeñada en seguir mirando por su lado del ventanuco.
En un gesto muy suyo, lady Winifred Danford se arremangó los faldones con los puños en las caderas y frunció ceño y labios. Así mismo miró a la señorita Burton. Se dirigió a la ventana y corrió la cortina con furia, le dedicó otra mirada, y volvió junto a Jane.
— Cockney —farfulló escéptica.
Mackenzie Burton ya no se atrevió a abrir más su boquita de piñón. Sin embargo, Jane estaba atenta y se determinó a no descuidarse de nuevo, en lo sucesivo tendría cuidado de no dejarse llevar por el particular acento de su principado . Aunque en el hospicio se lo quitaban a escobazos, el instinto obraba de otra manera y si no quería dejar pistas sobre su procedencia sería mejor no bajar la guardia.
El cochero se desvió hacia la izquierda para tomar un camino secundario. Un sendero angosto por el que era preciso transitar despacio, debido al azote constante del ramaje a ambos lados y lo empinado de la cuesta. Además, pedruscos desprendidos de la ladera, sembraban el piso y resultaba bastante peligroso.
—Por qué se habrá metido por aquí —protestaba la señorita Burton.
—Imagino que no tardaremos en llegar a algún lugar en el que refrescarnos y llenar la panza bien llena. Estoy tan hambrienta que podría comerme cualquier cosa, aunque no sea apetitosa.
La señorita Burton la miró escandalizada:
—¡ Lady Danford!
—Pronto seremos cuñadas y espero que podamos apearnos del enojoso tratamiento.
—¡ Lady Danford!
—¿Qué, niña? Puede preguntarlo.
—¿El qué?
—Que si todos los irlandeses somos igual de asilvestrados. Pues sí, probablemente en mayor o menor medida. Está en nuestras raíces, así que… Más le valdrá acostumbrarse.
Los ojos de la joven señorita Burton se redondearon como enormes fuentes con pavo, ¿qué más le quedaba por descubrir? Entonces notaron que el coche se detenía, al mirar se vieron ante El roble centenario.
—¡Qué bien, ya era hora! —exclamó feliz la baronesa con un ágil salto al exterior—. Parece un refugio muy agradable.
—Lo es.
Oyó que afirmaba una voz a su espalda. Al acercarse vio al posadero, un hombre de mediana edad, mediana estatura y medio calvo, que se acercaba frotándose las manos, para ayudar.
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