Transcurrieron unos momentos en absoluto silencio en el que los pensamientos de cada una eran acompañados tan solo por el sonido del galopar de los caballos y el traqueteo de enganches y carrocería. Fue la baronesa quien lo interrumpió al tomar de nuevo la palabra:
—No puedo creer que llamen viejo a mi hermano. Resulta simplemente estúpido, porque como se puede ver yo no soy ninguna anciana, y soy mayor que él, y no os importa cuánto. Soy mayor que él y ya veis mi figura, y todavía tengo pretendientes. Y los tenía en vida de mi pobre Horace. Me llevaba veinte años también, y a pesar de eso nuestro matrimonio fue muy feliz. ¿Y qué os pensáis? Yo tenía dieciséis años cuando me casé. Más joven que vosotras, y todo fue bien. Todo fue bien, excepto porque no llegamos a tener hijos. Pero jamás me reprochó nada y siempre me adoró. Nos quisimos mucho. En cambio, a vosotras casi se os pasa el arroz, no querréis ser unas venerables solteronas, ¿verdad?
La señorita Burton evitó el contacto visual, no así Jane, que no apartaba aquellos ojos que lo llenaban todo, de la baronesa. Tal vez empatizara de alguna manera con ella, porque le preguntó:
—Entonces, su matrimonio fue por amor… ¿Qué tenía para que se fijara en él? O ¿cómo la conquistó?
—Nada de eso, aprendimos a amarnos con el tiempo… Yo tampoco le conocía cuando me entregaron en su casa. Y también fui a mi boda con un completo desconocido, con muchos miedos. Pese a ello, pronto comprendí, que nunca debí tenerlos.
Jane pareció desilusionada.
—A mí, Dylan me atrapó con un pastel de membrillo y un ramo de flores arrancadas por ahí…
—¿Dylan? —se sorprendió la baronesa.
—¿Quién es Dylan? —se interesó vivamente la señorita Burton.
—Nadie. Está muerto.
Las damas se tragaron su propio murmullo de estupor, y tras unos segundos de indecisión, la baronesa recondujo la conversación:
—Cuando dice «me atrapó con un pastel de membrillo y un ramo de flores…», en realidad quiere decir que ese muchacho se le declaró, ¿verdad? ¿O se trataba de un acto de seducción? Es preciso tener el máximo cuidado con los seductores, porque si no, luego suceden tragedias.
Jane la miró confusa.
—Yo qué sé. Fue para llevarme al catre.
La señorita Burton enrojeció como si se hubiese tragado un campo de amapolas entero, en cuanto a la baronesa, quedó presa de un súbito ataque de algo parecido a una tosferina salvaje. La mujer, sacó del bolso un pequeño frasco labrado con motivos florales, cuyo contenido era un líquido ocre. Bebió sin reparo tras lo cual les ofreció a las jóvenes. Mackenzie Burton rehusó, pero Jane cogió el frasquito y se dispensó, lo que ella definió, como un buen lingotazo. Soltó unas risas de colocada y devolvió el frasco a su anfitriona desafiándola desde lo más profundo de su felina mirada. Y añadió:
—Follábamos como conejos. Qué gusto…
Las damas se miraron perplejas y horrorizadas.
—Así que es una perdida, acerté —murmuró la señorita Burton.
—Criatura —fue capaz de decir al fin la baronesa tras un suspiro—, ¿nadie le enseñó a guardar sus secretos de alcoba?
Jane se encogió de hombros y soltó una pedorreta. La baronesa la contempló desde un principio de decepción, mientras pensaba que tal vez no iba a servirle ni como criada.
—¡Exacto! —exclamó con energía la señorita Burton—. ¡Y es más! ¡Las alcobas ni siquiera deberían existir!
—¿Con qué me sale ahora, miss Burton? ¿Qué clase de proclama absurda es esa? —se enfadó la baronesa.
La aludida, bajó la mirada avergonzada y no dijo nada.
—Pues que no quiere follar la chica, ya ves tú qué misterio.
—¡Señorita Red! En lo sucesivo, absténgase de pronunciarse en tal modo ante mí. Guárdese sus obscenidades para las tabernas. Por Dios, creí que era usted decente.
¿Y por qué no iba a ser ella decente? ¿Quién se había creído aquella bruja que era? Jane se sintió vivamente insultada y en un ataque de furia abrió la portezuela, sacó medio cuerpo y le pidió al cochero que parase. La baronesa, asustada, tiró de ella hacia dentro. El cochero voceó para saber qué debía hacer. Lady Danford consiguió sentar a la joven, pero ella reaccionó con rapidez y la agarró por la pechera.
—Ordene al cochero que pare, yo me bajo, ustedes siguen su camino y santas pascuas… ¡Hágalo o la tiro!
—Pero si no hemos llegado a Anfield —titubeó la dama.
—Y quién quiere ir a Anfield, nadie me espera allí. No tengo ninguna prima. Se empeñó usted solita. Pare el coche, déjeme bajar y olvídeme.
Lady Danford dio la orden al cochero a voz en grito. Al poco, el coche se detuvo y solo entonces Jane soltó a la mujer, dejándola como un guiñapo sobre el asiento.
—Yo soy la princesa de Whitechapel, no necesito su puta caridad ni la de nadie. —Y abandonó el coche con la nariz apuntando más allá del cielo, como una auténtica y arrogante gran dama.
«Continúe».
Dentro del coche, las señoras escucharon su voz dando la orden al cochero, y sintieron las voces del cochero a los caballos, y los cascos de los animales al arrancar, y el chirriar de las ruedas… Mientras, veían a aquella desagradecida princesa cada vez más lejana y difusa en el fondo borroso del camino.
Recorridas escasas millas al trote, la baronesa observó que se desviaban del camino principal y tras bordear una pendiente se internaban en una zona boscosa y umbría. Inquieta, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó al cochero:
—¿Es este el camino habitual?
—¿Cuál sería, si no? —respondió el hombre con fastidio.
La señorita Burton comprobó de soslayo cómo su compañera de viaje volvía a entrar la mitad del cuerpo con gesto contrariado, se arrellanaba en el asiento, tiraba de faldones y mangas para deshacer arrugas inexistentes, se atusaba el peinado y al fin, tras un suspiro, posaba su vista en ella y observaba sin recato ni apuro cómo trataba de leer su viejo breviario, algo en lo que le resultaba imposible concentrarse.
—Los dichos de los santos son buen refugio para las almas piadosas.
Comentó la baronesa por comentar algo. La joven guardó el librito definitivamente, suspiró y se encaró con su futura cuñada:
— Lady Danford, vivo abrumada por infinitas dudas. Usted sabe cómo le imploré a mi tío que rompiera este compromiso hasta en su lecho de muerte, cómo le supliqué que me liberara de él. Sin resultado. —Ladeó la cabeza acongojada.
La baronesa asentía débilmente.
—Lo lamento tanto, querida —le dijo.
—Era y es tanta mi desesperación que incluso escribí una carta a lord Gleastard, exponiéndole mis motivos y rogando de su compasión que tuviese a bien ser él quien rompiera, pero…
—Lo sé, pequeña…
La señorita Burton alzó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas:
—Jamás respondió. Yo…
—Lord Gleastard puede parecer un poco obtuso en ocasiones…
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