—… Yo —prosiguió la joven desde donde lo había dejado, solo pendiente de sus propios pensamientos—, había prometido consagrar mi vida al Señor, tomar los votos y dedicar mi vida a la oración y el servicio a mis semejantes. Solo quería ser sierva y esposa de Dios.
La baronesa la contemplaba afligida, no sabía qué podía decirle, ni era capaz de encontrar ninguna palabra adecuada. Suspiró, y la tomó de las manos con el ánimo de reconfortarla. Entonces sintieron un violento traqueteo que las separó y las contusionó contra las paredes del vehículo. Escucharon los relinchos asustados de los caballos y una sacudida como si los hubieran desenganchado, el coche se había detenido y parecía que los caballos se alejaban. No podía ser. La baronesa pensó en sacar de nuevo la cabeza para preguntar al cochero, pero no pudo ya que este colgaba boca abajo sobre la misma ventanilla, lo habían degollado y su sangre goteaba por el cristal como si de lluvia roja se tratase. La dama, con el cuerpo paralizado, se quedó allí mismo, sin mover un músculo, como muerta. Y acaso fuese eso mismo lo que la salvara, porque la portezuela se abrió de un empellón, la golpeó y ella cayó hacia atrás inconsciente. Entró un hombre con la cara destrozada por infinitas cicatrices, la sacudió, le arrancó los pendientes y un medallón y la soltó como si fuese un trapo. Entonces se fijó en la joven temblorosa que rezaba con un hilo de voz y se tiraba del pelo, soltó una carcajada terrible, la agarró por las axilas y la sacó del coche en volandas. Fuera, otros dos hombres se afanaban en revolver los baúles en busca de objetos de valor, lanzaban ropa y pertenencias por detrás de sus hombros sin más, con el único objetivo de llenar sus bolsillos y sacas con joyas y monedas, y ¡vaya si lo hicieron! Al poco, los baúles yacían sobre los márgenes panza abajo, desballestados, y las ropas y otras pertenencias esparcidas por doquier como anuncio del desastre. El jefe de los bandidos mantenía bien sujeta a la muchacha, que apenas si respiraba presa del pánico. La manoseó un poco antes de hablarle:
—Me gusta tu carita de muñeca de porcelana —le dijo y le pasó el ordinario y sucio pulgar por los labios en modo lujurioso.
Mordisqueó sus lóbulos para arrancarle los pendientes entre carcajadas asquerosas.
—Déjala, y vayámonos ya —se impacientaron sus compañeros.
Cuando volvió la cabeza para responderles, la muchacha le dio una patada y trató de deshacerse del abrazo, casi lo logró, pero el asaltante reaccionó y de una bofetada la lanzó al suelo, ella se levantó y trató de huir a la carrera, pero el hombre logró atraparla por la cintura. De nuevo entre los brazos de la bestia, la joven forcejeó. Esto enfureció al forajido que con toda su fuerza bruta le propinó un nuevo golpe. Desequilibrada, cayó hacia atrás y su cabeza se golpeó con estrépito sobre una piedra grande, que no tardó en teñirse de rojo. El hombre no vio el camafeo que pendía de su cuello, solo pensó en huir lo más rápido posible de allí, junto a sus compañeros que no perdieron ni un segundo.
Jane había seguido el mismo camino que el cochero, sin saberlo. Caminaba tras la vaga idea de encontrar refugio en algún granero, pero hacía horas que solo veía campiña hasta que el camino se acababa y no quedaba más remedio que adentrarse en un bosque, pronto caería la noche y si pudiese encontrar aunque fuese una cabaña abandonada o una gruta… Con esta idea siguió adelante hasta alcanzar un claro y de allí una abertura por donde se ensanchaba el camino y la vegetación se abría de nuevo a los prados. Lo distinguió perfectamente, pero también vio algo que la alertó, ropa por el suelo, aquí y allá, alguna prenda enganchada entre ramas y zarzas, un zapato… ¿Qué demonios? Al avanzar, reconoció el coche con estupor. «No», musitó. Entonces se fijó en el cuerpo tendido sobre el suelo, reconoció la ropa de la antipática miss Burton y corrió hacia ella, no le hizo falta más que verla para comprender que estaba muerta. Aun así, acercó la oreja al pecho y a los labios de la joven dama, nada. Pobrecilla. Compadecida, se quitó la capa y la cubrió con ella.
Miró hacia las luces rojizas del horizonte y sintió una pena profunda y conocida, la del abandono y la no pertenencia. No era de nadie, no tenía nada y nada ni nadie la esperaban. Cerró los ojos, se levantó y prosiguió con la inspección del triste escenario. El cochero inerte, derrumbado entre el techo y la portezuela, ni rastro de los caballos… Rodeó el vehículo para mirar dentro desde la otra puerta, nada, ni rastro de la baronesa, desdichada, se la habrían llevado secuestrada. Tal vez podría quedarse a pasar la noche dentro del carro, echaría una cabezadita con un ojo cerrado y el otro abierto. Se disponía a ello cuando una voz conocida la llamó:
—Socorro, socorro —repetía una y otra vez.
Jane salió a su encuentro:
—Cálmese, baronesa.
La mujer se abalanzó sobre ella, la abrazó y se derrumbó en llanto, una brecha con sangre reseca surcaba su frente.
—Doy gracias a Dios por haberte puesto de nuevo en mi camino. Mira que la dueña de la posada lo advirtió, lo advirtió, pero tú me ayudarás. He ido en busca de auxilio, pero no pasa nadie por la carretera. Yo… Tú… Miss Burton…
De nuevo el llanto ahogó sus palabras y la dura y curtida Jane, sin saber demasiado bien qué hacer para ofrecerle consuelo, la abrazó y le pasó la mano por el cabello. De pronto, la baronesa dejó de llorar.
—Gleastard —dijo sin apartar su rostro del refugio en el regazo de Jane—. ¿Cómo se lo explico? ¿Qué le digo?
—¿Qué tiene de malo la verdad? —respondió Jane sin comprender.
La baronesa deshizo el abrazo, pero tomó el rostro de la joven entre sus manos y la miró con la complacencia que solo una madre podría sentir.
—No —deslizó las palabras con la suavidad de la brisa que mece la cebada—. No puede saberlo. Jamás.
Entonces tomó sus manos entre las suyas y las apretó con fuerza:
—Jamás. Prométemelo.
Capítulo III
Jane, fascinada, no acababa de entender por qué se sentía parte del paisaje por el que transitaban. Le parecía como si siempre hubiese pertenecido a aquellas montañas, laderas, caminos, bosques y desfiladeros irlandeses. Las propiedades se extendían entre poblaciones muy alejadas unas de otras, algunas tan pequeñas que tan solo poseían una calle principal. Y cuantos más parajes atravesaban, más sentía cómo se alejaban los de su infancia, sin que el más mínimo pesar la acongojase. Y aunque los recuerdos estaban ahí, duraban lo justo. Jane había aprendido a vivir el presente para sacarle el máximo partido a la vida, y la vida sucedía ahora, de nada servían pues, lamentaciones por un pasado al que no podría volver, ni las angustias por un porvenir que estaba por verse si ocurriría. Debido a ello sus reflejos eran agudos y sus decisiones tan rápidas como certeras, porque era una superviviente. Eso era lo que le había tocado en aquella perversa lotería que era la vida, y ya que la habían obligado a jugar iba a por todas.
Atrás había quedado Inglaterra, al otro lado del mar, tan cerca y tan lejos, y con ella, también Jane Red, con la cabeza partida sobre una piedra, pero no así la princesa de Whitechapel más viva que nunca. Bajo la nueva identidad de la señorita Mackenzie Burton, viajaba rumbo a su nuevo hogar, Wildwood Towers. En palabras de lady Danford, había que ser muy robusto y muy irlandés para soportar el azote de los vientos en Wildwood Towers. Una casa arrogante y omnipresente alzada sobre los promontorios de la costa oeste, en plenos acantilados, plantando cara a los vientos del Atlántico, allí donde desatan su furia aliados con los espíritus de los antepasados propios y ajenos, para asediar edificios, y peñascos, y tumbar cuerpo y orgullo de bestias y hombres.
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