«No flipes».
Me retraigo al ver a una mujer de unos cincuenta años, de metro sesenta, con el pelo castaño recogido en un moño y un delantal rojo puesto. «Deberías haberte puesto bragas». Ni que lo digas. Nota mi presencia y se vuelve.
—Buenos días, señorita Sánchez —sonríe. Estoy un poco avergonzada. ¿Qué estará pensando de mí? No digo nada—. Soy Claudia, la asistenta del señor Fernández —rompe el silencio y sonríe.
—Buenos días, llámeme Dani, por favor —me siento en un taburete detrás de la gran mesa de color blanco. El frío del cuero atraviesa mi trasero desnudo. Miro a ambos lados buscando a Alejandro sin encontrarlo. Se da cuenta.
—El señor salió hace más de dos horas. No duerme demasiado —esto último lo dice más para ella que para mí. Su tono de preocupación no me ha gustado nada.
Miro el reloj y son las ocho de la mañana. ¿Se fue a las seis? Definitivamente no duerme lo suficiente. Me tuvo entretenida hasta más de las dos. Al recordar lo de anoche bajo la ducha, mi libido irrumpe con saludos entusiastas. Por dios, no llevo bragas.
—¿Qué desea desayunar?
—No se preocupe, puedo hacerlo yo —sí, puedo hacerlo yo, pero estoy sentada porque no llevo ropa interior. Que me disculpe Claudia esta mañana.
—Es mi trabajo. Me gusta sentirme útil —no lo dice con acritud. La acabo de conocer, pero su semblante irradia dulzura y educación. No la imagino alterada.
—Café, por favor —le sonrío.
—El señor me dijo que le preparara al menos tostadas. Anoche no cenó nada —suena a reprimenda. Deja un plato con dos rebanadas de pan y el café delante de mí. Cojo la taza y le doy un sorbo—. Me gustaría que me dijera cuáles son sus comidas preferidas para poder hacer la compra.
—Cualquier cosa, tengo muy buena boca.
De repente me doy cuenta de dos cosas. Una, que, como ya sabía, no tengo filtro, no es una frase que diga una señorita refinada. «No veo ninguna por ningún lado». Muy gracioso. Y dos, me viene en tropel el recuerdo de la última vez que la dije y a quién fue: a Alejandro. La noche que me invitó a cenar a aquella casa tan maravillosa en la sierra de Madrid. Comimos uvas con queso y salmón. Recuerdo que llegué aterrada sin saber muy bien qué hacía allí. Esa noche fue la primera vez que dormimos juntos. Fue especial. Tengo que pedirle que me vuelva a llevar. Termino el café en pocos minutos, me ha sentado bien.
—Gracias por el desayuno, Claudia —me levanto.
—No ha comido nada. El señor se enfadará.
—No tiene por qué enterarse —le guiño un ojo a la vez que sonrío.
No me quedo a comprobar su respuesta a mi implícita proposición. Dudo si será mi cómplice o me delatará ante su jefe, mi arrogante, irascible y dominante dios griego del sexo que me tiene completamente obsesionada.
Me dirijo al dormitorio y me visto deprisa. No quiero llegar tarde, aunque no tenga ganas de verme las caras con él. Salgo corriendo por la puerta y, justo antes de cerrar, vuelvo a darle las gracias a Claudia y me despido de ella.
Presiento que no va a ser el mejor día de mi vida, pero mi vestido camisero azul de mangas largas con cinturón marrón a juego, mis tacones de ocho centímetros y mi bolso de cuero del mismo color, me suben la moral conforme camino por la calle y reparo en mi reflejo en los escaparates. No me veo del todo mal. La chaqueta blazer de exactamente el mismo tono que el vestido me da un toque de sobriedad. Llevo el pelo suelto y un poco ondulado por el viento.
Así que, con las pilas cargadas, llego a la galería y con una amplia sonrisa saludo al seguridad de la puerta cuyo nombre desconozco. Me anoto en la agenda mental hablar con el encargado sobre por qué envían a uno distinto cada semana. Cruzo las tres salas hasta llegar a mi despacho. Las energías positivas se esfuman cuando veo a Isabelle en la puerta de mi oficina, sentada tras su nueva mesa.
27
DESAPARECER
La secretaria, ayudante, acompañante o lo que sea de Álvaro, me ve y se levanta. Me estaba esperando. Qué bien. Ironizo.
—Buenos días, señorita Sánchez.
—Buenos días, señorita Dugués —sonrío forzada. Paso por su lado sin pararme siquiera. Me sigue. Entro en mi oficina.
—El señor Llorens —«ahora lo llama señor»— quiere sobre la mesa de su despacho toda la documentación relacionada con el traslado de la exposición. Dossiers de cada obra, empresa de transporte especializada, revisión de contratos… —no soporto escucharla.
—Lo tendrá todo, no se preocupe —la corto. No necesito que me diga lo que tengo que hacer. Llevo trabajando en este proyecto más de seis meses.
Ni siquiera me digno mirarla. Su sola presencia me molesta.
«¿Por qué te molesta, Dani?».
Argg. Me pongo los ojos en blanco mentalmente. Porque es imbécil. Una imbécil muy elegante. Lleva un traje de chaqueta gris oscuro de Prada con una camisa blanca y el pelo recogido en un moño que parece informal, pero que no lo es. Me pregunto si algo comprado en un mercadillo cuelga de su armario. Gira sobre sus Manolo Blahnik rojos de setecientos euros (la guinda del pastel) y sale del despacho. La odio.
Respiro varias veces y decido empezar a poner orden en mi descolocada vida en general, y en mi desenfrenada vida sentimental en particular, a la alta velocidad a la que va.
Empecemos por partes. Necesito hablar con Sara para que me aconseje sobre qué hacer. Va a alucinar cuando se entere de que Alejandro y Álvaro son hermanos. Hermanos. La llamo por teléfono. Un mensaje puede tardar demasiado. Necesito ir cerrando temas con urgencia.
—Hola, zorra —me saluda.
—Buenos días para ti también —digo resignada.
—¿Cansada? ¿Toda la noche follando? ¿Te la metió por el culo? ¡Qué pena me das!
Reímos. De sobra sabe que tengo un problema con eso. No es que no quiera que ocurra. Es que no he tenido buenas experiencias al respecto. Lo he dejado por imposible.
—Sabes que en esta vida no todo es follar, ¿no?
—¿No? —me responde teatralmente sorprendida y alargando la o. Volvemos a reír.
—Pero, ¿follaste o no?
—Sí —acepto—, pero no te llamo para contarte cómo mi dios griego del sexo me folló bajo la ducha durante más de dos horas —la pico.
—Guarra —rompemos en carcajadas.
—Escucha, ¿puedes quedar para comer? Es importante.
—¿Problemas?
—Código rojo.
—Está bien. ¿En Vitorino a las dos?
—Perfecto.
—Te dejo. Mi jefe me mira con cara de mal follado. Este sí que necesita un buen polvo bajo la ducha. Se conformaría con hacerlo en cualquier sitio, de hecho. Seguro que no moja desde que España ganó el mundial de fútbol —y cuelga.
Me encanta hablar con ella, me llena de energía. Es tan vital e irradia tanta positividad que te impregna con ella. Ama la vida y sabe vivirla. No sé qué haría sin Sara. Una cosa tachada de la lista. Respiro varias veces y cojo fuerza para lo que viene.
«Tú puedes, Dani».
Claro que sí.
Antes siquiera de buscar en la agenda su nombre, el móvil suena y vibra en mi mano. Es Alejandro. Descuelgo.
—Te echo de menos —susurra sensual tras la línea.
—Me dejaste sola en la cama —lo acuso.
—Parecías una oruga enroscada entre las sábanas —se está riendo de mí—. Vale —sigue en un tono más áspero y menos divertido—, en realidad tenía prisa y, si te despertaba, te follaría. Tenía una reunión a primera hora de la mañana fuera de Madrid.
—Me hubiera gustado que lo hicieras —gimo.
—A mí también —dice rotundo, ronco, sensual y salvaje. Él es todo eso y más. «Céntrate Dani. A lo que ibas»—. Tenemos que hablar —cambio diametralmente la atmósfera que hemos creado—. Ni siquiera sé dónde trabajas.
Читать дальше