BEATRIZ NASCIMENTO,
Por uma história do homen negro (1974)
Si el feminismo como teoría niega o reduce la fuerza transformadora que generan las mujeres de los pueblos originarios junto con los hombres de sus nacionalidades, entonces va a incurrir en el mismo reduccionismo que las demás ideologías universalistas en su afán de dominio del resto del mundo.
No obstante, si las acompaña asumiendo los aportes de la diferencia originaria de las mujeres desde las cosmovisiones y las prácticas de identificación y liberación propias de sus pueblos, puede dialogar con ellas y aportar los conocimientos que ha generado en 200 años de crítica al sistema patriarcal que se ha instalado en occidente a partir del mercantilismo moderno que convirtió a las mujeres en desposeídos instrumentos para la reproducción del trabajo, negándoles el control sobre sus cuerpos y el reconocimiento social de su trabajo, subordinándolas a los hombres.
En el presente inmediato, las feministas tienen la oportunidad de pensar las relaciones de poder entre mujeres y hombres que se están estableciendo en la nueva acumulación de capital impulsada por el neoliberalismo. A la vez, intervienen en el debate sobre descolonización y despatriarcalización que han —de soslayo y tímidamente— asumido algunos movimientos políticos, pocos intelectuales y el Gobierno Plurinacional de Bolivia, siendo que ambas realidades involucran todos los saberes generados por las diversas corrientes feministas.
Si las feministas se abandonan al dogmatismo de la perspectiva de la dominación universal masculina, perderán la historicidad de la misoginia como producto de una construcción de la modernidad que cruza el patriarcado católico colonial con los patriarcados ancestrales para convertir la reproducción del trabajo en trabajo femenino no pagado. Es decir, asumirán como suya la idea de subordinación. Pero si aceptan que las mujeres asumen roles activos, podrán dialogar con las mujeres de los pueblos originarios para que, en su lucha por el reconocimiento de la diversidad cultural, no se reproduzca la negación de sí mismas, de su especificidad social y de sus derechos. Este diálogo es fundamental para destejer la teoría de la complementariedad entre los sexos, que como se verá es enarbolada por todos los pueblos indígenas, de modo que no sirva —como de hecho sirve— para enmascarar relaciones de inequidad o dominación en los diversos ámbitos en los que se viven las relaciones entre las mujeres y los hombres.
Asumiendo la perspectiva de Julieta Paredes, si el feminismo occidental acepta que en todas las lenguas de Abya Yala el esfuerzo de las mujeres para vivir una buena vida en diálogo y construcción con otras mujeres en sus comunidades se traduce en castellano como «feminismo» 32, entonces será capaz de poner en crisis la hegemonía cultural del colonialismo interno, entendido como característica epistémica de la condición colonial que ha llegado a nuestros días 33.
La pregunta sobre los feminismos no occidentales de Nuestra América, por lo tanto, debe asumir el lugar desde don de se formulan las preguntas. Más aún, el lugar y el tiempo desde donde los sujetos mujeres lo hacen.
Ello me obliga como feminista a no confundir la modernidad con la modernidad emancipada que se desarrolla a partir de postulados racionalistas que se generan en la Europa que ha derrotado las movilizaciones campesinas de la Edad Media, cercando a las tierras comunales, persiguiendo a los pobres que con sus cuerpos macilentos invaden los caminos y las ciudades y criminalizando a las mujeres (convirtiéndolas en brujas, putas e infanticidas).
Esta modernidad emancipa al individuo del colectivo, lo construye como sujeto propietario, patrón de una unidad de producción llamada familia nuclear donde los trabajadores no remunerados (y no sujetos de derecho) son mujeres. Para lograrlo, niega su origen opresor de las mujeres y el campesinado y produce conceptos de emancipación elaborados por personas pertenecientes a las elites que emergen durante el iluminismo y se consolidan en el liberalismo colonialista decimonónico. La modernidad emancipada es en gran medida una proyección de los idearios producidos por las clases pudientes europeas sobre el resto del mundo (esto es, la producción intelectual, religiosa, jurídica, pedagógica y artística que sostiene y justifica la explotación económica de los pueblos del resto del mundo) y ha construido un sistema escolar para la exclusión de las experiencias y los conocimientos que no pertenecen a su proyecto.
En esta modernidad del anticolectivismo individualista se han impuesto como valores positivos absolutos, los que atañen ideas tan vagas como la de «progreso» y la de «desarrollo», que bien pueden ser utilizadas en sentido tecnológico como en sentido social. La de progreso es una idea que se formuló en tiempos de hegemonía filosófica del positivismo, en el siglo XIX. Es una idea tendiente a la valoración de lo que puede medirse como eficiente o eficaz, que fue adoptada por liberales, socialistas, populistas y conservadores y que identifica el progreso de una nación con su cercanía a un modelo ideal. La de desarrollo es una idea productivista del siglo XX que hace coincidir el uso y consumo de ciertas tecnologías con un avance civilizatorio o con el bienestar necesario para que un país sea considerado «igual» a los países que las producen y exportan. En América Latina, el modelo de desarrollo casi siempre ha coincidido con el sistema euro-estadunidense de consumo, de transmisión de conocimientos y de organización estatal, pero sólo en los gobiernos progresistas se ha incorporado su sistema de protección social e impartición de justicia.
La modernidad, sin embargo, a pesar de la dominancia del modelo de modernidad emancipada, incluye momentos, espacios y geografías que no son reductibles a una sola experiencia histórica ni a un único universo epistémico. En otras palabras, la modernidad es un conjunto de modernidades.
Es una convención de la disciplina histórica europea hacer iniciar la edad moderna en 1492 34. Por lo tanto, se asocia fácilmente con la occidentalización forzada (o exportación de los imaginarios europeos) del mundo después de la invasión de América, pues se relaciona efectivamente con el desarrollo de una parte del mundo (la colonialista) por la explotación económica, de bienes y de trabajo, de otra (la colonizada). No obstante, durante la modernidad —que, insisto, no debe verse como un periodo de tiempo uniforme, impuesto por el absolutismo del siglo XVII, el iluminismo del siglo XVIII, el ideal de progreso del siglo XIX y el consumismo actual— se han elaborado diversas corrientes filosóficas y políticas no hegemónicas y propuestas de convivencia, que van desde las revueltas de los artesanos pauperizados y del campesinado europeo que confrontó la privatización de las tierras en el siglo XVI, los proyectos utópicos ingleses e italianos del Renacimiento y la rebelión de los biólogos vitalistas contra el mecanicismo corporal cartesiano, hasta la elaboración por Waman Poma de un «país de las maravillas», basado en la organización incaica originaria, las rebeliones y los reordenamientos indígenas, las posiciones neohumanistas criollas, los utopismos mestizos, los anarquismos de los migrantes decimonónicos y las políticas de la liberación en Nuestra América.
La modernidad incluye desde la concepción de una religión cimentada en la disciplina y el autocontrol individual hasta abiertas posiciones ateas, gnósticas y propuestas de gobiernos laicos, en los que las mujeres y los hombres, como personas, se liberan de mandatos sexuales, éticos, familiares ligados a idearios de un mundo dirigido por fuerzas superiores que controlan el pueblo, la grey, el rebaño, las masas o como queramos llamar al colectivo humano.
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