Al día siguiente un nuevo mensaje de él contándome que estaba bien y que pronto volvería. Volví a llamar al teléfono desde donde procedía el llamado y le dejé dicho que me llamara. Así fue. Al día siguiente me llamó, pero de su celular.
—Hola—esbozó a secas.
—Hola, ¿cómo estás? ¿No era que habías viajado?—le contesté tratando de mantener la calma y no decir todas las cosas que había pensado decirle si llamaba. Después de un profundo silencio me contestó:
—Sí, pero me surgieron problemas y tuve que regresar.
—¿Y por qué llamaste desde la casa de tu hermana?
—Te dije que tuve algunos inconvenientes y me fui a su casa. Cuando nos encontremos te cuento bien.
—¿Cuándo nos vemos?—pregunté, olvidando mis temores y preguntas sin respuestas.
—Mañana hablamos, ahora me duele mucho la cabeza. No quiero hacerte daño. Hasta mañana, mi amor.
—Hasta mañana… No sé qué decirte.
Las historias más disímiles se cruzaron por mi cabeza tratando de explicar lo que había pasado. ¿Me mintió? ¿Viajó de verdad? ¿Qué pasó?
Por primera vez después de mi separación lloré. Había sido todo tan lindo… Pero tampoco era cuestión de prejuzgarlo sin antes escuchar su verdad.
Al día siguiente, no aguanté y lo llamé desde el trabajo. Me atendió un supuesto sobrino diciéndome que ese teléfono ya no pertenecía más a Ezequiel.
Así pasó mi primera gran frustración. Pero más allá de eso, me cambió la vida. Rejuvenecí. Después de años comencé a usar jeans ajustados, tacos, ropa que marcara mi figura y presté más atención al cuidado de mi pelo, pero siempre, dentro de un estilo formal. Nada de escotes estridentes ni jeans que marquen la tanga, ni actitud de come hombres. Estilo jovial pero sobrio. Fue una inyección de energía. Mi transformación estaba en marcha.
Ante la mirada atenta del escritor, continué contándole mi vida. Le dije que, a pesar del trago amargo con Ezequiel, esa experiencia había dejado en mí un sabor muy dulce, me había gustado la idea de ser deseada, querida, contenida. Me sentía con más energía. Mi trabajo ya no me parecía rutinario.
El día después de la desilusión, llegué al departamento de Conce y abrí las ventanas. El sol de primavera cubrió el comedor y el canto de los pájaros rompió el silencio absoluto que tenía ese lugar siempre que César estaba presente. Qué hombre extraño. No lograba descifrar su personalidad. Aparecía, recorría con su mirada cada rincón, besaba a su madre en la frente, intercambiaba un par de palabras con ella y se iba.
—Pobre César—comentó Conce un día, luego de que él se retirara—. Tuvo un desengaño amoroso muy grande. Su mujer lo engañó con su hermano, se fugaron juntos y nunca más supimos de ellos.
—¿Tiene otro hijo?—atiné a decir, mientras dejaba de lavar los platos para sentarme junto a ella.
—Sí, Sebastián, diez años menor. César quedó destruido, se sintió culpable por esa infidelidad. Nunca más lo volví a ver con una mujer. Sí sale con amigos. Quizás cambió…—comentó en tono picarón—. Ese es un dolor muy grande que, como familia, nunca pudimos superar. Querida, no todo es lo que parece.
Quedé impactada por semejante confesión. Ahora entendía muchas cosas: su falta de sonrisa, su terquedad, su indiferencia. Al menos por unas horas había logrado olvidar mi angustia por Ezequiel. De a poco Conce fue contándome la historia de su vida. Sin embargo yo no estaba dispuesta a contarle la mía, solo lo justo y necesario.
Después de mi relato y de comer mi pizza favorita de rúcula y jamón crudo, acompañada por dos cervezas, la cena con el escritor en las cercanías del hotel que nos había asignado la empresa, había llegado a su fin.
—Lo que falta da para un postre u otra cena—interrumpió él.
—¿Aburrido?
—En absoluto, todo lo contrario, atrapado por la historia de tu vida—contestó mientras guardaba su grabador.
—Da para varios desayunos, almuerzos y cenas—contesté.
—Entonces qué te parece si la seguimos mañana, ahora te invito a tomar un helado.
El de flan que vendían en ese lugar era único, en mi vida había probado algo igual. Como tampoco imaginé, al salir de casa para tomar el avión, que iba a estar hospedándome en un hotel acompañada por un extraño, al cual le contaba todos los secretos de mi vida. Él ponía el grabador sobre la mesa y conversábamos en forma relajada mientras mis palabras quedaban marcadas en la cinta.
A la mañana siguiente me encontré con Leo para desayunar y, mientras probábamos las exquisitas tortas del lugar, me pidió que le contara cómo había superado el mal trance de Ezequiel. No fue fácil pasar ese momento, recordarlo me causaba angustia, respiré hondo, y se lo conté.
Por ese entonces mis vueltas a casa se habían convertido en algo triste, ya no iba a escuchar más su voz. La rutina se había apoderado de mi vida por enésima vez. Ese día, como de costumbre, me dirigí a mi cuarto, levanté el acolchado y me acosté. Iba a pasar otro fin de semana sola, ya que mis hijos se iban con su padre. Como todos los domingos, a la hora programada sonó la alarma del horno eléctrico indicándome que el pan estaba listo, era momento de levantarme. Tomé mi bata y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno. Agarré el termo, el mate, las tostadas con mucha manteca, el edulcorante y, arrimando una silla para que me hiciera de mesa, me dejé caer sobre mi viejo sillón de cuerina blanca, justo al lado del teléfono. La tentación fue más fuerte. Marqué mi número de casilla y entré a la sala de chat, iniciando así un nuevo casting para elegir a mi futuro acompañante. A propósito, cuando me preguntaban por mi estado civil yo siempre decía: haciendo casting. Todos se reían sin imaginar que de verdad era así, estaba haciendo casting todo el tiempo.
Tengo cuarenta y cinco años, profesional, vivo en Lomas. Mmm..., puede ser, dije, y así comencé a intercambiar mensajes.
Era separado, tenía dos hijos, su mujer lo había abandonado por otro. A medida que pasaban los días, las conversaciones se hacían más que interesantes. Iba en el tren ansiosa por llegar cuanto antes a casa para hablar con él, al igual que con Ezequiel. Me contó que todos los domingos iba a la Laguna de Monte, cosa que a mí me seducía mucho, ya que disfrutaba del aire libre. Trataba de imaginarlo. Seguro que será gordo, debe estar comiendo todo el día, pero es dulce, me autoconvencía. Por lo visto tenía la glucosa muy baja en sangre ya que todos me parecían dulces, necesitaba comerme algo empalagoso todo el tiempo.
Después de casi un mes de charla me propuso conocernos e ir a Monte. Pasaría a buscarme por casa. Le dije que sí. Me entusiasmaba mucho la idea. Al fin alguien que me iba a hacer sentir una diosa.
Abrí mi placar y comencé a tirar ropa sobre la cama. Excepto el jean y la remera que me había comprado para ver a Ezequiel, solo tenía pantalones de vestir, camisas con jabot, suéteres de bremer y dos tailleur de gabardina. Nada acorde a la ocasión. Hurgando encontré una remera negra de algodón que usaba como camiseta, la cual combiné con los jeans nuevos. Chatitas, bolso de cuero al tono, apenas un poco de maquillaje y me sentí lista para conquistar al mundo, en realidad a una determinada persona de este mundo.
Era setiembre, y el color de las petunias y conejitos le daban un aspecto campestre a mi jardín, que contrastaba con la calle destruida sobre la cual vivía. La falta de lluvia hacía que mis zapatos se hundieran en el polvillo, transformando su color negro en un marrón tenue. Debía caminar ocho cuadras hasta el lugar donde nos íbamos a encontrar.
Mi imaginación no cesaba de elaborar imágenes sobre la posible cara de ese hombre. Qué locura la mía. ¿Qué pasa si no me gusta?, repetía una y otra vez. ¿Se lo digo o me banco el paseo a Monte con alguien que no me resulta agradable? De última hago de cuenta que voy con un amigo, esto lo tenía que haber pensado antes. Ya está. Enfrentemos la situación, el mundo será de los audaces, me autoconvencí.
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