Nora Cortese - Diario íntimo de una mujer audaz

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El mundo será de los audaces, dijo, y comenzó a vivir su vida sin importarle el qué dirán. Ingenua, suspicaz, fría, sensual, romántica, abnegada, calculadora, pero por sobre todas las cosas, valiente.
Solo quería ser feliz y encontrar al amor de su vida, aunque eso la llevara a cometer una y otra vez el mismo error. Nada de lo vivido fue en vano, porque al final aprendió lo más importante, que en su vida no había lugar para ningún tipo de maltrato. Ella podés ser vos.

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—¿Qué te parezco?—me preguntó.

—Divino—le dije, y de verdad así lo veía.

Luego de algunos minutos borré de mi mente la duda sobre si su aspecto era tumbero o no. Me seducían sus brazos musculosos a pesar de estar cubiertos de tatuajes con la figura de una serpiente enroscada en una espada, telas de araña y puntos negros, cosas que yo detestaba, pero él me las hacía ver maravillosas.

—¿Adónde querés ir?

Muda solo recorría su cuerpo con la mirada.

—¿Adónde querés ir?

—Perdón. Girá a la derecha, cerca hay un lugar muy lindo.

Lo llevé a mi restaurante preferido. Sus paredes estaban cubiertas de objetos vintage y en su puerta, una exuberante glicina hacía las veces de techo, permitiendo disfrutar de la comida debajo de sus racimos lilas. Durante el almuerzo no podía dejar de fantasear con su cuerpo. Me atraía demasiado a pesar de la mala impresión inicial.

Aprovechamos el tiempo para seguir descubriendo nuestras vidas. Él tenía una agencia de autos usados y, según me había contado, hacía viajes al interior del país para ir a comprar vehículos. Después de saborear ambos un exquisito flan con dulce de leche me propuso tomar el café en un lado más “íntimo”. Sin dudarlo le dije que sí, hacía tres horas que estaba deseando tocarlo, acariciarlo, sentirlo. Pensar que yo me había casado virgen después de estar años de novia con mi exmarido y en ese momento accedí a tener sexo con un desconocido en la primera cita.

Fue alucinante. Sus brazos exuberantes rodeaban mi cuerpo, su respiración entrecortada sonaba en mis oídos, la humedad de su boca se desparramaba por toda mi piel y como dos gladiadores nos trabamos en lucha cuerpo a cuerpo, que terminó, cuando el éxtasis se apoderó de nosotros.

Después de muchos años volví a sentirme mujer. Al fin había conocido al hombre que me despertaba de mi letargo femenino. Nos despedimos con un beso interminable y la promesa de volver a vernos lo antes posible. Continuamos nuestras charlas telefónicas, pero con otro ingrediente, con el de conocer la cara del que estaba al otro lado del teléfono. Había descubierto el paraíso, pero al mismo tiempo, me generaba cierta desconfianza.

Teníamos la costumbre de hablar después de la cena. En esas charlas volvía a preguntar varias veces lo mismo para saber si me mentía. Había algo que no me terminaba de cerrar, hasta llegué a comentarle que tenía un primo policía para ver cuál era su reacción.

—Hola, amor, te extraño—me dijo, casi susurrando, del otro lado del celular.

—Igual que yo, amor. Hace una semana que no nos vemos—le comenté, sin animarme a decirle que quería verlo.

—Por ahora es imposible, mi vida. Me surgió un viaje de trabajo al sur. Tengo que ir a buscar unos coches. No te enojes.

—Cómo me voy a enojar—respondí con total seguridad—. Es tu trabajo, igual vamos a hablar todos los días, así se nos hace corta la espera.

—Acordate que el teléfono que tengo no tiene señal por esa zona. Pero igual no te preocupes porque yo te voy a llamar a tu casa todos los días—dijo, tratándome de calmar.

Mientras tanto yo continué con mi vida normal. Nadie sabía mi historia con Ezequiel, era algo mío que no tenía por qué divulgarlo, además, ninguno me iba a entender, y en ese momento lo que yo menos pretendía era que la gente me entendiera, solo quería estar con él y repetir nuestros lujuriosos encuentros. Los días me parecían eternos. Actuaba como un robot, mi mente estaba centrada en el deseo de volver a escuchar su voz.

Aquella mañana me desperté tarde. Ezequiel era el responsable de mi insomnio, lo que hacía que me levantara más nerviosa y cansada de lo que me acostaba.

La oscuridad llenaba la habitación. Salté de la cama derecho a levantar la persiana. Necesitaba luz, mucha luz para despejar mi mente. Los vidrios estaban empañados. Sin pensarlo, escribí su nombre sobre las gotas de vapor, giré sobre mis talones para ir a buscar mi ropa, cuando me detuve a observar el lugar. La cama de pino sin pintar cubierta por un acolchado desteñido tenía que desaparecer. Ese cuarto necesitaba vida, necesitaba la vida que me había devuelto Ezequiel. El placar pedía a gritos un lavado de cara. Algo inventaré para convertir esa húmeda y desabrida habitación en nuestro nidito de amor, pensé.

Enchufé la plancha y la comencé a pasar sobre la blusa roja que me había puesto la primera vez que lo vi. Imposible no volver a pensar en él. Fui hasta el baño, llené la bañera, me quité el pijama de raso rojo y comencé a lavarme. El contacto de la esponja sobre mi piel me transportó a Puerto Madero, aquella hermosa tarde primaveral en pleno otoño. Frente al río disfrutamos de exquisitas ensaladas. No paraba de ofrecerme cosas, era imposible no sentirse halagada. Me tomó de la cintura y comenzamos a caminar.

—Bonita, cada día te quiero más. No pienso mi vida futura sin vos—escuché de su boca mientras el viento cálido rozaba mi cara.

Solo atiné a mirarlo, intentando buscar una respuesta que no encontré. ¿Iba todo muy rápido o era normal que las cosas se desarrollaran de esa manera? Después del paseo me llevó a mi casa. No hubo sexo. Y eso me gustó. Por lo visto no quería solo sexo, pensé.

El chorro de agua fría que se coló por la ducha me trajo a la realidad. Me envolví en el toallón para después embadurnarme de cremas, como era mi costumbre. Me senté en la punta de la cama y me puse las medias. Miré al espejo. Solo dos cosas ocupaban mi mente en ese momento: Ezequiel y mi trabajo. Me puse un conjunto de ropa interior de algodón blanco y me vestí. Mientras me peinaba imaginaba un Ezequiel enamoradísimo, tímido, tierno, inexperto, al cual yo me entregaba sin condiciones. Después de la vida que he llevado, pensaba convencida, viene muy bien un poco de locura. Será un amor extraordinario, esos que ya no existen. Tenía un insaciable deseo hacia él.

Como no podía ser de otra manera, luego del sueño siempre se vuelve a la realidad y la mía era dirigirme a casa de Conce. Al llegar comencé a observar su casa para tratar de sacar ideas para mi futuro lecho matrimonial. Y por qué no, pensar en mi vestido de novia. La habitación principal era blanca y roja. Rojos los tapizados y blancas las paredes, al igual que las cortinas. Un amplio ventanal permitía ver las barrancas de Belgrano. Conce era muy personal. Tenía un cesto para sus labores, una diminuta estantería que le recordaba sus viajes por el mundo y flores frescas que yo le traía día por medio. Ese panorama me hizo volver a mis fantasías tiernas, crueles y excitantes con Ezequiel y comencé a soñar: cuando vuelva de viaje lo voy a invitar a cenar a casa. Lo sentaré en el sillón y haré todo lo posible para entretenerlo durante la noche para que no quiera irse nunca. Le voy a cocinar lomo al champiñón, mi especialidad, frutillas con crema y vino, mucho vino. Una mesa rica, pequeña y romántica, para nosotros dos.

A todo esto él seguía en el sur y para probar que no mentía, cada tanto, llamaba a su celular obteniendo como respuesta el típico “está apagado o fuera del área de cobertura”. Qué bueno que me haya sido sincero, me repetía una y otra vez.

A pesar de mi efervescencia interna, Conce no lograba descifrar mi secreto. Día a día, la vuelta a casa se me hacía interminable, solo deseaba llegar y chequear el contestador con la esperanza de encontrar un mensaje suyo. Parecía una eternidad pero solo habían transcurrido cuarenta y ocho horas de su partida. Abrí la puerta y corriendo me dirigí al teléfono, marqué la clave del contestador y apareció en mi oído una voz suavecita que me decía: “Hola, amor, ¿Cómo estás? Te extraño. Más tarde te llamo”. Era él, Ezequiel. Pero algo extraño ocurrió. Según el contestador, el teléfono desde donde me llamaba no era de la zona sur del país. Sentí anudarse mi estómago, no dudé en llamar a un amigo para que averigüe de quién era ese teléfono. Mientras golpeaba la milanesa como si ella fuera responsable de mi angustia, mi amigo me contestó: era del sur, pero del conurbano, no de la Patagonia, más exacto de Ciudad Evita. Tomé coraje y llamé. Pregunté por él. Me contestaron que no vivía allí, y que ése era el domicilio de su hermana. No entendía nada o sí. Siempre dudé de si no se trataba de alguien que estaba al margen de la justicia. Su ocupación, la venta de autos, su cuerpo tatuado, su aspecto…

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