Con Constantino la Iglesia recibió del Estado la supervisión de las condiciones de las cárceles y el cuidado de las viudas, huérfanos y niños abandonados, es decir, buena parte de la acción social pública. El clero se convirtió en abogado e intermediario entre el pueblo y el gobierno, y pagaba a menudo sus deudas. Las diócesis llegaron a hacerse cargo de millares de necesitados. Juan Crisóstomo, al describir su diócesis, habla de 3.000 viudas y vírgenes, además de enfermos, leprosos, extranjeros, sin contar a cuantos recibían habitualmente comida y vestido. Algo semejante puede afirmarse de las ciudades más pobladas.
A partir de Gregorio Magno los monjes ejercieron las tareas propias de los diáconos en el orden social y caritativo. A medida que estos fueron perdiendo sus funciones caritativas, la Iglesia enfatizó sus funciones litúrgicas, quedando en realidad el diaconado como un estadio transitorio hacia el sacerdocio. Sin embargo, en la memoria cristiana, el nombre de Lorenzo y la dedicación eclesial a los más necesitados de la comunidad han quedado íntimamente relacionados con el nombre y la actividad de los diáconos.
En el siglo XVI, tanto Lutero como Calvino quisieron romper con este modo de entender el diaconado y trataron de restaurar las funciones que los diáconos ejercieron en la primitiva Iglesia, es decir, su dedicación a los pobres, con un papel significativo en todo lo relacionado con la beneficencia social, pero estas expectativas se realizaron solo parcialmente y solo en algunas regiones, aunque no cabe duda de que en las diversas denominaciones cristianas ha permanecido una cierta presencia o, al menos, una cierta nostalgia del diaconado con responsabilidades caritativas. Por otra parte, en los países de mayoría protestante, las Iglesias perdieron, a menudo, el control de sus propiedades, que pasaron a las instituciones estatales, de forma que la beneficencia y la educación fueron consideradas una responsabilidad del Estado moderno. En la Iglesia anglicana de Isabel I, aunque el cuidado de los pobres estaba confiado a las parroquias, la reina no permitió la institucionalización de los diáconos.
Durante el siglo XX, en Europa, algunos importantes católicos intentaron revitalizar el diaconado como un ministerio permanente y Pío XII pensó en instaurar el diaconado permanente, pero en Europa había suficientes sacerdotes y el asunto quedó en suspenso. Con más argumentos y mayor urgencia, en algunos países americanos y africanos volvió a discutirse sobre el asunto, de forma que durante los trabajos preparatorios del concilio Vaticano II noventa obispos pidieron al Papa que se tratase este tema durante las deliberaciones conciliares. A lo largo de la segunda sesión, los padres conciliares debatieron la cuestión y una mayoría de ellos votó a favor de su restauración. El 21 de noviembre de 1964 se promulgó la restauración del diaconado permanente dentro de la constitución dogmática sobre la Iglesia. Las Conferencias episcopales nacionales, con aprobación pontificia, podían decidir la restauración del diaconado en sus respectivas regiones. Según las nuevas disposiciones, hombres casados de 35 años o más y hombres célibes de, al menos, 25 años podían convertirse en diáconos permanentes. En el año 2003 había, al menos, 30.000 diáconos permanentes en 105 países, de los cuales casi la mitad eran norteamericanos. Los diáconos, ordenados a una cierta edad, casados y, normalmente, con una experiencia de trabajo, constituyen una presencia cercana y comprometida de la organización clerical en la vida de los laicos. Allí donde existen, han llegado a convertirse en un puente y lazo de unión espontáneo entre dos mundos no siempre bien trabados.
En la tradición cristiana, no siempre practicada, pero sí recibida de las páginas evangélicas, la diaconía es la ley fundamental del discípulo, según la práctica de Jesús. El Hijo del hombre, que ha venido a servir, ha entregado su vida como redención de muchos, siguiendo la lógica del servicio, de la cruz, de quien lava los pies, de quien ama hasta dar su vida por los amigos, da la medida de las relaciones que deben existir entre quienes consideran que son sus discípulos. El pobre, el marginado, el solo y el abandonado, el no recibido representan para el cristiano un problema de fe: ¿cómo somos capaces de ver a Cristo en ellos?; un problema moral: ¿en cuántos cristianos a nivel mundial encontramos un atroz egoísmo?; un problema apostólico: ¿cómo y en qué medida interpelan a los clérigos y resulta acuciante para los laicos?, y un problema personal, ¿qué gestos estamos dispuestos a realizar para comprometernos en la lucha contra la injusticia del mundo?
Leyendo el Evangelio y recorriendo la historia de los cristianos, no podemos menos de convencernos de que el espíritu de diaconía debería acompañar a todo creyente seguidor de Jesús. De hecho, aunque la historia nos enseña que siempre han existido en las comunidades numerosos testigos mudos que no ejercen, al mismo tiempo, podemos definir con propiedad a nuestra Iglesia como Iglesia samaritana.
6. El martirio, señal de amor a Dios y a los hombres
El que no teme a la muerte es inmortal. Creer en la resurrección de Cristo es creer en la vida eterna, es estar convencidos de que Dios es Dios de vivos, que Dios es la vida y el camino. El ejemplo de los mártires se convirtió en semilla de cristianos para cuantos creyeron que Cristo era el Dios cercano y que creyendo en Él conquistaban la vida eterna. Una vez más, nos encontramos con la paradoja cristiana de que quien es capaz de dar su vida la consigue para siempre.
Los mártires se convirtieron en puntos de referencia fundamentales de las nuevas comunidades: Pedro y Pablo en Roma, Ignacio en Antioquía, Ireneo de Lyon; Policarpo de Esmirna; Perpetua y Felicidad, y, más tarde, Cipriano, en Cartago; Fructuoso en Tarragona; Eulalia de Mérida, Dionisio de Alejandría. Miles de cristianos fueron martirizados por su fe a lo largo de los tres primeros siglos. El martirio forjaba la verdadera unión con Cristo. La sangre constituía un verdadero bautismo que comportaba el perdón de los pecados; en la eucaristía estaba presente Cristo sufriente y por ello el martirio era eucaristía, en la que se bebe el cáliz de los sufrimientos de Cristo. La presencia de Cristo en el mártir ha constituido la experiencia carismática más importante de la Iglesia de los primeros siglos.
Cristo era la piedra angular de la Iglesia y los mártires se convirtieron en los testigos eminentes del seguimiento y de la fidelidad a Cristo. Marcaron fuertemente la vida de la Iglesia. Los cristianos consideraron el martirio como la confirmación de su incondicional entrega al Señor. Este ejemplo de coraje, de coherencia y de amor, se transformó en admiración e inspiración para el mundo pagano, tan necesitado de convicciones y de fidelidades fuertes.
A partir de la Revolución francesa se han repetido incesantemente las persecuciones a la Iglesia y los casos de martirio. Recordemos los sangrientos procesos de descristianización durante la Convención (1792-1795), la comuna de París (1870), la revolución de México (1926-1938), los regímenes comunistas en los países del Este europeo y en China, causa de durísima y sangrienta persecución, los sucesos de la guerra civil española. En Rusia, entre 1917 y 1941 fueron suprimidos 600 obispos, 40.000 sacerdotes, 120.000 monjes y monjas. Al menos 75.000 lugares de culto fueron destruidos hasta la decada de 1960, bajo Nikita Jrushchov. Se ha tratado de la mayor persecución religiosa de la historia.
Amar hasta dar la propia vida, ser coherentes y fieles hasta el último suspiro, sacrificarse y sufrir todas las penas por quienes no tienen voz ni derechos. El martirio fue una realidad contemporánea a los cristianos de los primeros siglos y lo está siendo en nuestro tiempo, la época de la defensa de los derechos humanos y de las libertades. Hoy tenemos una idea más compleja y real de las causas del martirio, más allá de la tradicional de la muerte causada por la fidelidad a una fe. «Mártir es también aquel que sucumbe a la lucha activa para que se afiancen las exigencias de sus convicciones cristianas», escribió Karl Rahner. «El destino de la grandeza es el sufrimiento», recordó Pavel Florenskij, fusilado en 1937 en el gran lager soviético de las islas Solovk, y nosotros podríamos añadir que el ejercicio de la caridad lleva en muchos casos a dar la vida por sus hermanos, por contagio, por agotamiento o por la violencia sufrida al mantener con coraje el compromiso personal con los débiles, los marginados y los oprimidos. La causa de estas muertes no ha sido siempre la fuerza hostil a la fe cristiana sino la propia entrega personal y la coherencia con las exigencias de una doctrina y de una identidad forjada por la generosidad evangélica en situaciones de riesgo y de injusticia social o económica.
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