Juan María Laboa - Por sus frutos los conoceréis

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Una obra sobre el amor, la solidaridad y la historia de la caridad en la vida de los cristianos. «Mirad cómo se aman», señalaban con admiración los paganos de los primeros cristianos. Probablemente, la única identidad de los cristianos es la de la caridad. Pero, ¿en qué consiste este amor, cómo lo manifestamos, de qué manera ha existido este sentimiento y este comportamiento a lo largo de nuestra historia? Estas son algunas de las grandes preguntas a las que intenta responder este libro. En él se hace un repaso de la historia de la caridad desde los grandes fundadores de instituciones eclesiásticas hasta las personas anónimas que aún hoy siguen trabajando por hacer una sociedad más compasiva y fraterna. Son ellos los que cumplen ese precepto que quiso Jesús para sus discípulos: «Por sus frutos los conoceréis».

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Dos siglos más tarde, en una situación de mayor decadencia, Gregorio Magno (590-604) vigiló y organizó el aprovisionamiento diario de la población, sujeta a las calamidades y desorganización crónica de la época, importando los alimentos necesarios, de manera especial el grano de los territorios sicilianos propiedad de la Iglesia romana. Y reparó los edificios de una ciudad deteriorada y en franca decadencia.

Roma y, en general las Iglesias locales, contaban con una matrícula muy completa de los necesitados de sus comunidades, verdadera radiografía de la situación de los fieles, que señalaba una organización compleja, radial, gracias a la cual los obispos y diáconos conocían minuciosamente las necesidades individuales y trataban de solucionarlas en función de la situación de cada indigente. Roma era una diócesis rica, con una masa de bienes bien administrada, comenzando por los patrimonios de las basílicas y siguiendo por los legados de las grandes familias y los testamentos de muchos cristianos. Como ejemplo de esta entrega generosa, tomemos a Cipriano, obispo de Cartago, quien, al convertirse al cristianismo a los 45 años, distribuyó entre los pobres una parte importante de su fortuna. Dos siglos más tarde, hacia el 409, la sociedad romana quedó conmocionada cuando Melania la Joven, una de las herederas más ricas del Imperio, felizmente casada con Piniano, igualmente rico, decidió donar todos sus bienes a los pobres e iniciar, con el asentimiento de su marido, una vida de castidad. No fueron los únicos, y en todos los casos los pobres fueron destinatarios de una parte importante o, incluso, de toda su riqueza.

Los particulares ejercitaron la caridad con generosidad como una consecuencia de su fe. La matrona Fabiola fundó en Roma un hospital en el que se acogían enfermos de toda clase. Otros muchos crearon hospitales semejantes en diversas ciudades. A la muerte de sus parientes, organizaban banquetes para los pobres y distribuían dinero entre los asistentes. En los atrios de las basílicas se concentraban los pobres, convencidos de que los fieles, al entrar o salir de la iglesia, ofrecerían su óbolo. Otros compraban cargamentos de trigo para distribuirlo entre quienes se encontraban en una situación difícil. Paulino de Nola (353-431), siendo cónsul de la Campania, mandó construir un hospicio para pobres junto a la basílica de san Félix. Más tarde, cuando se convirtió voluntariamente en pobre, vivió junto a ellos.

No se trataba solo de acciones en favor de los más desfavorecidos, movidas simplemente por la piedad o por un sentimiento humanitario, sino que en el cristianismo se elabora un nuevo modelo de relaciones humanas y de sociedad fraterna. En estas comunidades se amaba a los hermanos porque, considerando que Dios era su Padre común, debían demostrarlo con palabras y obras. Máximo el Confesor escribió: «Haciendo desaparecer el amor por uno mismo mediante la caridad, quien se muestra digno de Dios hace desaparecer al mismo tiempo toda la multitud de vicios que ya no tienen en él otra razón de ser ni otro fundamento. Tal hombre ya no conoce el orgullo, signo de arrogancia con relación a Dios, mal multiforme y connatural; él… haciéndose amigo de los demás seres humanos con una benevolencia voluntaria, consume la envidia, que, a su vez, consume primero a quien la posee; elimina la cólera, los deseos homicidas, la ira, el engaño, la mentira, la burla, el rencor, la avidez y todo lo que divide al hombre»[11].

La identidad cristiana no se reduce al credo y al canon de la Escritura sino que se manifiesta también y sobre todo en la caridad mutua y en el trato fraterno de los discípulos de Jesús: «Aunque tenga tanta fe que traslade montañas, si no tengo amor, no soy nada» (1Cor 13,1). En la nueva sociedad los cristianos tendrán como norma la recomendación de Jesús: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten». No pide que les tratemos como ellos nos tratan, que es la ley del talión, sino como nosotros, que nos amamos mucho, queremos que nos traten, y esta decisión de tomar nosotros la iniciativa se traduce en el Padrenuestro con el arriesgado empeño de pedir al Señor que perdone nuestras deudas de la misma manera que nosotros perdonamos a nuestros prójimos.

En la liturgia se mantiene el principio de que para Cristo todos los hombres tienen la misma dignidad. Los esclavos son admitidos al bautismo y a la eucaristía en las mismas condiciones que los libres. Se trataba de una decisión revolucionaria, ya que los esclavos paganos no podían participar en los cultos oficiales y tenían que organizar entre ellos cultos adecuados. Jamás encontramos en las catacumbas la palabra siervo, porque para ellos, también en la muerte, todos eran iguales.

No nos engañemos, sin embargo. Desde el primer momento, también en las primeras comunidades, a pesar de su entusiasmo y de su cercanía a Jesús, se entremezcló el trigo con la cizaña. Las incomprensiones entre judeocristianos y pagano-cristianos, el nacimiento de las herejías o de diversas interpretaciones contradictorias de la doctrina de Jesús, las rivalidades entre comunidades distintas abundaron a lo largo de la historia. Nosotros denominamos aquella época como la edad de oro, pero siempre en la historia humana y en la historia de los cristianos el pecado ha estado presente aunque haya sobreabundado la gracia. La generosidad ha movido montañas, pero, también, el egoísmo ha dejado huellas en todas sus páginas.

El 24 de agosto del 410 Roma fue tomada, saqueada y arrasada por las tropas de Alarico. En el mar de fuego que asoló la ciudad se salvaron dos pequeñas islas, las basílicas de Pedro y Pablo, y a su sombra encontró refugio el pueblo romano. Agustín, conmovido por este milagro, comenzó a escribir La Ciudad de Dios, una filosofía de la historia, en la que Dios marca las reglas. La Iglesia comenzó a asumir el rol de depositaria y defensora del patrimonio cultural romano y, al mismo tiempo, intentó acercarse a los bárbaros para convertirlos e integrarlos en una civilización común. ¿No se encontraban, también ellos, en las manos de Dios, a pesar de su condición de bárbaros?

San León Magno salió al encuentro de Atila, el terrorífico jefe de los hunos dispuesto a conquistar Roma y quedarse con los tesoros que la ciudad todavía encerraba. Ambos se miraron cara a cara en Mantua (452) y aunque no se conoce nada de la entrevista, lo cierto es que Atila abandonó Italia. Probablemente el caudillo huno tuviera otras razones para volver la espalda a Italia, pero no cabe duda de que su diálogo con el papa resultó determinante. El encuentro ha quedado inmortalizado en la espléndida pintura de Rafael que encontramos todavía hoy en las estancias del Vaticano. En esta y tantas otras ocasiones hombres de Iglesia han intentado a lo largo de los siglos convertirse en puentes, en factores de diálogo, buscadores de la paz y de la concordia entre los seres humanos y entre los pueblos. No hace muchos años, todavía, la Santa Sede consiguió la paz entre Chile y Argentina, tras un largo contencioso, y, en estos últimos años, negocia en Cuba la liberación de los presos políticos.

León Magno, pues, trató de salvar a los romanos de las garras de los bárbaros y de salvar a estos de sí mismos. Consideró que esta era su labor esencial, salvar a los hijos de Dios de cuanto amenazase su vida y su libertad. A lo largo de los siglos encontramos repetida esta actitud. Europa nace de esta labor integradora eclesial. De una amalgama de pueblos, culturas y tradiciones, el cristianismo, anunciando la paternidad universal de Dios y la presencia humanitaria y salvífica de Cristo, va consiguiendo una cultura que integra el cristianismo con las tradiciones romanas y la idiosincrasia de cada pueblo. Para conseguirlo resultó esencial, sin duda, que el cristianismo no estuviera enraizado en ningún contexto particular racial, geográfico, social o político. Era genuinamente universalista. Resulta importante, en este sentido, apreciar tanto los elementos de continuidad como los de discontinuidad entre el mundo romano de san Agustín y el mundo cristiano-bárbaro que le sucedió. Entre los elementos de continuidad resulta imprescindible tener en cuenta el ministerio de caridad que los obispos y las instituciones eclesiales mantuvieron invariablemente en las ciudades a favor de los más débiles de las diversas comunidades. Como un eco de la advertencia de Juliano, se mantuvo en nuevos modelos sociales la impronta de caridad y preocupación por las necesidades de los ciudadanos que había distinguido a las primeras comunidades cristianas[12].

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