1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 Este fue el caso de dos monjas misioneras franciscanas, Guilhermine y Marie Xavier, que se ofrecieron voluntarias para trabajar en el hospital de Totoras durante la epidemia de peste bubónica que hubo en Argentina en 1919. Eran conscientes del riesgo de su opción por el acompañamiento y la ayuda a los enfermos, pero no dudaron en su entrega. Todo el siglo XX está surcado por estas historias. Muchos religiosos y religiosas han muerto por amor a los enfermos, demostrando que, para ellos, su propia vida no constituía un valor absoluto, si para protegerla tenían que abandonar a quienes necesitaban su ayuda. Demostraron que acercarse a los pobres era más importante que protegerse a sí mismos. En muchos casos, el compromiso con los enfermos supone un riesgo inmediato de perder la vida y muchos de los religiosos han emprendido vocacionalmente ese camino. Esta situación se dio, a menudo, durante los siglos pasados, sobre todo con motivo de las pestes y de las enfermedades contagiosas.
En nuestros días, en muchos países, por motivos políticos y sociales, el servicio a los pobres comporta exponerse a conflictos muy difíciles en ambientes peligrosos. En algunas situaciones, los cristianos son conscientes de que practicar la caridad, defender a los débiles, significa exponer la propia vida. La historia del cristianismo cuenta con millares de historias de este género, pero, probablemente, nunca como en el siglo XX esta entrega a los pobres ha resultado intolerable para algunos poderes económicos o políticos. Una vez más, nos encontramos con el principio evangélico de que no existe verdadero reconocimiento y adoración a Dios allí donde la justicia es pisoteada y escarnecida.
Maximiliano Kolbe es uno de los ejemplos más emocionantes de martirio de caridad en un campo de exterminio nazi. Para Juan Pablo II se trató de un «mártir del amor»: «Siendo prisionero del campo de concentración, reivindicó, en el lugar de la muerte, el derecho a la vida de un hombre inocente, entre tantos millones…». El P. Kolbe declaró «su intención de ir hacia la muerte en su lugar, porque era un padre de familia y su vida era necesaria para sus seres queridos». Arrestado y deportado a Auschwitz en 1941 como superior de la comunidad franciscana de Niepokalanow, salvó la vida de uno de sus compañeros de detención al morir en su lugar en un «búnker del hambre» el 14 de agosto de 1941, después de dos semanas de sufrimientos. Otro testimonio de coherencia y de amor a la verdad y a los hermanos lo dio el pastor protestante alemán Dietrich Bonhoeffer, fundador de la Iglesia confesante («solo quien canta junto a los judíos puede cantar gregoriano»), ahorcado por los nazis en el campo de concentración de Flosblindé, en 1945. La vida de amor, aunque sea oculto, se muestra irrefrenablemente y permite, incluso en las situaciones más terribles, que brille la fe no solo en Dios sino también en los hombres, como fe en la solidaridad y en la dignidad de la persona humana[9].
Sor Felisa Urrutia Langarica, carmelita de la caridad, vivía en el barrio pobre de Bella Vista, en la ciudad de Cagua, en Venezuela. Fue asesinada por defender a una niña de los abusos sexuales de su padre y de un cómplice, el 19 de marzo de 1991. La actuación generosa y desinteresada a favor de tantos desvalidos provoca el odio de quienes se aprovechan de cuantos se encuentran a merced de los más poderosos. Los niños son las primeras víctimas en una época en la que las familias están en crisis o cuando nacen sin referencias familiares, de amor y protección. Encontramos en América Latina y en África bastantes casos de sacerdotes asesinados por haber luchado por alejar a los adolescentes de los ambientes de mala vida local. Pero lo mismo sucede con mujeres y hombres que caen víctimas del tráfico sexual o con tantos otros convertidos en víctimas de los experimentos de las firmas farmacéuticas o del tráfico de órganos humanos. En estos u otros casos de explotación humana, quienes se erigen en defensores de los oprimidos de cualquier género están expuestos a la violencia extrema de quienes permanecen dispuestos a utilizar cualquier medio para vivir a costa de los demás. Esta fue la causa del asesinato de mons. Girardi, obispo en Guatemala, y de tantos otros sacerdotes y religiosos en diversos países de África y América.
Juan Pablo II habló de «mártires de la justicia e indirectamente de la fe», durante su viaje a Sicilia, en el que denunció duramente a la mafia. Podemos encontrar estos mártires en los países del Sur, desde América hasta Asia, pero, también, en Europa. Aunque, a primera vista, resulte incompatible con la situación social y cultural del siglo XX en Occidente, debemos afirmar que el número de los asesinados por sus actividades caritativas y en defensa de los derechos humanos en estos países son muy numerosos. Señalamos solo algunos casos.
P. Valeriano Cobbe explicó de qué manera su incansable actividad social en Bangladesh se hallaba vinculada a la difusión del Evangelio: «En la base siempre permanece un solo hecho, que estamos aquí para predicar el mensaje evangélico, para “crear el hombre perfecto en la medida que conviene a la plena madurez de Cristo”. La contribución que el misionero da al desarrollo de los pueblos es una exigencia que brota del Evangelio. Jesús hablaba a la gente, pero cuando esta tenía hambre se compadecía de ella y le daba de comer. Hay que tener presente, además, que en este mundo dominado por los musulmanes, el único mensaje cristiano que podemos difundir es el de nuestro ejemplo, el de nuestro trabajo social, el de nuestra caridad humana y cristiana».
Movido por este sentimiento, organizó cooperativas agrícolas que tuvieron gran éxito y que daban trabajo a un número importante de hombres, pero provocó el malestar de quienes se habían aprovechado tradicionalmente de aquella pobre gente. Fue asesinado el 14 de octubre de 1974. Uno de sus compañeros escribió que fue asesinado porque la bandera de los oprimidos se había izado demasiado alto. Encontramos otros misioneros asesinados por motivos semejantes en Brasil, Filipinas, en Honduras o en Perú.
Entre los muchos caídos en Argentina durante los años setenta por la dictadura militar se encuentran los religiosos de la parroquia de san Patricio de Buenos Aires, punto de referencia y acogida de cuantos se resistían al clima de ilegalidad y represión que se había desencadenado en el país. Fueron asesinados por un grupo de pistoleros que desapareció impunemente. En octubre de 1976, en la diócesis de san Félix do Araguai, en Brasil, el jesuita Joao Bosco Penido y el obispo Pedro Casaldáliga intentaron liberar a algunas mujeres torturadas por la policía del lugar. Uno de ellos mató al jesuita con dos tiros en la cabeza. Otros muchos sacerdotes, religiosos y laicos murieron por semejantes razones. Los jesuitas de la universidad centroamericana de El Salvador son algunos de ellos.
Uno de los casos más conocidos y estremecedores a finales del siglo XX es el de los cistercienses de la abadía de Nuestra Señora del Atlas, en Argelia, monjes estrechamente relacionados con el diálogo y la convivencia con el mundo musulmán. Los monjes eran queridos por la gente, realizaban una función social a través de un dispensario médico (uno de los hermanos era médico) y tenían una fuerte sensibilidad ecuménica. Un responsable del GIA, la organización islámica más extremista, ordenó a los monjes que abandonaran el monasterio, pero estos, tras larga reflexión, decidieron quedarse junto a los campesinos de la zona, que acudían al monasterio en todas sus necesidades. No querían morir, pero consideraron que abandonar el monasterio significaba abandonar al pueblo entre quienes vivían. El amor al Islam y al pueblo argelino fue una de las razones que les llevó a permanecer en el lugar. El hermano Michel Fleury escribió: «Mártir es un término tan ambiguo, que si nos sucediese algo, y no lo deseo, queremos vivirlo aquí, en solidaridad con todos estos argelinos y argelinas que ya han pagado con su vida, con todos estos desconocidos inocentes. Me parece que quien nos ayuda a actuar hoy es Aquel que nos ha llamado. Estoy profundamente maravillado».
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