Juan María Laboa - Por sus frutos los conoceréis

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Una obra sobre el amor, la solidaridad y la historia de la caridad en la vida de los cristianos. «Mirad cómo se aman», señalaban con admiración los paganos de los primeros cristianos. Probablemente, la única identidad de los cristianos es la de la caridad. Pero, ¿en qué consiste este amor, cómo lo manifestamos, de qué manera ha existido este sentimiento y este comportamiento a lo largo de nuestra historia? Estas son algunas de las grandes preguntas a las que intenta responder este libro. En él se hace un repaso de la historia de la caridad desde los grandes fundadores de instituciones eclesiásticas hasta las personas anónimas que aún hoy siguen trabajando por hacer una sociedad más compasiva y fraterna. Son ellos los que cumplen ese precepto que quiso Jesús para sus discípulos: «Por sus frutos los conoceréis».

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Con frecuencia, los creyentes nos vemos envueltos en una esquizofrenia activa entre los conceptos que utilizamos y los métodos de gobierno con los que actuamos. San Gregorio Magno, para afear la conducta del patriarca de Constantinopla, que asumió el título de «ecuménico», adoptó el lema de «Siervo de los Siervos del Señor», pero la historia nos enseña que, a veces, a la sombra de esa definición se ha oprimido, maltratado y escandalizado a los siervos e hijos del Señor, convirtiéndose así en lobos prevaricadores de las ovejas de Cristo. El Señor fue muy claro al instruir a sus discípulos, cuando les dijo que no debían actuar al modo de quienes en el mundo detentan el poder: «Los últimos serán los primeros» constituyó su advertencia. Hay que estar dispuestos a compartir, a participar, a perdonar, a ayudar en todo momento, en la construcción activa de ese reino de los cielos que ya está, de alguna manera, en nuestros corazones: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro» (cf Mt 20,20-28). Durante un tiempo, cuando los cónsules eran enviados a su destino, se les aconsejaba: «Compórtate no como un juez sino como un obispo». A lo largo de los siglos, por el contrario, hemos pasado, a menudo, del servicio a la dominación y a la tiranía.

Pero la experiencia nos indica que la diaconía ha permanecido siempre vigente en la memoria eclesial. No cabe duda de que una de las actividades más importantes desarrolladas por la Iglesia de Jerusalén en sus primeros años de vida fue, en el plano social, la diakonía kathemeriné, es decir, la ayuda a las viudas, los huérfanos y los pobres, a los enfermos y prisioneros, a los que tenían hambre o sed, o a quienes se hallaban desnudos o abandonados. La nueva doctrina se centraba en la persona de Jesús, la auténtica buena nueva proclamada, pero Jesús se mostraba ante sus discípulos como verdad y vida, de forma que resultaba imposible separar su doctrina de su cercanía y amor por los ciegos, los cojos, los pobres, y de su continua preocupación por quienes sufrían y eran mansos de espíritu a pesar de las calamidades sufridas.

Al hablarnos de la vida de los primeros cristianos, los Hechos de los Apóstoles nos refieren que «los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y los repartían según la necesidad de cada uno» (He 2,44-45). Esta división y distribución de bienes provocó, a menudo, conflictos y, tal vez, desigualdades entre ellos, de modo que los discípulos de lengua griega comenzaron a murmurar contra los de lengua hebrea porque pensaban que sus viudas quedaban desatendidas en el servicio cotidiano. Los apóstoles, muy conscientes de que su tarea más propia era de la de predicar y enseñar, decidieron elegir a siete hombres para que dedicaran su tiempo a servir las mesas y administrar la caridad. De entre ellos el más conocido fue san Lorenzo (He 6,1-6).

La evolución de los primeros grupos de seguidores de Jesús hasta convertirse en comunidades estables bajo la autoridad de un obispo fue acompañada por la determinación de los lugares de culto y de los ritmos cultuales, de los ritos de iniciación y de la liturgia eucarística, por la aceptación del canon de las escrituras y por la organización eclesiástica en sus diversos rangos. En este proceso de clarificación de la identidad cristiana tuvo un papel destacado la caridad fraterna, la ayuda mutua, el sentimiento de filiación de un Padre común, que era el Creador del universo. A lo largo de su enseñanza, Jesús nos descubrió que Dios es el Padre de todos los hombres, que se reveló en el Verbo encarnado, su Hijo Jesucristo, y que ambos enviaron al Espíritu Santo a la Iglesia para la santificación de los creyentes. La configuración religiosa y existencial de los cristianos no es la de los siervos o esclavos sino la de quienes gozan de la filiación adoptiva de Dios. El hombre se convierte en hijo adoptivo y esta realidad influye de forma determinante en las relaciones mutuas de los creyentes.

Aunque en el Nuevo Testamento no se les llama en ningún momento diáconos, san Ireneo de Lyon (135-200) escribió en su conocido libro Contra las Herejías que «Esteban fue elegido por los apóstoles como primer diácono», articulando así una tradición que llega hasta nosotros, la de relacionar la diaconía con la exigencia y práctica cristiana de amar y ayudar a los hermanos más desfavorecidos. Es decir, hacia el año 57, tanto en Roma como en Éfeso y en Filipos, las funciones eclesiales en la comunidad se repartían entre los obispos, que presidían y enseñaban, y los diáconos, que servían y distribuían los bienes a los demás cristianos, todos igualmente miembros de un pueblo sacerdotal y real.

De todas maneras, el contexto sacramental de la elección de estos siete hombres (la imposición de las manos) les concede, al mismo tiempo, tanto una proyección litúrgica como una dedicación específica al servicio de los hermanos (He 6,3), que será la propia de los diáconos a lo largo de la historia. Según los textos de que disponemos, los diáconos administraban todos los bienes materiales de las iglesias y eran los responsables de la organización caritativa, especialmente de los enfermos. A mediados del siglo III, el papa Fabián, en una importante reorganización administrativa de la diócesis de Roma, dividió la ciudad entre sus siete diáconos, quienes presidían en su respectiva circunscripción los servicios de caridad, y, unos decenios más tarde, el concilio de Cesarea promulgó una ley que limitaba a este número la cantidad de diáconos existentes en cada ciudad, independientemente de su extensión.

En los banquetes (agapés), organizados con una cierta frecuencia por las primeras comunidades, con el fin de conseguir fondos, los diáconos eran los encargados de articular su organización litúrgica con su sentido social y de distribuir el dinero y los dones recogidos entre los necesitados.

En los documentos primitivos encontramos numerosos ejemplos de mujeres que ejercieron tareas propias de los diáconos. En la Carta a los romanos (16,1-2) Pablo habla de Febe, «diaconisa de la Iglesia», y parece que también se refiere a ella en 1Tim 3,11. El Pastor de Hermas se refiere a Grapte, una mujer que desempeñaba un cargo oficial en el campo educativo y caritativo. Actuaban en el bautismo de las mujeres y en su catequesis, visitaban a las enfermas y a aquellas mujeres que vivían entre paganos[8]. En realidad, estas alusiones desaparecieron pronto, de forma que no tenemos ideas claras sobre el diaconado femenino y su duración.

No pasó mucho tiempo antes de que el diácono se convirtiese en un importante ayudante del obispo, de forma que, aunque el obispo diocesano asumiera la última responsabilidad de la caridad así como de las otras funciones diocesanas de dirección, los diáconos mantuvieron su relación inmediata con las necesidades sociales de las comunidades, convirtiéndose en los ojos y oídos, las manos y el corazón de los obispos. Podríamos señalar, también, que los diáconos eran habitualmente los intermediarios entre los laicos y los obispos, función de creciente trascendencia a medida que el número de cristianos aumentaba y que las tareas extraeclesiales de los obispos se complicaban mientras aumentaba considerablemente su relevancia en la vida social. De la concorde colaboración entre el obispo y el diácono depende, según la Didascalia del siglo III, el bien de la comunidad.

Recordemos que buena parte de las obras de caridad estaban minuciosamente establecidas y reguladas, y es en esta estructura organizativa en la que los diáconos ejercían una dirección de primera importancia. Ellos recogían y distribuían los dones de los fieles, de manera especial aquellos legados y herencias que recibía la Iglesia cada día con más frecuencia. San Ambrosio repite en sus escritos la consideración de que ser generoso con los pobres constituye el mejor modo de que nuestros pecados sean perdonados, de que con nuestras limosnas convertimos a Dios en deudor nuestro ya que, en cierto modo, esta generosidad nuestra se convierte en un préstamo que consignamos al mismo Dios.

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