Durante los siglos XIX y XX diversas congregaciones religiosas incluyeron la palabra providencia en sus nombres propios. Ellas han dedicado su atención y su vida a los niños abandonados, a los ancianos, a los pobres, pero, sobre todo, han querido señalar que era la providencia divina la que, por medio de sus atenciones, se cuidaba de protegerles y cuidarles. En cierto sentido, los milagros divinos siguen manifestándose en todos los ámbitos humanos, día a día, por medio del amor y la entrega de los hombres. La auténtica aventura humana consiste en descubrir el verdadero rostro del amor y, para conseguirlo, resulta imprescindible descubrir y poner en práctica nuestra capacidad de amar. Demasiado a menudo, nos limitamos y empobrecemos con amores escasos y de poco horizonte, sin captar el inmenso amor que nos rodea y que, de hecho, mueve, libera y enriquece un mundo siempre contradictorio y desconcertante.
El pensamiento humano, el arte en todas sus expresiones, las diversas religiones han concebido el mundo como la manifestación esplendorosa y como la expresión plástica de la omnipotencia de Dios, pero no siempre de la bondad y la ternura de Dios. Sin embargo, desde el alba de los tiempos, Dios nos conocía, y toda la creación siempre ha estado relacionada y condicionada por nuestra existencia. Él sabía que algunos se rebelarían a su amor y a su misericordia, pero que otros le amarían desde el instante en que fueran capaces de amar, y que ya nunca más le abandonarían. Habría alegría en las estrellas con motivo de algunas conversiones y, al final de los tiempos, en la gloria final de la creación, todas las criaturas se reunirán para celebrar su amor, de modo que, en la culminación de los tiempos, todos los ámbitos de la creación volverán de nuevo a su Creador.
Mientras tanto, a lo largo de la historia, los seres humanos se encuentran y relacionan una y otra vez con los milagros que Dios va desparramando en el universo. Son signos que deben ser investigados, descifrados y comprendidos. Algunas almas más humildes o más ingenuas o más puras han tenido y tienen la misión de comprenderlos, traducirlos y darlos a conocer: «Los cielos anuncian la gloria de Dios, el firmamento proclama las obras de sus manos», reconoce el Salmo 19,7, y Tommaso de Celano, en su Vida sobre Francisco de Asís, comenta: «¡Qué éxtasis le procuraba la belleza de las flores, cuando admiraba sus formas y aspiraba su delicada fragancia! Se paraba a predicarles, les invitaba a alabar y a amar a Dios, cual si fuesen seres dotados de razón. Al mismo modo, las cosechas y las viñas, las piedras y las selvas, las bellísimas campiñas, las aguas corrientes, los jardines verdosos, la tierra y el fuego, el aire y el viento, con simplicidad y pureza de corazón, invitaban a amar y alabar al Señor»[5].
El Cántico de las criaturas de san Francisco constituye la continuación de esta admiración: «Omnipotente, Altísimo, Bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor, tan solo tú eres digno de toda bendición y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención».
Hasta nuestros días, durante los primeros días de octubre se presentan en las iglesias los frutos de los campos como agradecimiento por el permanente milagro de las estaciones y de los alimentos que la naturaleza nos ofrece para nuestro provecho. La eucaristía constituye una extraordinaria acción de gracias al Dios que nos salva, que el pueblo cristiano ofrece cada día recordando a Cristo. Cuando los cristianos somos capaces de dar gracias a Dios por ser nuestro Padre, al mismo tiempo, reconocemos con alegría la existencia de todos nuestros hermanos y, a partir de ese mismo momento, la humanidad se hace más compacta y solidaria.
Los grandes santos han repetido los milagros de Jesús, tal como leemos en sus vidas. La presencia viva y decisiva del Señor se encuentra en la vida de sus santos, en su desbordado amor por Dios y por los hombres, en los prodigios que realizan, en su capacidad de crear paz y solidaridad. También ellos han considerado que solo hay un universo, el de los hombres, que, en su evolución, siempre desemboca en Dios, y han utilizado en su acción el principio de que hay que servir antes que a uno mismo a quien es menos feliz que uno mismo. Servir en primer lugar a quien sufre más, necesita más y está más solo que nosotros mismos.
Los creyentes han relacionado los milagros, en su sentido general, con la idea de Providencia, que tiene que ver con el convencimiento de que Dios se interesa por nosotros, perdona nuestras infidelidades, acompaña nuestras vidas, nos protege y se preocupa por nuestro itinerario. Jesús compartió todo con nosotros. Compartió, en primer lugar con José y María; con los doce apóstoles, quienes con frecuencia no comprendían lo que sucedía; compartió su cuerpo en la última cena y en cada una de las eucaristías, y, al morir en la cruz, los soldados repartieron su ropa. No vino para condenarnos ni para juzgarnos, sino para sanar nuestras heridas, para curarnos y salvarnos. Es el milagro que nosotros podemos repetir con nuestros hermanos si actuamos como él.
Jesús habló de que Dios hace llover sobre buenos y malos y nos recordó que si nosotros, que somos débiles, nos ocupamos de nuestros hijos, con más razón Dios se ocupará de nosotros. Nuestras oraciones se dirigen a Dios con esta confianza y el pueblo fiel, espontáneamente, considera que Dios nos tiene en cuenta y nos protege. La predicación repite que Dios nos conoce por nuestros nombres, personalmente. Es decir, los creyentes, aceptando la autonomía de la naturaleza y la libertad de Dios y la nuestra, nos sentimos protegidos, defendidos, apoyados y encaminados por el amor de Dios.
Precisamente este convencimiento ha llevado a muchos creyentes de los últimos decenios (Henri Godin, el padre Depierre, el abbé Pierre) a abrir puertas y penetrar en el mundo de la miseria, a partir de corrientes espirituales y de la inteligencia del corazón más que de las ideas. Movimientos de lucha por el pan, por la justicia, por los seres humanos más despreciados y a favor de la familia. El abbé Pierre ha insistido en que la familia constituye el único refugio para el hombre cuando le falta todo. Solo en ella encuentra quien le acoja alguien que le es cercano. Estos creyentes no poseían nada, ningún poder; ofrecían lo que eran, dispuestos a consagrar su vida combatiendo con quienes se encontraban empujados a la miseria. Su fe les lleva a amar y darse a los otros, siguiendo a Dios, que ha prometido: «Mi fidelidad y misericordia le acompañarán, por mi nombre crecerá su poder. Él me invocará: “Tú eres mi Padre, mi Dios, mi roca salvadora”» (Sal 89).
4. La compasión y la misericordia de Jesús
En el evangelio de Marcos encontramos un milagro especialmente significativo, el de la mujer que tenía un flujo de sangre (Mc 5,24-34). No se nos da su nombre. Se encuentra sola, sin parientes ni amigos, y se nos dice que los médicos la habían arruinado. Dadas las costumbres imperantes en su tiempo, su enfermedad de pérdida de sangre, además de hacerla estéril, la situaba en un mundo ritual de impureza, vergüenza y deshonor. Por eso no se atreve a hacer su petición en público, y solo se atreve a tocar su manto a escondidas, ya que, según el ritual judío, si ella le toca, él quedará impuro. Impresionada por lo que ha oído de Jesús, se atreve a acercarse a la fuente de un don que solo puede ser recibido gratuitamente, en contraste con la fortuna que ha gastado inútilmente en médicos. Su tímido y simple contacto revelaba su temor y toda su esperanza, al tiempo que se manifiesta la ternura de Dios.
En este milagro nos encontramos con la grandeza de Dios y el amor misericordioso del Señor. A Jesús no le basta con curarla, quiere llegar a lo más profundo de su alma e inicia con ella un diálogo que les aproxima y les relaciona. Jesús no es un funcionario, sino el amigo que se preocupa y sale a su encuentro. La mujer no solo es sanada, sino que recibe además la alabanza por su fe y es llamada hija, un título raro en los evangelios.
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