Anna-Marie McLemore - Cuando la luna era nuestra

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Novela ganadora del premio James Tiptree Jr. Esta es la historia de Miel y Sam. Miel, que no recuerda su pasado y ahoga en el río las rosas que le crecen en las muñecas. Sam, que pinta lunas para ahuyentar las pesadillas de los demás y se pregunta si algún día se sentirá cómodo con su cuerpo. Juntos tendrán que hacer frente a las Bonner, cuatro hermanas a las que los rumores señalan como brujas. Famosas por su belleza, están dispuestas a arriesgarlo todo para apoderarse de las rosas de Miel. Con una prosa poética e inolvidable McLemore compone una historia de aceptación y amor plagada de magia y diversidad. Traducido por Aitana Vega La edición cuenta con un posfacio sobre el realismo mágico contemporáneo y varios detalles ilustrados que se han realizado en exclusiva para esta publicación.

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Había una niña acurrucada en la maleza húmeda, con el pelo pegado a la cara y los ojos abiertos y redondos como canicas de color ámbar. Llevaba un camisón fino, que debió de ser blanco en algún momento, pero el agua lo había teñido de crema. Se cubría con los brazos, encogida como si estuviera desnuda, y miraba a todo el mundo como si le enseñaran los dientes.

Al principio, algunas de las madres gritaron mientras se preguntaban de quién era la niña que había quedado en el camino de la torre de agua. Después se dieron cuenta de que no la conocían. No era su hija, ni de ninguna de las madres del pueblo.

Nadie se le acercó. El círculo de los que habían venido a ver cómo se derribaba la torre se fue ensanchando un poco más a medida que la observaban. Cada minuto, se alejaban un nuevo paso, más temerosos de una niñita que del agua derramada y el metal oxidado. Mientras tanto, ella los miraba con mucha atención y daba la sensación de devolver todas las miradas a la vez, con unos ojillos al mismo tiempo agresivos y asustados.

El niño llamado Luna se acercó y se arrodilló frente a ella. Se quitó la chaqueta y se la puso a la niña. Le habló en voz bastante baja para que nadie más lo oyera.

Todo el mundo retrocedió, a la espera de que lo mordiera o le clavara las uñas en la cara, pero ella lo miró y lo escuchó, y sus palabras hicieron desaparecer aquella mirada feroz.

Después de ese día, todos los que no habían estado en la torre de agua pensaban que era igual que cualquier otra niña, apenas diferente del chico con el que siempre estaba. Sin embargo, si se fijaran bien, verían que siempre tenía el dobladillo de la falda un poco húmedo, que nunca se secaba del todo por mucho que el sol lo calentara.

Esa sería la historia, una simplificación ordenada de lo que había sucedido. Se eliminarían todos los detalles que no encajasen. No se mencionaría cómo Miel, empapada y oliendo a óxido, había gritado con la cara enterrada en las manos mientras todo el mundo la miraba. Porque todo el mundo la miraba y ella solo quería desparramarse en el suelo como el agua derramada y desaparecer. Cómo Sam se agachó a decirle que todo iría bien, con palabras lentas y medidas para que entendiera lo que quería decir. «Puedes dejar de gritar. Te escucho. Te entiendo». Cómo ella le creyó, creyó que la escuchaba y la entendía, así que dejó de gritar.

Omitirían la parte de las hermanas Bonner. Desde Chloe, de ocho años, hasta Peyton, de tres, las cuatro habían estado presentes para ver cómo se derrumbaba la torre de agua, alineadas de modo que su pelo parecía componer un bosque de árboles otoñales. Peyton sostenía una calabacita gris que, bajo aquella luz, se veía casi azul. La llevaba acunada en un brazo y con la otra mano la acariciaba como si fuera un pájaro. Cuando dio un paso hacia Miel, aferrada a la calabaza, los gritos de la niña se volvieron salvajes y quebradizos, por lo que Peyton se sobresaltó y volvió con sus hermanas.

Cuando Sam descubrió el miedo de Miel a las calabazas, lo comprendió; cuando vio a Peyton tratar la fruta como si estuviera viva, Miel le tuvo miedo no solo a ella, sino a todos. Esa parte nunca llegaría a la historia.

Esa versión también eliminaría la parte en la que Sam intentó llevarse a Miel a casa como si fuera un gato perdido. La serena convicción de su madre, mientras cortaba patatas, de que encontrarían un lugar para la niña. Tenía razón, por supuesto. En menos tiempo del que tardó en cocinarse el saag aloo , Aracely, la mujer que Sam consideraba tanto una tía como una vecina, apareció en su puerta y les dijo que tal vez tuviera sitio en su casa alquilada para la niña hecha de agua.

No se mencionaría que el pelo de Miel apenas se había secado cuando la primera hoja verde de un tallo de rosa atravesó la piel de su delicada muñeca. Esa era una historia diferente, extraña y sangrienta, que brillaba como la plata de las hojas de unas tijeras. Una historia para niños mayores, que no temieran sus propias pesadillas.

Esa versión de la historia revolvería el orden de los acontecimientos. Nadie más que Sam había oído lo que Miel se gritaba entre las manos. «He perdido la luna», había dicho mientras sollozaba sobre los dedos. «He perdido la luna».

Nunca le preguntó a qué se refería. Incluso entonces, sabía que no debía. La sensación de la niña de que la luna se le había escapado parecía encerrada en un rincón tan profundo dentro de ella que para encontrarlo había que abrirla en canal. Sin embargo, esa era la razón por la que Sam pintaba sombras y mares lunares en papel, metal y cristal, la razón por la que copiaba las sombras del Mare Imbrium y el Oceanus Orocellarum, para devolverle la luna. Había pintado cielos oscuros y lunas brillantes en papel desde que tenía edad suficiente para sostener un pincel y para ojear los atlas de astronomía de la biblioteca, pero no sería hasta que la niña saliera de la torre de agua, llorando por su luna perdida, cuando Sam empezó a pintar infinidad de copias de la luz más brillante del cielo nocturno.

No dejaría que volviera a sentir que la había perdido.

Por ella, en el pueblo habían empezado a llamarlo con el nombre de Luna. Por ella, el pueblo lo había bautizado. Sin ella, no tenía nombre. No era Samir ni Sam. No era nadie. No sabían su nombre, del mismo modo que no sabían quién había sido esa niña antes de ser agua.

Lago del Otoño

картинка 5

Se habían tocado todos los días desde que eran pequeños. Miel le ponía la mano en la frente cuando creía que tenía fiebre. Sam le colocaba pegatinas de estrellas doradas en los días de verano y se las quitaba por las noches para que dejasen pálidas constelaciones en su piel oscurecida por el sol.

Miel había visto el marrón de las manos de ambos cuando eran niños y coger la del otro solo significaba que le gustaba la calidez de su palma en el aire nocturno o que Sam quería arrastrarla a ver algo que se había perdido. Una lluvia de meteoritos o una enredadera de campanillas dobles, tan azules que parecían teñidas.

Todas esas cosas le recordaban las lunas de él, y las lunas le recordaban a todas esas cosas. Sam había colgado una cadena de ellas entre sus casas, algunas tan pequeñas como las palmas de las manos y otras tan grandes como para llenarle los brazos. Iluminaban la tierra y la hierba silvestre. Estaban arropadas por los árboles y cada una emitía un anillo de luz lo bastante amplio como para tocarse con el de la siguiente, para que nunca caminara en la oscuridad. Una dejaba un rastro del mismo color dorado que las pegatinas de estrellas. Otra era del azul de las campanillas que Sam encontraba incluso en la oscuridad. Otra era del blanco puro y suave de las flores de escarcha que le mostraba en las mañanas de invierno, rizos de hielo que parecían tulipanes y peonías.

Por la que pasaba en ese momento era del color de una rosa que había crecido en la muñeca de Miel cuando estaban en noveno curso. Lo recordaba porque, en el pasillo del colegio, la manga se le había deslizado hacia atrás y la rosa había rozado por accidente el codo de una chica que se había apartado con un grito:

—¡Mira por dónde vas!

Esa misma tarde, cuando el novio de la chica rompió con ella, le echó la culpa a Miel y al roce de los pétalos. La acorraló en el baño y parecía a punto de darle una bofetada cuando Sam se le acercó por detrás y le dijo:

—Yo en tu lugar no lo haría.

Lo había dicho con la voz calmada; casi había sonado más como un consejo que como una amenaza, por lo que la chica se había dado la vuelta.

—¿Sabes que la última persona que hizo eso se convirtió en una planta de interior? —dijo, con un tono de advertencia y seguridad tal que la chica lo creyó. La asaltaron todos los rumores sobre Miel y Aracely y se echó atrás.

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