Estrella Correa - Bilogía Las estrellas

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¡Ya tenéis disponible al bilogía al completo!Nerea tiene una empresa de éxito, un marido que la quiere y una vida perfecta. Nerea quiere volver a ser feliz, y cree que, si tiene paciencia y lucha, todo volverá a ser como antes; pero no espera que su alrededor cambie tan rápido. Nada es como ella pensaba y sus sentimientos se transforman en algo que desconocía. Nerea tiene miedo, sin embargo, elige vivir.¿Y tú? ¿Serías capaz de saltar al vacío sin paracaídas y sin red?

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—¿Aquél de allí no es Pablo?

Me encojo de hombros y le doy un sorbo a mi bebida.

—¿No vas a saludarlo?

—No quiero interrumpir.

—No seas boba —me quita el vaso de la mano—. Anda, ve. Si lo estás deseando.

Al ver que no me muevo, Rocío deja los vasos sobre una mesa, me empuja por la espalda y me lleva hasta dejarme casi delante de él. Pablo me ve, abre los ojos asombrado y se levanta, dejando a sus dos acompañantes femeninas con la palabra en la boca.

—¡Hola! ¿Qué haces aquí? —sonríe, aturdido.

—He venido con las chicas —respondo sin saber qué más decir. Las señalo, pero él no me quita la vista de encima—. Allan nos ha invitado, ha ido a por una copa. —En ese momento, el apelado llega y le ofrece una cerveza a su amigo. Éste la acepta y la choca contra la de él. Las chicas que estaban sentadas junto a Pablo se levantan, una de ellas le dice algo en el oído y desaparece, junto con su amiga, por un pasillo que hay detrás de nosotros. Reconozco esas piernas tan largas, es la chica que salió de su piso de madrugada hace un par de semanas.

—Parece que te espera una noche de lujuria y desenfreno —bromea Allan, señalando, con el botellín en la mano, el sitio por donde han salido.

—Paso, tío. Ve tú si quieres.

—¿Yo? —me rodea los hombros con su brazo—. No cambiaría la compañía por nada del mundo. —Pablo y yo nos miramos con cara de circunstancia. Unos segundos más tarde, se mete las manos en los bolsillos y sale del reservado para dirigirse a la barra más cercana. Tendrá ganas de salir y socializar con el resto de mortales que bailan apretados un poco más abajo, porque aquí podría pedir al camarero lo que quisiera.

La compañía de Allan me gusta, pero preferiría que fuera Pablo el que estuviera haciéndome reír. No obstante, no le puedo quitar mérito al medio inglés medio español que, con sus historias, me hace soltar más de una carcajada. Vuelvo a preguntarle por el tatuaje y le pido, por favor, que me haga partícipe de la razón por la que se tatuó la frase «Soplapollas» en Chino. Me cuenta que se acostó con la novia del tatuador y que este no le dijo que lo sabía hasta después de marcarle la piel para siempre.

—He pensado borrarlo y hacerme otro encima, pero aún no he encontrado tiempo. De todas formas, nadie sabe lo que significa, al menos por aquí.

—Está bien que lo tengas, así te recordará lo que nunca más debes hacer.

—¿Acostarme con la mujer de mi tatuador?

—Acostarte con una mujer comprometida, memo —nos partimos de la risa.

Las chicas vienen a avisarme de su partida y decido irme con ellas. Allan se ofrece a llevarme, pero declino su oferta y me despido de él con un fuerte abrazo. No me pasa desapercibido su dulce olor, su cuerpo definido y el cosquilleo que siento en mis partes bajas. Hace muchísimo tiempo que no me acuesto con nadie, creo que nunca he pasado una época tan larga de sequía. Incluso con Sebastian, aunque nuestra relación no fuera la Panacea, manteníamos relaciones sexuales de vez en cuando (que no esperara a que yo terminara es otro tema que debí aclarar con él). Conclusión: necesito echar un polvo o… eso creo.

Salimos a la calle entre empujones, malas caras y unos cuantos «perdón», «lo siento» y «dejen paso». Nos resguardamos bajo la pérgola y esperamos que deje de llover. Rocío se enciende un cigarro y telefonea a Carlo, mientras Carol llama a un taxi y yo me entretengo leyendo y respondiendo varios mensajes de Cristina preguntándome dónde estoy. Me extraño al tener también un par de llamadas de ella, pero renuncio a la idea de telefonearle al comprobar que el reloj del móvil marca más de las cuatro de la mañana. Le pregunto por WhatsApp qué necesita y espero a que le llegue. Lo hace, pero no parece que lo lea. Me la imagino dormida, babeando sobre la cama o abrazada desnuda (puag, qué asco) sobre ese tal Lucas. El humo de un cigarro sobrevuela mi cara y la giro para ver de dónde proviene (Rocío fuma bastante lejos de mí). Me encuentro a Pablo de pie, con la espalda apoyada en la pared del edificio y un pie sobre la misma con la rodilla flexionada.

—¿Te ibas sin despedirte? —mis ojos se encuentran con los suyos.

—No estabas, pensé…

—Estás muy guapa —se impulsa hacia delante y se incorpora frente a mí. Le da una última calada al cigarro y lo tira a un lado. Sobre la acera puede haber más de veinte personas que vienen y van, sin embargo, yo solo escucho la lluvia caer sobre el asfalto.

—Ne, vamos. El taxi nos espera —Ro tira de mi brazo, pero yo no me muevo. Gira la cabeza hacia atrás y se da cuenta de por qué no lo hago.

—Yo la llevaré a casa —contesta Pablo, sin desconectar nuestras miradas.

Mis amigas esperan, impacientes, mi decisión. Les digo que pueden irse sin mí, me dan dos besos cada una y nos despedimos hasta mañana. Rocío me susurra al oído que no me lo piense y me lo tire. Carol me musita al otro que medite bien las cosas antes de hacerlas.

—¿Nos vamos? —con un golpe de cabeza me indica que lo siga. Camino a su lado hasta llegar al borde de la calzada, donde paramos.

—Ya sé que te gusta la lluvia, pero… nos estamos mojando —le informo.

—Muy observadora —tuerce la boca en esa media sonrisa que me deja sin aire. El coche del que los vi bajar al comienzo de la noche para ante nosotros, Pablo me abre la puerta y me invita a que pase, caballeroso.

—A casa, Steeve —le pide al conductor.

—Por supuesto, señor —le contesta este.

—¿Señor? —le pregunto, sentada a su lado. Él se encoge de hombros y no le da importancia al asunto.

—Llevo la ropa empapada —me miro el vestido negro, demasiado corto según mi amiga Carol.

—Siempre puedes quitártela —propone. Lo miro con una ceja enarcada y él tuerce la boca hacia arriba. Se deshace de su chaqueta de cuero y me la pone por encima de los hombros.

—Así entrarás en calor.

No, Pablo, así no.

Calor me entra cuando me doy cuenta de que la camiseta blanca mojada se pega a su pecho como si no llevara nada. Cierro la boca para no babear (más) y miro hacia otro lado. Unos segundos después me pregunta si estoy mejor.

—Ajá —musito (como la persona más tonta que haya pisado la faz de la tierra) y asiento con la cabeza.

Bajamos del coche y le pide al chófer que vuelva a por los chicos y que los lleve a casa, no entiendo muy bien a qué se refiere. Habla como si todos viviesen en comuna (y de hippies no tienen nada. Tampoco de pijos, parecen más roqueros modernos).

Entramos en el ascensor y los dos levantamos la mano para pulsar el botón con el número diez en relieve. Nuestra piel se toca y un escalofrío me recorre la columna vertebral. Barajo la posibilidad de que se trate de frío; pero la descarto al notar un inmenso rubor sobre las mejillas.

—¿Por qué no bebes alcohol? —pregunta con las manos metidas en los bolsillos y con la espalda sobre el cristal.

—¿Qué?

—Me he dado cuenta que no bebes demasiado alcohol. Tal vez una copa de vino.

—No soy abstemia… si es lo que me preguntas, pero… me gusta controlar mi cuerpo. Odio no manejar la situación.

—¿Nunca te dejas llevar? —abre los ojos, sorprendido.

—Depende.

—¿De qué depende? —tuerce la cabeza a un lado, dejando su mejilla muy cerca del hombro.

—De según como se mire, todo depende —tarareo la tan conocida canción.

—¿Te estás quedando conmigo? —sonríe de oreja a oreja, se incorpora y se saca las manos de los bolsillos. Tengo que levantar el mentón para poder mirarlo a los ojos. Me encojo de hombros y también sonrío.

—Vaya, vaya… ¿Te gusta jugar? —se acerca un paso—. ¿Qué tengo que hacer para que decidas dejarte llevar conmigo?

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