En este relato alternativo, Occidente tiende a exculparse de sus pecados y busca un chivo expiatorio para tal efecto. Lo ha encontrado en quien, hasta hace no mucho tiempo, era el alma de la cultura occidental: la civilización cristiana. Sería el cristianismo el culpable de los excesos de Occidente, al desembarazarnos de él, todavía podemos rescatar algo del bagaje cultural de toda una civilización. El núcleo de la cultura suele estar constituido por la religión. El núcleo de la civilización occidental es el cristianismo.
Por lo tanto, dar un paso definitivo hacia el nuevo modelo cultural exige, como requisito previo, despojarnos de nuestra herencia cristiana, pues en caso contrario, todo sería, en última instancia, más de lo mismo. Pero desembarazarnos de esta herencia cultural requiere, por estar insertado en su núcleo, rechazar el cristianismo; no basta abandonarlo y cambiarlo por otro relato, se precisa su repudio público. Dicho repudio ha cristalizado, por ejemplo, en la recurrente quema de iglesias y destrucción de símbolos religiosos en Estados Unidos, Francia, Inglaterra y España. Se opta por un ejercicio agresivo de rechazo que exprese cabalmente y sin lugar a equívocos nuestro repudio por el pasado y la disposición para asumir un nuevo modelo de vida y de cultura.
Se trata, en definitiva, de realizar una revisión generalizada de la cultura, de sustituir un relato que da sentido a la vida por otro diferente. Para hacerlo, se modifican en sus raíces los fundamentos de la sociedad, como éstos eran religiosos, se ataca al fenómeno religioso como tal o, por lo menos, se le discrimina, intimida, controla y recluye.
No es para menos, pues se trata de modificar, por ejemplo, la noción de persona, sirviéndose de una antropología de referencia distinta de la utilizada hasta el momento, y que estaba “contaminada” por principios cristianos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es un buen ejemplo de los frutos de esa “antropología trasnochada”; de ahí los sucesivos intentos de reinterpretarla o de añadirle derechos de “segunda y tercera generación”, más acordes con la antropología en boga. Como es sabido, ya en su tiempo, dicha declaración fue tildada de excesivamente cristiana.
Recientemente, a modo de ejemplo, y en un tema que podría parecer marginal, y no lo es, la Comisión Teológica Internacional señalaba cómo la antropología de referencia en la actualidad no es cristiana y por ello no se puede dar por descontado que las personas, cuando se quieren casar, desean contraer “matrimonio natural”, como la tradición y la antropología cristianas lo consideraban. Es decir, por provenir de una antropología diversa, las nociones de persona, matrimonio y familia son diferentes. Ya no es, siquiera, que no se desee acceder al matrimonio religioso; es que por matrimonio se entiende algo distinto de lo que se ha entendido toda la historia, desde la Roma clásica hasta hace pocos años. Vale la pena citar por extenso el documento:
Sin embargo, sin caer en lamentaciones catastrofistas, una mirada sincera a nuestro contexto cultural no puede dejar de constatar cómo se van consolidando cada vez más, como axiomas incuestionables en la cultura posmoderna, aspectos que llevan a cuestionar en su raíz antropológica la base natural del matrimonio. Así, sin ánimo de exhaustividad, la tendencia predominante incluye como evidentes, por ejemplo, estas convicciones extendidas, arraigadas y en ocasiones sancionadas por la legislación, claramente contrarias a la fe católica.
a) La búsqueda de la autorrealización personal, centrada en la satisfacción del yo, como la meta mayor de la vida, que justifica las decisiones éticas más sustantivas, también en el ámbito matrimonial y familiar. Esta concepción se opone al sentido del sacrificio amoroso y la oblación como el logro mayor de la verdad de la persona, que la fe cristiana propone, alcanzando así de modo magnífico su sentido y cumplimiento.
b) Una mentalidad de tipo “machista”, que minusvalora a la mujer, dañando la paridad conyugal ligada al bien de los cónyuges, entendiendo el matrimonio como una alianza entre dos que no serían iguales por designio divino, naturaleza y derechos jurídicos, frente a la concepción bíblica y la fe cristiana. La postura contracultural de Jesús, en contra del divorcio (cf. Mt 19,3-8), supuso una defensa de la parte más débil en la cultura de la época: la mujer.
c) Una “ideología de género”, que niega cualquier determinación biológica de carácter sexual en la construcción de la identidad de género, socavando la complementariedad entre los sexos inscrita en el plan del Creador.
d) Una mentalidad divorcista, que mina la comprensión de la indisolubilidad matrimonial. Al contrario, lleva a considerar los vínculos conyugales, más comúnmente denominados “de pareja”, como realidades esencialmente revisables, en contradicción directa con la enseñanza de Jesús al respecto: Mc 10,9 y Mt 19,6 (cf. Gn 2,24).
e) Una concepción del cuerpo como propiedad personal absoluta, a libre disposición para la obtención del máximo placer, especialmente en el ámbito de las relaciones sexuales, desligadas de un vínculo conyugal institucional y estable. Pablo, sin embargo, afirma la pertenencia del cuerpo al Señor, excluyendo la inmoralidad (πορνεία), de tal modo que el cuerpo se convierte en cauce de glorificación de Dios (cf. 1Cor 6,13-20).
f) La disociación entre el acto conyugal y la procreación, en contra de toda la tradición de la Iglesia católica, desde la Escritura (Gn 1,28), hasta nuestros días.
g) La equiparación ética, y a veces jurídica, de todas las formas de emparejamiento. Así, se propagan no solamente las uniones sucesivas, las uniones de hecho, sin contrato matrimonial formal, y también las uniones de personas del mismo sexo. Las uniones sucesivas niegan de hecho la indisolubilidad. Las convivencias temporales o a prueba desconocen la indisolubilidad. Las uniones de personas del mismo sexo no reconocen el significado antropológico de la diferencia de sexos (Gn 1,27; 2,22-24), inherente a la comprensión natural del matrimonio, según la fe católica.
Aunque el documento se plantea propiamente la cuestión de la necesidad de la fe para recibir válidamente matrimonio como sacramento, deja constancia, para mostrar la profundidad del problema, de sus raíces antropológicas. Es decir, hemos cambiado de “antropología de referencia” para explicarnos las cosas más inmediatas y elementales, como lo es el matrimonio, pero, derivadamente, lo que significa familia, persona y, necesariamente, sociedad. El texto sirve entonces como atestación del cambio cultural que estamos viviendo, del cambio de paradigma, de lo que sucede cuando se abandona un relato de referencia para adoptar otro discordante y crítico respecto del anterior.
La actitud de repudio a lo precedente es lógica, nuevamente nos sirve el símil del matrimonio: es como preguntarle a una persona casada por segunda vez sobre cómo fue su primer matrimonio; normalmente tenderá a exaltar las deficiencias del primero, para enaltecer al segundo, pero ¡cuidado!, no nos vaya a salir como Enrique VIII o Liz Taylor, que terminaron cambiando de matrimonio como si se tratara de calcetines. Si comenzamos a experimentar con modelos antropológicos, cuando lo único que tenemos claro es que no queremos el anterior, el resultado puede ser desastroso, pues no es banal cambiar de paradigma de persona, familia y sociedad con ligereza y rapidez.
Por ejemplo, si se cambia la noción de persona, se adopta una antropología de referencia diferente. Tal modificación afecta profundamente la idea de los derechos humanos que tenemos, modifica lo que es socialmente aceptable y lo que no lo es. Para ejemplificarlo gráficamente, resulta socialmente aceptable practicarse un aborto, pero no resulta aceptable no recoger las heces de tu mascota por la calle. Es perfectamente moral, según este esquema, quien aborta a su propio hijo, pero recoge los excrementos de su perro en la vía pública. Resulta incluso algo maleable, pues probablemente, dentro de poco, resulte reprobable éticamente no ser vegano u oponerse a la eutanasia, por haberse modificado en su raíz lo que se entiende por derecho y moralidad.
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