Madre Rosa continuó:
—San Juan es el hijo preferido del Divino Tánatos.
—Alabada sea la oscuridad —respondieron los segadores de inmediato cuando escucharon aquel nombre.
—San Juan traza su propio camino a la oscuridad —prosiguió Madre Rosa—, y está reservado sólo a él entender, y no a nosotros.
—Todas las bendiciones para San Juan —dijo el Hermano Simon—. Todas las bendiciones para el amado del Divino Tánatos.
Mientras los demás repetían sus palabras y hacían una profunda reverencia, Lilah vio que Madre Rosa volteaba brevemente hacia su guardaespaldas. ¿Se trataba de una sonrisa que compartían? ¿O de una mirada de desdén? Lilah no tenía mucha práctica interpretando gestos, pero había espiado muchas veces a Charlie Ojo Rosa y sus compinches, y sabía reconocer el engaño cuando lo veía. Quienquiera que fuera ese tal San Juan, Lilah supuso que debería preocuparse por lo mucho que Madre Rosa realmente lo respetaba.
¿Y cuál era ese otro nombre que Madre Rosa había mencionado?
Tánatos.
Lilah frunció el ceño. El nombre le trajo un recuerdo. No de alguien que había conocido, sino de algo que había leído. Ella no se esforzó para recordar; en vez de eso, relajó sus pensamientos y dejó que la memoria acudiera.
Tánatos. Uno de los dos aspectos de la muerte en la antigua cultura griega. Su entrecejo se frunció aún más porque según recordaba, Tánatos era el dios de la muerte sin violencia. El que venía a liberar del sufrimiento. Y sin embargo toda esta gente estaba fuertemente armada. Lilah decidió que quienquiera que fuera ese tal “Carter”, estaba contenta de no estar en sus zapatos.
Abajo, el Hermano Simon cerró la quijada con fuerza, claramente luchando con algo más que quería decir, o quizá que temía añadir.
Madre Rosa vio esto y le tocó el rostro.
—¿Qué pasa?
—Algunos exploradores han divisado una, mmm… chica con una resortera entre los refugiados de Carter —hablaba como si estuvieran arrancándole las palabras de la boca—. La descripción coincide con la de la Hermana Margaret.
Todos resollaron y dieron algunos pasos involuntarios para alejarse del Hermano Simon, como si esperaran que un rayo lo golpeara por haber cometido algún gran pecado. Súbitamente el gigante dejó caer el mazo y sujetó al Hermano Simon por la garganta, alzándolo sin ningún esfuerzo hasta que el segador quedó parado apenas en las puntas de sus zapatos.
—Nosotros no pronunciamos ese nombre —rugió. La cara del Hermano Simon se puso roja y luego morada a medida que el gigante aumentaba la intensidad de su agarre.
Madre Rosa se adelantó al gigante.
—¿Estás seguro, hermano? —preguntó con una voz que era fría y dura como la hoja de un cuchillo.
—S-sí —consiguió decir el Hermano Simon con una vocecita estrangulada.
El gigante miró a Madre Rosa, que estudiaba al segador asfixiado, entornando los ojos. Ella le tocó el brazo al gigante, un suave roce de los dedos sobre el paisaje de sus abultados músculos.
—Hermano Alexi… —dijo, y el gigante soltó al Hermano Simon, quien cayó de rodillas, resollando y graznando mientras luchaba por jalar aire. El gigante, Alexi, recogió su mazo y volvió a su sitio, justo detrás de Madre Rosa.
La mujer levantó la mano y tocó la mejilla del Hermano Simon.
—Cuéntame —dijo.
—M-me lo dijeron cinco exploradores distintos, Su Santidad —tartamudeó el Hermano Simon, con la garganta todavía adolorida—. La descripción coincide, incluso en las marcas —al decir esto, se tocó las figuras de flores tatuadas en su cuero cabelludo—. Rosas silvestres y espinas.
—La Hermana Margaret está muerta —dijo Madre Rosa en un áspero susurro—. Mi hija abandonó a su familia y a su Dios. Huyó con herejes y blasfemos. Está muerta —Madre Rosa escupió esta última palabra—. El regalo de la oscuridad no es para ella. Espero que su carne viva para siempre. Perdida, sola y condenada.
El segador puso la frente en la tierra, cerca de los pies de Madre Rosa.
—Su Santidad, perdone a este tonto pecador por haberle causado tal sufrimiento —su cuerpo se sacudía por los sollozos, y Lilah no supo si sus lágrimas eran de dolor, de arrepentimiento o de miedo.
La escena se prolongó durante algunos momentos más, y entonces Madre Rosa se inclinó hacia el hombre, le besó la cabeza y lo levantó del piso.
—No hay pecado alguno en decir la verdad, amado Hermano Simon —le dijo—. Quédate en paz con la certeza de que la oscuridad espera para envolverte.
La respuesta que masculló el Hermano Simon fue demasiado débil para que Lilah pudiera escucharla. Luego desapareció entre la multitud. Algunos de los otros segadores lo tocaban ligeramente en el hombro.
Ante esto, Lilah hizo una mueca de desdén. Cuando los otros pensaban que iba a ser castigado, todos se alejaron y lo desconocieron; pero a la luz del perdón de Madre Rosa, se juntaron a su alrededor para compartir la bendición que le había sido dada. Aquello no era fe, no como Lilah la definía. Era cobardía. Estos segadores, por más peligrosos que fueran, estaban dominados por el miedo tanto como por la devoción a su extraña fe.
Lilah esperaba no tener que necesitar ese conocimiento, pero de cualquier manera lo archivó.
Una segadora hizo una reverencia. Madre Rosa dijo:
—Habla libremente, Hermana Caitlyn.
—Antes de escuchar el llamado de la oscuridad…
—Alabemos a la oscuridad —entonaron los otros.
—… yo vivía en Red Rocks, cerca de Las Vegas. Trabajaba como cazadora para un grupo de refugiados, y conozco el desierto y estos bosques tan bien como cualquiera. Hay senderos de caza por todos lados, y por las señales del rastro que vi, me parece claro que, mmm, la persona que solía ser su hija está guiando a la gente de Carter por esas veredas. Los rumores dicen que ha vivido aquí afuera desde que abandonó la gracia de la Iglesia. Si es así, entonces debe conocer todos esos senderos. Hay algunos que no son tan fáciles de detectar.
—¿Crees que pueda ayudar a los herejes a que se escabullan sin que los veamos? —preguntó Madre Rosa arqueando una ceja.
La Hermana Caitlyn se sonrojó, pero alzó la frente.
—Sé que yo podría hacerlo, y hay algunos cazadores experimentados con Carter. El desierto no está tan vacío como piensa la gente. Siempre hay lugares para esconderse.
Madre Rosa asintió.
—Gracias, Hermana Caitlyn. Tu servicio a nuestro Dios allana tu camino a la santa oscuridad.
La joven inclinó la cabeza.
—Su Santidad, si la persona que fue su hija está guiando a la gente de Carter hacia el sur, creo que debemos aceptar que les ha contado del Santuario.
Todos y cada uno de los segadores resollaron llenos de horror.
19
—No te muevas —susurró Nix.
Benny no tenía intención de hacerlo. Ni siquiera estaba seguro de poder.
El león estaba entre la hierba alta, con la cabeza levantada mientras el viento le agitaba la melena. Sus ojos dorados estaban fijos en ellos. Gruñía en silencio, mostrando los dientes, pero sin emitir ningún sonido. Hasta las aves en los árboles se habían quedado quietas ante la presencia de este gran felino.
Nix apretó a Eve contra su pecho, y la pequeña gimió suavemente en su sueño; un gemido defensivo, preocupado.
—No lo provoquen —advirtió Chong.
—De verdad que no planeaba hacerlo —murmuró Benny.
—Dios —dijo Nix en un áspero susurro—, ¡ahí hay otro!
Benny volteó a su derecha y ahí, apenas más allá del pino Bristlecone, estaba otro león. Una gran hembra. De fácilmente unos ciento cincuenta kilos. Ágil, de color rubio oscuro, su cuerpo entero mostraba la tensión de sus músculos.
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