Lilah se puso en cuatro patas para estudiar el suelo. En algunas partes, como en aquélla, había bastantes huellas, y variadas. Muchos hombres, algunas mujeres. Por el espaciado y el andar, era claro que se trataba de humanos. La mayoría de los zapatos, hasta los más rudimentarios, estaban bien reparados, y no había ningún errático arrastrar típico de los zoms.
Y no es que no hubiera encontrado señales de muertos vivientes. También las había.
Lilah se levantó, con los ojos alerta.
Hasta ahora no habían visto zoms de ese lado del barranco, pero las huellas no mentían.
Volteó hacia donde había venido, como si pudiera ver a la pequeña Eve sentada con Nix y los otros. La niña debía ser muy afortunada, pensó, al haber logrado llegar a salvo de donde sus padres acampaban hasta donde Benny la había rescatado. No tenía ninguna mordida, ninguna marca que indicara que los zoms habían tratado de lastimarla.
Eso era un gran alivio para Lilah, uno que no había compartido con Chong. Si Eve hubiera sido mordida…
Si hubiera sido mordida y necesitara ser aquietada…
Lilah ignoraba si sería capaz de hacerlo.
No a una niñita que se parecía tanto a Annie.
No otra vez.
Ajustó el agarre de su lanza y siguió adelante.
Algunos minutos más tarde se detuvo de nuevo y se arrodilló junto a un grupo distinto de rastros. No eran huellas humanas, ni marcas de zoms. No, aquéllas eran líneas rectas de rastros dentados, como de ruedas.
Pero… ¿ruedas que pertenecían a qué? Si habían sido hechas por un carro o un remolque, no había señal de lo que tiraba de él.
Apartó algunas basurillas sueltas y estudió los patrones. Las impresiones eran profundas. Lo que fuera que las había hecho era pesado, y tenía cuatro ruedas. Pensó en los muchos autos y camiones abandonados que había visto a lo largo de los años, y estas marcas no correspondían. Para empezar, las ruedas estaban demasiado juntas.
Era un misterio.
Lilah continuó su camino.
El suelo fue volviéndose cada vez más húmedo. Pronto olió agua en la brisa, y unos minutos después escuchó el suave borboteo de un arroyo. Todas las huellas y las marcas de ruedas provenían de ese rumbo.
Cinco minutos después, Lilah llegó a las orillas de un arroyo estrecho y poco profundo que corría irregularmente desde el noreste con dirección al sur. El agua era transparente y limpia, con el tipo de sabor mineral que confirmaba su sospecha de que la fuente era un río subterráneo. Bebió grandes tragos y rellenó su cantimplora.
A pesar de la posibilidad de encontrar zoms y del misterio de los rastros, Lilah se sentía relajada, satisfecha con sus habilidades y contenta en su soledad. Abrazaba cualquier oportunidad de estar sola. Así era cuando más se sentía ella misma: poderosa y normal; llevaba meses sintiéndose de todo menos normal. Excepto cuando se adelantaba a explorar una ruta para Nix, Benny y Chong, rara vez estaba sola. Eso la molestaba.
Benny y Nix a menudo decían cosas como “Debe ser genial ya no estar sola”. Y “No tendrás que estar sola nunca más”.
En un nivel práctico, Lilah podía entender que ellos tenían buenas intenciones. Que ellos pensaban que ella había sido rescatada del ostracismo. Y a un cierto grado, así había sido.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, los lazos entre ella y sus nuevos amigos, la responsabilidad de protegerlos, de cuidarlos, se sentían como ataduras que la sujetaban. Ella no quería que nadie le importara. La última persona que le había importado era Annie.
Ella sabía que no era como las demás personas. Que no era como Benny, Nix o Chong, aunque todos ellos fueran sus amigos. La experiencia de vida de ellos era completamente ajena a la suya, así como la suya sin duda resultaba extraña para ellos.
Lilah tenía dos años cuando ocurrió la Primera Noche. Su madre estaba embarazada de Annie, y ellas quedaron atrapadas en el histérico éxodo fuera de Los Ángeles cuando los muertos se levantaron. Un puñado de supervivientes consiguió encontrar un lugar seguro a cientos de kilómetros de la ciudad, pero esa casa pronto estuvo asediada por zombis. Ninguno de los supervivientes se dio cuenta de que la mujer embarazada había sido mordida. Justo cuando su madre dio a luz a Annie, la infección la invadió hasta matarla, sólo para reanimarla momentos después como un monstruo.
Fue la primera vez que Lilah presenció cómo alguien era aquietado, aunque no hubo nada de quietud en ello. Su madre gritaba como una bestia salvaje mientras trataba de atacar a los supervivientes, quienes gritaban de miedo mientras la apaleaban con cualquier cosa que tuvieran a la mano. Lilah también gritaba. Ella gritó tanto y tan fuerte que se lastimó permanentemente las cuerdas vocales, lo que la dejó con una voz que parecía un susurro fantasmal.
Durante los siguientes días los supervivientes intentaron, uno a uno, escapar y conseguir ayuda. Ninguno regresó. El último de ellos era un hombrecillo silencioso llamado George. Él se quedó. Cuidó de Lilah y Annie. Las crio, las educó, las amó como si fueran sus propias hijas.
Mientras avanzaba entre los secos matorrales del desierto, Lilah pensaba más y más en su infancia con George y Annie. Ellos habían sido todo su mundo. Sin embargo, durante una de sus mudanzas a una nueva granja, George se encontró con un grupo de hombres armados que aseguraban formar parte de un movimiento que pretendía quitar Ruina a los muertos.
Era una mentira.
Los hombres trataron con brutalidad a George y secuestraron a las niñas, y se las llevaron a los fosos de zombis en Gameland. Ahí, Lilah y Annie eran obligadas a luchar por su vida en contra de zoms, mientras hombres y mujeres corruptos apostaban sobre quién sobreviviría. Lilah se resistía vivamente a su cautiverio, y el gigante a quien llamaban el Martillo de Detroit y sus matones la golpeaban a menudo. Aún tenía las cicatrices de sus puños, sus cinturones, sus varas.
Luego de que Annie murió, Lilah pasó los siguientes cinco años sola, viviendo en una cueva que llenó de armas y libros. Hasta que Benny, Nix y Tom la encontraron y la llevaron a Mountainside.
Tom dijo que había conocido a George en tierra salvaje, y que incluso lo había ayudado a buscar a sus dos niñas perdidas. Luego comenzaron a circular los rumores de que George había enloquecido y se había suicidado. Tom Imura pensó que era una mentira, creía que Ojo Rosa y el Martillo lo habían asesinado y habían fingido su suicidio. No es que remediara algo. George estaba muerto.
Todos esos hombres ahora estaban muertos. Ojo Rosa. El Martillo.
Y… Tom.
El sólo pensar en su nombre hacía que los ojos le escocieran.
Tom y los otros habían traído a Lilah a su pueblo. Ella se quedó a vivir con los Chong, que tenían una casa grande con muchas habitaciones. La señora Chong se dio a la tarea de enseñar a Lilah a comportarse “como una jovencita”, con todos los rituales extraños que eso significaba. La total falta de tacto, de deferencia, de modestia y de vacilación de Lilah fue una sacudida para el hogar de los Chong. Luego de un tiempo volvieron algunos de los modales familiares y de conducta que había aprendido cuando vivía con George. A regañadientes.
En muchas ocasiones, durante esos meses, a Lilah le pareció que el confinamiento a una casa y las obligaciones de la interacción social eran un trabajo demasiado duro. Le resultaba claustrofóbico. Era aterrador, porque cada día había un centenar de ocasiones en que las cosas que ella decía les importaban a otras personas. Las cosas de las que hablaba les causaban mucho dolor, como si fueran puñetazos. Era confuso para ella. Tantas veces había empacado sus pocas pertenencias —sólo ropa y armas— y se había preparado para escapar a hurtadillas en la oscuridad de la noche.
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