Jonathan Maberry - Carne y hueso

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Todavía afectados por la devastación vivida en
Polvo y decadencia, Benny Imura y sus amigos se sumergen en la profundidad de los páramos infestados de zombis de Ruina y Putrefacción. Benny, Nix, Lilah y Chong viajan a través del feroz desierto que una vez fuera su hogar en busca del avión que vieron en los cielos hace meses. Si ese avión existe realmente, entonces la humanidad debe haber sobrevivido… en algún lugar. Encontrarlo es su mayor esperanza de tener un futuro y una vida que valga la pena vivir.Pero el territorio de Ruina y Putrefacción es mucho más peligroso de lo que cualquiera de ellos pueda imaginar. Son perseguidos por animales feroces. Se enfrentan cara a cara a una secta mortal. Y además están los zombis: auténticas hordas provenientes del este que lo devoran todo a su paso. Y estos zombis son diferentes. Más rápidos, más inteligentes e infinitamente más peligrosos. ¿Es posible que la plaga haya mutado o se esconde algo mucho más siniestro detrás de esta nueva invasión de muertos vivientes?Sea como sea, hay una cosa que Benny y sus compañeros no se pueden permitir olvidar: todo lo que existe (vivo o muerto) en Ruina y Putrefacción intentará acabar con sus vidas.«Los zombis son tendencia en la literatura juvenil, pero la serie abanderada sigue siendo la espectacular y trepidante tetralogía de Maberry que comenzó con
Ruina y putrefacción y
Polvo y decadencia. Esperar la completa conclusión en el cuarto volumen no será tarea fácil».
Booklist«Jonathan Maberry nos demuestra que a la tercera vez va la vencida y nos trae aún más aventura y terror, mientras continúa la serie Ruina y putrefacción».
Kirkus Reviews

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Lilah estaba agachada detrás de un arbusto. Las motocicletas pasaron zumbando a su lado, y mientras éstas se alejaban hizo una mueca ante el olor del espeso humo del escape. Era un olor terrible y antinatural.

Cada uno de los hombres llevaba un arma colgando a la espalda. El de la izquierda usaba una pesada hacha de bombero en un cinto; el otro tenía un gran mandoble en una funda de cuero. Lilah pensó que un arma semejante tenía que haber sido robada de un museo o una colección privada. Había visto a algunos cazarrecompensas con armas antiguas similares. Éstas resultaban imprácticas en la era de las pistolas anterior a la Primera Noche, pero muy útiles en el mundo de los muertos, porque una espada es silenciosa y no necesita ser recargada.

Lilah salió de su escondite y comenzó a seguir los vehículos, corriendo tan rápidamente como la prudencia se lo permitía. Recorrió un kilómetro, dos. Más. Lilah disfrutaba correr, y era capaz de viajar a paso de trote durante todo el día. Aun así, los vehículos de cuatro ruedas rápidamente la dejaron atrás y se desvanecieron hasta que de ellos no quedó más que un lejano rugido de motores.

Ella continuó avanzando, siguiendo el rastro de las llantas, y luego volvió a escuchar el ruido de las máquinas. Ahora estaban estáticas, con sus traqueteantes motores al ralentí en alguna curva del riachuelo. Lilah se internó en el bosque y los rodeó para llegar al arroyo por el otro lado, usando una línea de grandes rocas rotas para cubrirse.

Entonces escuchó más motores y se deslizó dentro de una cavidad formada por varias rocas volcadas. Otros cinco vehículos de cuatro ruedas salieron a toda velocidad del bosque y circularon por el poco profundo lecho del río para reu­nirse con los demás. Uno a uno los rugidos de los motores fueron tosiendo y quedándose en silencio a medida que las motocicletas iban siendo apagadas. En el silencio que siguió, Lilah pudo escuchar el sonido de al menos una docena de voces, y cuando se asomó vio a algunas personas caminando por el bosque, solas y en grupos de dos o tres.

Lilah se arrastró hacia el frente para observar mejor.

La reunión era una mezcla de hombres y mujeres de todas las edades, pero todos iban vestidos igual, con pantalón y camisa negra y listones color rojo sangre atados a brazos, piernas, cinturas y cuellos. En el pecho de cada uno, dibujado con tiza, pintura o con un fino bordado, había un diseño de unas alas muy estilizadas. Alas de ángel.

Lilah volvió a pensar de inmediato en lo que la pequeña Eve había dicho.

Estaba persiguiendo a Ry-Ry, y me perdí porque había ángeles en el bosque.

Todos tenían la cabeza rapada, y sus cráneos estaban cubiertos de complejos tatuajes. La mayoría tenía diseños de flores silvestres, verdes parras, hojas de otoño y espinos. Algunos tenían imágenes de cadenas y alambre de púas entretejidos con las flores. La hechura iba de lo más burdo a la exquisitez.

Todos estaban armados y también mostraban señales de traumatismos recientes. Moretones, heridas suturadas, cortadas cubiertas de costras y vendajes manchados.

Éstos son guerreros, decidió Lilah. Hizo una valoración de sus armas y vio todo tipo de navajas, puñales, cuchillos de carnicero, hachas y espadas, pero ningún arma de fuego.

A medida que más gente iba saliendo del bosque, los otros los saludaban con sonrisas de alegría, apretones de mano y abrazos.

Lilah se alejó de las rocas y en silencio se deslizó entre un grupo de arbustos muy tupidos para alcanzar una alta saliente de piedra que se elevaba por encima y detrás del grupo de gente. Se movió como un fantasma, y nadie la vio ni la escuchó. Se acostó y permaneció totalmente inmóvil, con una clara vista de la reunión a través de una pequeña abertura en el follaje.

Dos de las personas congregadas sacaron sendas botellas llenas de un viscoso líquido rojo, las descorcharon y se movieron entre la gente, vertiendo gotas del líquido en las puntas de los listones rojos. La brisa llevó hasta Lilah el desa­gradable olor, y ella arrugó la nariz. No era cadaverina pero definitivamente era algo similar, y probablemente servía para el mismo propósito.

De pronto la multitud se puso rígida y volteó cuando dos nuevos personajes salieron a la luz en la margen del arroyo, una mujer seguida de un tipo bestial que caminaba un paso detrás de ella. El grupo de guerreros le hizo una reverencia con gran veneración.

Lilah escuchó que varios pronunciaban un nombre mientras se inclinaban.

—Madre Rosa.

La mujer —la tal “Madre Rosa”— era la persona más hermosa que Lilah hubiera visto jamás, como una de las diosas de los libros de mitología antigua que había leído. Era alta, de rasgos altivos y ojos que parecían irradiar su propia luz oscura. A diferencia del resto, ella tenía todo su cabello, que colgaba en brillantes rizos negros alrededor del rostro y los hombros. El poder personal de esta mujer era tal que todos los demás, incluso los hombres que eran más altos que ella, parecían empequeñecer en su presencia.

Detrás de Madre Rosa había un hombre que Lilah pensó que debía ser un guardaespaldas. Era enorme, un gigante que no podía medir un centímetro menos de dos metros veinte. Tenía una piel color caoba y un rostro astuto e inteligente en el que no había el menor rastro de compasión. Era el rostro de un asesino, Lilah sabía bien cómo lucían ellos. El gigante se mantuvo aparte, entre las sombras del bosque, recargado en un mazo de mango largo. Tenía cuchillos enfundados en ambas caderas, y alrededor del cuello usaba un collar de manos humanas marchitas. Lilah contó diecinueve. Por alguna razón, no creyó que esas manos hubieran sido cortadas de las muñecas de zoms.

—Bendiciones a todos ustedes, mis segadores —dijo Madre Rosa alargando las palabras con un suave acento sureño—. Que caminen siempre por el sendero más corto hacia la oscuridad.

—Alabada sea la oscuridad —respondieron ellos.

Segadores, musitó Lilah. Sus manos se aferraron con fuerza a su lanza.

Uno de los hombres que Lilah había visto en las motocicletas, el que llevaba el mandoble, se arrodilló y besó una de las cintas que estaba atada al tobillo de Madre Rosa. No pareció importarle que esa cinta se hubiera arrastrado por la tierra y el lodo.

—¿Qué has encontrado, Hermano Simon? —preguntó Madre Rosa.

—Los errantes grises que llevaste hacia el claro siguen ahí —dijo el hombre—. Jack y yo…

—El Hermano Jack —corrigió Madre Rosa.

El Hermano Simon asintió, respiró profundo y continuó.

—El Hermano Jack y yo hicimos un llamado por toda la ladera oeste. Hay al menos trescientos o cuatrocientos grises descendiendo en este momento, lo que significa que esos caminos estarán totalmente bloqueados. La Hermana Abigail tiene sus segadores en el flanco norte, y el Hermano Gómez está en un buen escondite en el extremo sur. Si algunos de los hombres de Carter logran pasar entre los grises, tendrán que tomar una de esas dos rutas, y se estarán dirigiendo directo hacia nuestra gente.

Madre Rosa asintió.

—Creo que Carter y los suyos siguen avanzando en dirección suroeste —continuó el Hermano Simon.

—Bien —dijo Madre Rosa, asintiendo para mostrar su aprobación—. Eso significa que los herejes van directo hacia San Juan.

Ante la mención de aquel nombre, Lilah vio que varios rostros de los presentes se ponían rígidos, sus sonrisas se volvían tensas, forzadas.

—Sería mejor para Carter que nos dejara atraparlos —dijo una de las segadoras, una mujer con amapolas rojas tatuadas en el rostro—. Al menos tendrían una oportunidad de unírsenos, en lugar de arrojarse inmediatamente a la oscuridad.

Muchos asintieron. La sonrisa de Madre Rosa era menos forzada y totalmente desagradable. A Lilah no le gustó aquella sonrisa. Ni siquiera un poco. Así era como se imaginaba que debían sonreír los tiburones.

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