En este sentido, Enrique Sueiro parece muy consciente de la gran actualidad de su trabajo porque el sustrato de la crisis territorial de la nación —irresuelta por la Constitución de 1978 pese al establecimiento de un modelo de Estado autonómico— es que España está en la picota porque, como afirmó un expresidente del Gobierno, su naturaleza nacional es «discutida y discutible». El factor afectivo de la pertenencia se ha ido debilitando de manera progresiva y, en los momentos más cruciales de nuestro presente, se ha anclado en el brumoso pasado: la fecha mágica del secesionismo catalán es 1714 y el integrismo sabiniano vasco se remonta al mito del cantabrismo de la época romana y a fabulaciones posteriores.
Esas tensiones segregacionistas en nuestro país, que arrancan de principios del siglo XX aunque tienen sus raíces en el romanticismo anterior y se agudizan con la II República y reaparecen después de la transición democrática, tienen que ver con la ausencia, en unas ocasiones, y el disenso, en otras, del y sobre el relato nacional, del olvido de las vinculaciones históricas estrechísimas que nos aglutinan en un proyecto colectivo secularmente mantenido y que ha protagonizado momentos estelares de la historia hurtando a estos efectos el título de una de las mejores obras de Stefan Zweig.
Por las razones que expone puntillosamente el autor, esos momentos «estelares» de España se han convertido en episodios tantas veces umbríos a los que se han restado épica y mérito por los adversarios, que no han encontrado réplica en una España que es nación, pero cuyo Estado, en su versión medieval, pero también contemporánea, no ha alcanzado el grado de profesionalización para comportarse como un jugador principal en las relaciones de poder internacionales.
En ese orden de cosas, es grave el embate de los populismos bolivarianos —México, Perú, Nicaragua, Venezuela— que exigen imperativamente que nuestros más altos representantes políticos e institucionales «pidan perdón» por la mayor obra —inconmensurable— de España: su acción civilizatoria en América con cuyos indígenas nuestros ancestros, como ningún otro pueblo colonizador, se fundieron en una confraternización inédita en los anales de la historia. Unen estos dirigentes a la altivez, la iconoclastia como nueva forma de «cancelación» en un ejercicio escandalosamente banal de lo políticamente correcto, un concepto que desgarra la interpretación histórica e impone los cánones no solo de lo que debe decirse, sino de cómo debe pensarse.
Uno de los grandes aciertos de esta obra consiste en su carácter pedagógico y proactivo. No se limita a relatar cómo la Armada española fracasó en su invasión de Inglaterra, ni cómo los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II se ocuparon de la humanidad íntegra de los naturales de las tierras colonizadas, ni de cómo los Estados Unidos manipularon un accidente naval para convertirlo en un motivo de conflagración bélica en Cuba, ni como Julián Juderías resumió en un extraordinario párrafo que los españoles no fuimos mejores que otros pero tampoco peores en nuestra conquistas, ni cómo, en fin, Antonio Machado se duele en carta a Ramiro de Maeztu, glosándole admirativa pero también penosamente, su «Defensa de la Hispanidad».
Sueiro introduce al final de cada uno de los siete capítulos de la obra una práctica «síntesis reputacional», unos breves y atinados consejos —a veces solo reflexiones— para que, aplicándolos, no persistamos en el quietismo resignado de un pueblo con una historia que habría que esconder en vez de mostrar. Igual mención elogiosa merecen las 55 reflexiones ejecutivas con las que concluye este ensayo que cierran lo que el autor considera «un somero repaso a algunos episodios de la historia de España desde una perspectiva de comunicación directiva y de gestión reputacional».
Concluyo esta breve introducción destacando la originalidad de este texto que, además de erudición histórica (véase la bibliografía consultada y el gran número de notas a pie de página que aportan rigor científico al libro), ofrece una visión diferente en el entendimiento del sesgo canónico —y no por ello auténtico— con el que se ha leído y analizado la historia de nuestro país. Por lo demás, la aportación a la ciencia de la comunicación resulta obvia. Es esta una obra de consulta obligada que tiene la virtud de ofrecer criterios estandarizados para afrontar cualquier tipo de relato. Se trata, en definitiva, de una lección de historia, pero también de una erudita y original manera de apelar a la comunicación performativa de la realidad de España en cualquiera de las muchas facetas en las que nuestro país requiere de alguien, muchos, que le escriba para evitar la exageración de las verdades y destruir la verosimilitud de las mentiras creíbles.
José Antonio ZarzalejosPeriodista y escritor
Saber sí ocupa lugar y, sobre todo, tiempo.
Habla el ignorante sin pudor y calla el sabio con temor.
Cuando el ignorante habla suele pontificar, exagerar y adjetivar.
Cuando el sabio habla suele dudar, matizar y sustantivar.
Si alguien nos cae mal, no llegaremos a reconocerle ni una brizna positiva.
Si alguien nos cae bien, atenuaremos hasta su barbarie más evidente.
Cuando estas premisas se aplican a asuntos complejos y distantes en el tiempo, se aleja aún más la posibilidad de hacerse una idea cabal de la realidad.
El hilo conductor de estas páginas es la Leyenda Negra, esa serie de estereotipos que, de forma consciente o no, transmiten una imagen falsa de la realidad histórica de España al magnificar bajezas y ocultar grandezas, en particular desde el siglo XVI. Este libro no es de historia, aunque se refiera a ella; habla de la Leyenda Negra, mas no agota el tema, y lo aborda desde una perspectiva de comunicación reputacional, que no es la única posible.
He disfrutado leyendo miles de páginas de obras y sitios de Internet porque quería saber. Aun a riesgo de equivocarme, intuyo algo parecido a lo que percibo al leer periódicos: que gran parte de lo publicado es cierto, pero no más que lo omitido. Y que la clave está en la proporción.
Los títulos de los capítulos tienen vocación de antídotos de esa Leyenda Negra, trasplantables a la gestión de cualquier organización humana. El primero aborda la necesidad de adaptar la percepción a la realidad, conscientes de que, si un relato es leyenda, el color da igual. Los capítulos segundo y quinto se centran en personajes clave para entender la Leyenda Negra: Bartolomé de Las Casas, Felipe II y su secretario Antonio Pérez. El motivo de pormenorizar detalles de su personalidad y comportamiento es comprender mejor su impacto en los argumentos negrolegendarios utilizados contra España. Tanto el tercero —colonialismo comparado— como el cuarto —la Inquisición— pretenden arrojar luz con unas verdades frecuentemente ignoradas de un contexto en el que otras se transmiten de forma exagerada. Ese mismo propósito guía el contenido del capítulo sexto, sobre una realidad española de vanguardia que, por desconocimiento, se percibe de forma injusta. El séptimo ejemplifica —con sucesos en torno a la Armada— cómo, no solo la mentira, sino magnificar lo puntual y silenciar lo habitual genera desinformación. El contenido se completa en la conclusión con medio centenar de reflexiones ejecutivas.
Evitar la extrema defensa y el radical ataque, sin matiz intermedio
Salvo fallo de memoria, desde que tengo carné de conducir (1986) me han notificado cuatro multas de tráfico. No menos cierto es que he cometido más infracciones que esas sancionadas. Cualquiera que publicara esto, detallado minuciosamente en varios volúmenes y traducido a diversas lenguas, estaría diciendo una verdad; pero si solo hablara de ello estaría transmitiendo al mismo tiempo una manifiesta falsedad. Quienes más me aprecian omitirían de mi pasado, probablemente, esas cuatro multas que realmente existieron. Y quienes se empeñen recabarían detalles también reales. El círculo manipulador se cerraría si, cada vez que se informase del tráfico, se recordara mi caso y solo se hablara de él.
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