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En memoria de mi padre, Juan Carlos Busnelli (1934-2021).
Para el alma que él dejó de guardia permanente, como una lucecita encendida, en mi casa, en mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón y en mis manos mientras escribía este libro.
Usualmente muchos pacientes me preguntan: Vir, ¿cómo te diste cuenta de que querías ser médica? ¿En qué momento de tu vida lo resolviste?, y siempre les respondo que nunca tuve que tomar la decisión, yo nací médica.
Todavía recuerdo que en mis juegos de niña, yo siempre quería cuidar y sanar a los demás, les ponía curitas y vendas a mis muñecas, quería asistir a todo animal lastimado que me rodeaba, salía corriendo si había sangre para verla de cerca y hasta en mis autorretratos me dibujaba con guardapolvo blanco y con el cartelito en el bolsillo que decía “Dra. Busnelli”.
Nací y crecí en una hermosa familia tradicional de la ciudad de Luján formada por mis padres y tres hermanos mayores, fui a la Escuela Normal y jamás dudé que mi carrera iba a ser medicina. Estudiar era solo un paso para poder llevar adelante la pasión que llevaba dentro.
Cuando estaba en segundo año de la facultad, mi madre ‒una mujer de 61 años súper fuerte de esas que se llevan el mundo por delante‒ comenzó a desmejorar lenta pero progresivamente.
Los síntomas parecían solapados: cansancio, angustia, aumento de peso, mucho sueño y decaimiento eran los más notorios. ¿Pero cómo podía ser que una mujer sana que tan solo tenía como antecedente un simple hipotiroidismo y solo tomaba levotiroxina se sintiera tan mal? Si esa enfermedad la tiene todo el mundo y no pasa nada.
Recorrimos médicos y médicos para que todos nos digan que la llevemos al psicólogo, que era depresión, que podía ser hormonal por la menopausia, que los estudios de la tiroides le daban bien y nos mandaban a casa con el diagnóstico de estrés mirándonos a las dos como locas.
Este fue uno de los puntos que marcaron mi carrera, pero no en relación con los conocimientos médicos, porque yo tan solo cursaba mi segundo año. ¿Acaso lo que el paciente cuenta no es parte importante de las herramientas del médico para hacer un diagnóstico? Si el paciente se sienta y el médico ya descree de sus síntomas, ¿de qué se trata el juego? Ese día me prometí escuchar a mis pacientes y siempre estar atenta a sus percepciones, sentimientos, sensaciones y descripciones como la primera carta para formar mi canasta. Así que desde muy pequeñita comprendí que la diferencia la iba a hacer asociándome con mi paciente, formando un equipo, logrando un engranaje junto a la persona y que yo jamás iba a ejercer un rol paternalista ni de superioridad frente a ningún paciente.
El tiempo seguía transcurriendo y la salud de mi mamá empeoraba, volvimos a consultar, y nuevamente menospreciaron nuestra preocupación, hasta que un día ya no podía incorporarse de la cama, toda su piel y mucosas se tornaron amarillas, su corazón latía a mil por hora, y debimos concurrir a una guardia de urgencia en mi ciudad natal. La internaron de inmediato. En el primer análisis simple de sangre nos dijeron que tenía una anemia muy importante, sus glóbulos rojos (que se ocupan de llevar el oxígeno a todo el cuerpo) estaban muy bajos.
Tuvimos la dicha de ser atendidos por un grupo de profesionales excepcionales que hicieron el diagnóstico de anemia hemolítica autoinmune por anticuerpos calientes. ¿Parece chino, no? Pero en ese momento nos explicaron que lo que mi mamá tenía en la tiroides no consistía en un simple y tonto hipotiroidismo, sino en una enfermedad autoinmune llamada Hashimoto que solía asociarse a otras enfermedades autoinmunes como lo que estaba padeciendo ahora y que el único tratamiento posible para su anemia era suprimir su propio sistema de defensas con corticoides, ya que estos anticuerpos estaban atacando sus propios glóbulos rojos, como un pac-man…
Cuando le conté a mamá, claro, yo ejercía el rol de futura médica, ella me dijo: “Siempre supe que era algo de mi tiroides”. Hacer el tratamiento no resultó sencillo porque después de tomar esa medicación quedan muchas secuelas, pero rápidamente comenzó a sentirse bien hasta que los síntomas desaparecieron. Con el tiempo, recuperó su vida con normalidad.
Pasaron los años, me recibí de médica en la facultad de medicina de la Universidad de Buenos Aires muy jovencita, y comencé mis pasos de especialización en clínica médica en el Hospital Pirovano de la Ciudad de Buenos Aires, que lleva 4 años de formación. En aquel entonces, a pesar de saber que pensaba subespecializarme en endocrinología con el paso del tiempo, consideraba que tener la formación cómo médica clínica primero me daría ese ojo mágico que deseaba tener para apoyar mi carrera sobre una fuerte base de sustentación.
Terminando mi segundo año en Clínica, recibí una llamada urgente en el hospital de uno de mis hermanos (todavía no existían los celulares): mi mamá ‒que solo tenía antecedentes de un tonto hipotiroidismo y una anemia rara‒ de un momento para el otro se había perdido en la calle y desconocía a las personas. Al examinarla, noté que tenía una desconexión con el entorno, algunos trastornos en el habla; cuando quiso preparar el mate, puso la yerba en la pava y la llevó al fuego.
De inmediato, llamé a su prepaga y la derivaron a un sanatorio privado en la Ciudad de Buenos Aires. Comenzaron las hipótesis, las distintas pruebas, análisis, resonancias, tomografías, pruebas tiroideas. Todos los resultados eran normales, excepto sus anticuerpos antitiroideos, ATPO (antiperoxidasa) y ATG (antitiroglobulina), que sabíamos que solo indicaban que su hipotiroidismo era de causa autoinmune.
Todo el personal médico estaba desorientado, inclusive yo; pero los días pasaban y mamá empeoraba. Aparecieron alucinaciones visuales y táctiles, alteraciones del sueño y por descarte anunciaron un cuadro psiquiátrico. Luego de varias semanas, ya se movilizaba poco, no tenía fuerza muscular. Los médicos psiquiatras no arribaban a ningún diagnóstico, por lo que empecé a realizar interconsultas con las máximas eminencias en neurología, pues yo sabía que mamá no estaba loca y algo le estaba pasando.
Tuve la dicha de poder trasladarla a un sanatorio muy reconocido especializado en enfermedades neurológicas de la Ciudad de Buenos Aires y que su director médico, el Dr. Ramón Carlos Leiguarda, la atendiera personalmente. Mi madre ya no comía y había perdido todas sus habilidades. El Dr. Leiguarda la examinó minuciosamente, le pidió algunas pruebas, test y al salir de la habitación, me miró a los ojos y me dijo: “Tiene una encefalopatía de Hashimoto, quédese tranquila, hoy empezamos el tratamiento con corticoides y en unos días volverá a ser su madre”.
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