Sin embargo, en aras de la memoria histórica y de nuestras propias identidades, tanto como mujeres cuanto como varones (y alternativas), es preciso rescatar, al menos, algunas de esas voces. Como consecuencia, el acápite dice contra damnatio memoriae , es decir, contra los daños u olvidos de la memoria. En otras palabras, contra aquellos mecanismos que obturen la memoria de otros acontecimientos, voces o hechos, y nos devuelven una imagen monolítica de muchos acontecimientos del pasado.
Claro está que en esta obra solo podemos, como muchas veces ocurre, hacerlo parcialmente por cuestiones de diversa índole.
El libro está dividido en cuatro partes, como a continuación (y brevemente), presento.
La primera parte lleva por título «Pseudo feminismo». Etiqueto esta línea de pensamiento –siguiendo entre otras a G. Fraisse y C. Amorós– en base a un criterio sumamente extendido, que considera que debe aplicarse «feminismo» sólo si las reivindicaciones entran en juego con el criterio de «igualdad». Por un lado, la «igualdad» aplicada formalmente entre varones y mujeres. Pero también, por otro, si rompe con el modelo estamentario piramidal que operaba durante el «antiguo régimen» y, a grandes trazos, con épocas históricas previas. En otras palabras, la «igualdad» reclamada en esta Primera Parte, sólo involucraba a damas y caballeros, lo que dejaba de lado al resto de la población. En otras palabras, el criterio no corría a través de los estamentos sociales, sino solamente respecto del estamento más alto de la estructura social, dejando por lo demás incólume el resto de la estructura. Dicho aún de otro modo, la pirámide social permanecía intacta, sostenida en base a un supuesto «orden natural» previo, y sólo su estamento más alto podía alegar igualdad. Solo mucho más tarde, con la difusión de las ideas ilustradas, la pirámide estamentaria comenzaría a desmoronarse.
Incluimos en esta Primera Parte tres autores de muy diferente carácter: el primero, Averroes, que recogió la tradición lógica de Aristóteles y que, en su análisis de la República de Platón, realizó algunas conjeturas interesantes, aunque a partir de datos insuficientes. Nos interesó incorporarlo, en la medida en que el averroísmo fue considerado una corriente herética de la cristiandad, combatida férreamente no sin tomar de ella todo cuando convenía a la interpretación cristiana de Aristóteles, como señaló Alain de Libera. El segundo es Baldassare Castiglione, diplomático, escritor y religioso; miembro activo en la corte de Felipe II, quien además de dedicarse a la política internacional, propuso (junto con otros escritores de su época) un nuevo arquetipo de varón y de mujer. Desplegó en sus detalles, la vida cotidiana del Renacimiento en el denominado «siglo de las mujeres», tomando como referencia a Christine de Pizán y su obra. Ya casi en el ocaso de la vida galante, Castiglione describió en El Cortesano las virtudes ideales de la dama y del caballero, traduciendo en ese extenso diálogo el carácter normativo y práctico de cómo debía ser un «perfecto cortesano» (y su dama). El tercer filósofo que tomamos en consideración en esta Primera Parte es Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, con frecuencia conocido como Agrippa de Nettesheim, extraño personaje que representó una especie de síntesis de los conocimientos que sobre magia y alquimia se habían acumulado hasta su época. Se lo identificó como médico, filósofo, alquimista, matemático, escritor, cabalista y nigromante; requerido, perseguido, prohibido y admirado, Agrippa escribió una obra en defensa de las capacidades de las mujeres, que revisaremos brevemente. A modo de ejemplo, estas voces alternativas rompen con cualquier concepción monolítica respecto cómo se manifestó la época, dibujando un cuadro mucho más amplio que nos excede.
La segunda parte del libro lleva por título «Bajo el signo de la “igualdad”» e indaga desde los comienzos de la modernidad, cuando se asiste a un proceso creciente de difusión, accesibilidad y popularización de los saberes. Alguno/as estudioso/as denominaron este proceso «pragmatización del cogito », en referencia al bien conocido cogito cartesiano. De ahí, se desarrollaron tres líneas. La primera, denominada «de la filosofía para damas», estaba escrita por varones y, al margen de su intención de difundir conocimientos científicos, representó un buen ejemplo de las inconsecuencias de la Ilustración, en tanto persiguió, al mismo tiempo, la emancipación de la humanidad y el dominio de las mujeres. Por tanto, «enseñó» a las mujeres, aunque deficitariamente, porque se consideraba ( a priori ) que eran incapaces de adquirir conocimientos tan elevados como los de los varones. Podríamos sintetizar esta posición con la famosa e irónica fórmula de George Orwell «unos son más iguales que otros». La segunda corriente, mostró que hubo ensayos coetáneos a los anteriores que mostraron que la «disputa de las mujeres» ( la querelle des femmes ), surgió como efecto de una Ilustración temprana, cuya contradicción se centró en pretender, al mismo tiempo, transmitir conocimientos a todo el género humano, pero excluir a las mujeres de ese objetivo. Así surgió la fórmula (contradictoria en sus propios términos) de un «universal masculino». La tercera alternativa –defendida por la mayoría de los filósofos que recogemos– proponía hacer caso omiso de las diferencias de sexo y de etnia de las personas y a priori conceder efectivamente a todos por igual derechos y capacidades naturales. En este punto decisivo entre theoria y praxis reside el impulso que sostuvo a la ética universalista , constituyéndose en lo que Amorós denominó «una ilustración dentro de la ilustración».(5) Cada una de estas líneas internas, puso en juego la aceptación o no de las consecuencias éticas y políticas que se seguían de aceptar la «igualdad». Nos encontramos entonces frente a teorías filosóficas y políticas que defendieron, matizaron o rechazaron la igualdad formal entre mujeres y varones, tanto respecto de sus capacidades cuanto de sus derechos civiles y políticos. En esta Segunda Parte, nuestros ejemplos son François Poullain de la Barre, discípulo de Rene Descartes, el monje benedictino Benito Jerónimo Feijoó y Montenegro, el ilustrado Marqués Caritat de Condorcet y el filósofo Theodor von Hippel, discípulo y amigo de Immanuel Kant. Curiosamente, estos varones corrieron, por lo general, con la misma suerte de opacamiento que las mujeres cuyas capacidades avalaron. Sin su importante apoyo, los debates que promovieron y las teorías que impulsaron, la situación de las filósofas (y de las mujeres en general) hubiera sido mucho más ardua aún de sobrellevar. De modo que el objetivo de esta segunda parte es doble: por un lado, mostrar que «en esa época» otras cosas podían pensarse además de la consabida misoginia achacada a una miopía de época; excusa ésta que como bien se sabe aparece siempre en primer lugar para exculpar a cuanto teórico o filósofo que rechazó la capacidad y, en consecuencia, los derechos de las mujeres. Por otro, que esos pensadores (y con seguridad algunos más), constituyeron el referente polémico oculto del áspero diálogo entre defensores y retractores de los derechos de las mujeres. En ese sentido, sus ideas y sus argumentos merecen hacerse visibles.
En la Tercera Parte de este libro, que hemos titulado «Radicalidad y utopía», presentamos la posición de los denominados radicals , corriente que se desarrolló a partir del ala más igualitarista no-violenta de la Ilustración, y que incluyó una profusa variedad de corrientes «socialistas», que además inventaron e impusieron el concepto.(6) En Inglaterra, promovieron su desarrollo Robert Owen, William Godwin, William Thompson o William Morris, entre muchos otros, y en Francia con Joseph Rey, Jules Gay, Henri de Saint Simon, Charles Fourier y seguidores como Pierre Leroux, e incluso figuras del anarquismo como Joseph Déjacque o Ernest Coeurderoy y, en menor medida, comunistas como Étienne Cabet y Théodore Dézamy. Tanto en una línea como en las otras, se incluyeron mujeres Radicals y Socialistes como Mary Wollstonecraft o Flora Tristán. Sea como fuere, la variedad de posiciones y debates cruzados entre estas corrientes contrarias a la restauración del Antiguo Régimen, exceden las posibilidades de este libro. Y aunque ninguna suscitó una adhesión masiva, su ideario obsesionó a ciertas figuras consagradas y hegemónicas de la política que vieron en sus críticas al status quo una brecha peligrosa a detener. El interés de esos pensadores en difundir ideas y alternativas a la sociedad de su tiempo, trató de romper las barreras sociales que constreñían libertades y derechos (de varones y mujeres) y los llevó a proponer la democratización de la sociedad, del trabajo y de sus beneficios, derivando tanto en la estigmatización de los Radicals ingleses como de los Socialistes franceses. Como veremos, ambos grupos pasaron a ser identificados como «utópicos», en el sentido peyorativo que el término tenía en el siglo XIX. En la medida en que no podemos extendernos en todos ellos, nos centraremos en Charles Fourier, William Godwin, William Thompson y John Stuart Mill. Aclaremos, que el última, más conocido, recogió con mayor moderación muchas de las propuestas de los anteriores, aunque por lo general se lo reconoce sobre todo por su obra On Liberty . Los cuatro se basaron de un modo u otro en el principio de Utilidad, mal entendido y poco examinado, como advierten algunos de los expertos/as que quieren recuperar una tradición que se remonta al siglo XVIII, y cuyo signo más evidente fue su voluntad de reformar la sociedad para hacerla más equitativa.(7)
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