Valentina Pisanty - Los guardianes de la memoria

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Dos hechos saltan a la vista. En primer lugar, que, en los últimos veinte años, la Shoah ha sido objeto de actividades conmemorativas generalizadas en todo el mundo occidental. En segundo lugar, que, en los últimos veinte años, el racismo y la intolerancia se han incrementado drásticamente en aquellos países donde la política de la memoria se ha implementado con mayor intensidad. ¿Son hechos que no están relacionados, dos secuencias históricas independientes, de la misma manera que no existe ningún vínculo demostrable entre, digamos, la violencia en los estadios de fútbol y los avances en la investigación del cáncer? ¿O existe una conexión, y le corresponde a una sociedad ávida de contrarrestar la actual oleada de xenofobia preguntarse por las razones de esta contradicción? Este libro parte de la constatación del fracaso de las políticas de la memoria basadas en la ecuación simplista «Para no olvidar = Nunca más». La pregunta más urgente para Valentina Pisanty, atenta investigadora de las lógicas del negacionismo, es si este fracaso es casual (la xenofobia crece a pesar de las políticas de la memoria) o es inherente a las premisas (debido a la forma en la que se han formulado las premisas políticas, solo podrían contribuir al resultado que produjeron). El objetivo de este enfoque crítico es combatir la discriminación de una forma eficaz e incisiva, pero también honesta, consciente y, en caso necesario, autocrítica.

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El papel de centinelas o filtros discursivos parecería presuponer un acuerdo, dentro de la comunidad que representan los guardianes, sobre los criterios por los cuales un sujeto externo puede o no cruzar el umbral del santuario . En algunos casos, la expresión debe tomarse literalmente. Consideremos, por ejemplo, la famosa visita de Yasser Arafat a Washington en enero de 1998, cuando, tras la presión de algunos miembros de la comunidad judía estadounidense, al líder palestino se le negó el acceso al Museo del Holocausto con el argumento de que era «una encarnación de Hitler». En este caso se puede ver cómo una prohibición sacralizante (la prohibición de traspasar el umbral del museo para evitar profanaciones inadmisibles) en algunos casos puede resultar en una comparación banalizadora. Pero el caso de Arafat también demuestra cómo, en efecto, no siempre se logra un consenso unánime, dentro del grupo representado, en cuanto a los requisitos de admisión al lugar consagrado. Con su decisión, el director del museo, Walter Reich (que en esa ocasión ejercía las funciones de vigilante de seguridad), desató la polémica dentro de la comunidad judía estadounidense, que solicitó y obtuvo su destitución.

Un incidente similar se había evitado por poco el día de la inauguración del museo (22 de abril de 1993), cuando Elie Wiesel, no sin buenas razones, protestó por la presencia de Tuðman entre los jefes de Estado a los que estaba a punto de dirigirse. En esa circunstancia, sin embargo, prevalecieron otros criterios y, a pesar de ser el más autorizado de todos los guardianes, a Wiesel no le quedó más que apartar ostentosamente la mirada del presidente croata mientras se dirigía al escenario. 31Esta situación nos permite entender que los guardianes actúan como representantes no tanto de los muertos como de los vivos, que son los que pueden retirarles ese poder cuando lo consideren oportuno.

Hasta ahora nos hemos ocupado de la función defensiva de los guardianes. Pero, además de mantener alejados a los indeseables, autorizar las comparaciones pertinentes y sancionar la inadmisibilidad de todos los demás usos instrumentales de la memoria, entre sus tareas también se encuentra la producción y propagación de recuerdos que la comunidad de la que se sienten portavoces considera importantes. No se trata de resguardar la memoria de las miradas indiscretas, sino de promover su transmisión, visibilidad pública y difusión en el exterior.

La ambivalencia del rol ya está inscrita en el par de términos, guardián/ custodio , que la lengua italiana utiliza para referirse a estos gatekeepers de la memoria. Para salvaguardar algo, hay que apartarlo de la mirada de la mayoría (se guarda un secreto, una reliquia, una conciencia). La custodia, en cambio, presupone la exposición del objeto (un puente, una estación, un cuadro, la reina) que podría ser secuestrado, manipulado o dañado, pero cuya dimensión pública se da por sentada, y del que se espera además una utilización abierta y compartida. 32De hecho, el uso lingüístico tiende a confundir las dos palabras, atribuyendo indistintamente los diferentes significados a una u otra: comúnmente hablamos del guardián de una prisión y del custodio de un museo, cuando, en términos estrictos, debería ser al revés. Lo que importa, a efectos del discurso planteado, es saber reconocer los diferentes matices que confluyen en el concepto.

Por ejemplo, cuando se lanzó la iniciativa de los trenes de la memoria que el Sindicato de Pensionistas Italianos CGIL promueve cada año para los escolares italianos, y el historiador Carlo Greppi definió a los organizadores como «guardianes de la memoria», la ocasión remitía al segundo aspecto, el abierto, centrífugo y divulgativo. 33Lo mismo ocurría con el título I Guardiani della memoria con el que la RAI Scuola, en colaboración con el Ministerio de Educación, Universidades e Investigación italiano, presentó en 2018 un especial sobre esos mismos viajes, 34mientras que el proyecto «Forgetting Auschwitz / Remembering Auschwitz», del que hablaremos más adelante, invita a los usuarios a «convertirse en guardianes de la memoria de Nedo Fiano», leyendo en voz alta la autobiografía de este testigo clave de la Shoah en Italia. La ciudad de Brescia también se autodenomina «guardiana» debido a la colocación de stolpersteine , las piedras de la memoria, para recordar a las víctimas locales del nazi-fascismo, 35lo que demuestra que en tales casos el guardián o custodio es un operario cultural pero también un mensajero, un repetidor que debe su autoridad a alguna relación de contigüidad física con las víctimas o con los lugares del trauma («casi todos nuestros alumnos han estado en Auschwitz», se regocijaba el director de una escuela que visité hace poco, sin percatarse de la contradicción).

El mecanismo de la promoción conmemorativa es el de la transmisión directa que se establece entre generaciones dentro de una familia o grupo cohesionado. A través de los relatos autobiográficos y la coexistencia, la antorcha de la memoria pasa de mano en mano, y quienes la reciben se convierten temporalmente en sus custodios. De ahí la centralidad de los testimonios, ya sean directos o indirectos, entendidos como vectores del conocimiento compartido: un conocimiento auténtico, inmediato, local, «ecológico», tanto más creíble cuanto más se filtra a través de la subjetividad de la experiencia física, según esa valoración pública del ámbito privado que hemos mencionado anteriormente.

(Por cierto, esta valorización también tiene algo que ver con el éxito historiográfico, a partir de los años setenta, de la llamada historia oral, a partir de la prioridad dada a las vivencias emocionales, las memorias sumergidas, la vida cotidiana y el folclore, en contraposición a la dimensión racional del conocimiento histórico, más estrechamente relacionada con la interpretación «objetiva» de los archivos escritos y los documentos oficiales. Pero nos centraremos en ello más adelante).

En el caso de las memorias traumáticas, comenzando por la de la Shoah, los guardianes asumen el papel de testigos de segundo grado (testigos de testigos), prótesis comunicativas de los exdeportados, desde que iniciaron su meritoria labor de difundir conocimientos de primera mano sobre la vida y la muerte en los campos de concentración. Entiéndase bien este punto: las críticas que siguen no conciernen en modo alguno al compromiso cívico de los supervivientes que, en las últimas décadas, han prodigado energía, sensibilidad e inteligencia al compartir públicamente sus experiencias de deportación. Lo mismo vale para el trabajo realizado por muchos buenos profesores, escritores, cineastas y directores de museos, unidos por la intención de acercar la historia a las generaciones más jóvenes. Las críticas se refieren, en cambio, a la desproporcionada inversión simbólica que el culto a la memoria carga sobre los hombros de los testigos y, especialmente, de aquellos que actúan en su nombre.

Dado que a las víctimas que sobrevivieron a los campos de concentración se les ha otorgado una función ejemplar sin precedentes por parte de una cultura cada vez más inclinada a reconocer la memoria de la Shoah como su centro de gravedad moral, los testigos se han encontrado llevando a cabo una tarea que va más allá de la transferencia normal de conocimientos que asegura la continuidad de cualquier cultura. Esto lo revelan con cierta vergüenza los historiadores que suelen hablar junto a los testigos en las conmemoraciones oficiales, señalando que se sienten incapaces de corregir públicamente cualquier error fáctico, presumiblemente debido a lapsos de memoria, recuerdos falsos, interferencias culturales, etcétera. Aquí no habría nada de extraño per se –así funciona la memoria humana–, si no fuera por la tendencia generalizada a privilegiar el punto de vista de los que «estuvieron allí» sobre el de quienes han reconstruido la dinámica de los hechos a partir de un examen de las pruebas documentales (incluidos los testimonios).

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