Hay al menos dos puntos problemáticos. El primero se refiere a la reconstrucción de memorias nacionales específicas, cada una con sus ambivalencias y zonas grises, así como con sus picos de infamia y de grandeza. El segundo tiene que ver con la fundación de una metamemoria europea, una memoria cosmopolita (Levy y Sznaider, 2002: 87-106) 14en la que cada memoria nacional puede insertarse sin fricciones excesivas entre las demás.
Empecemos por el primero. Construir un autonarrativa nacional es ya una empresa complicada que, en algunos casos (como el italiano), nunca se completó del todo, y tal vez ni siquiera fuera factible. En una entrevista al Corriere della Sera el 26 de noviembre de 2010, el historiador Claudio Pavone comentó: «En cuanto a la memoria común, es un concepto desprovisto de sentido. No hay nada más subjetivo que la memoria: un expartisano y un veterano de la RSI 15nunca podrán tener la misma visión del pasado». Hacer prevalecer un punto de vista sobre otro significa tener en cuenta el carácter estratégico de la llamada memoria colectiva, que servía a los intereses y sensibilidades de quienes detentaban en aquel momento el soft power . Por ejemplo, se puede establecer que, en relación con lo que se esperaba de la Italia de posguerra, la memoria partisana tenía más motivos para ser valorada que la de los partidarios de la República de Saló. Fue una decisión política legítima, porque así es como funcionan las historias fundacionales, aunque no estuvo exenta de riesgos, empezando por los resentimientos que presumiblemente suscitó en aquellos que, habiendo sido empujados a los márgenes de la narrativa dominante, no lograron identificarse con las experiencias de sus antiguos enemigos ni aun queriendo. Los focos de latencia en los que se acumulan las memorias olvidadas siempre están disponibles para su modificación posterior en caso de que el poder cambie de manos (como sucedió en Italia durante los años de Berlusconi), por lo que, más allá de las proclamas conciliadoras, la memoria nacional es un factor cultural que divide tanto como cohesiona.
Es aún más laborioso construir un marco transcultural capaz de acomodar el conjunto de memorias nacionales y, al mismo tiempo, superarlas de forma armoniosa con miras a configurar una nueva identidad europea más inclusiva (el segundo punto problemático). Este es el objetivo de numerosos organismos internacionales encargados de difundir e institucionalizar la memoria del Holocausto en todos los países de la Unión Europea y más allá: el Parlamento Europeo, la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA), el Consejo Europeo, la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos Humanos (OIDDH)… Además de veintiséis de los veintisiete Estados miembros de la UE (con la curiosa deserción de Malta), 16los otros países del viejo continente que, a instancias de las instituciones intergubernamentales, «celebran» el Día de la Conmemoración son Albania, Noruega, Suiza, Liechtenstein, el Principado de Mónaco, Moldavia, Ucrania, Macedonia, Serbia y Bosnia-Herzegovina. En vista del número de países participantes, se podría decir que se trata de un gran éxito político, pero no podemos dejar de preguntarnos en qué se basa este consenso prácticamente unánime.
Hoy estamos acostumbrados a considerar la memoria del exterminio como un hito en la conciencia europea; tan acostumbrados, de hecho, que nos sorprendemos cuando alguien nos recuerda que la «europeización del Holocausto» es una cuestión bastante reciente (Kucia, 2015). El proceso se inició en los años noventa, poco después de la caída del Muro de Berlín, cuando los antiguos países comunistas entraron en el área de influencia de la OTAN y solicitaron su admisión en la UE. Hasta entonces, reacios a conmemorar el genocidio judío –aunque las fases más intensas tuvieron lugar en los territorios de Europa del Este ocupados por los nazis–, los Estados que aspiraban al reconocimiento occidental se enfrentaban a una doble tarea. Por un lado, tuvieron que desarrollar apresuradamente su propia memoria específica del Holocausto, en algunos casos muy difícil de insertar en la narrativa nacional debido a la censura y la represión que en las décadas anteriores habían corrido un velo sobre los episodios de antisemitismo autóctono (piénsese en los pogromos y el saqueo de propiedades judías en Polonia y otros países de Europa del Este), 17mientras que los recuerdos traumáticos de las persecuciones sufridas a manos de los nazis primero, y de los soviéticos después, tuvieron que ser revividos y procesados públicamente. Por otro lado, tuvieron que aceptar los formatos de la memoria europea (filtrados en gran parte a través de los productos de la industria cultural estadounidense), centrada enteramente en el sufrimiento de los judíos, la maldad de los nazis y la miseria moral de los bystanders , es decir, de quienes presenciaron las masacres y se mantuvieron al margen sin ayudar a las víctimas, o incluso colaboraron con los verdugos para su propio y sórdido interés. ¿Cómo podían imaginarse como víctimas de los crímenes nazis y la opresión soviética (siendo esta última la herida más reciente y dolorosa) y, al mismo tiempo, no solo reconocer la primacía del sufrimiento judío sobre el suyo propio, sino también admitir haber contribuido hasta cierto punto a ocasionarlo?
En los países más afectados por esas contradicciones –Polonia, Ucrania, Lituania, Hungría, Rumanía, Moldavia…–, la construcción de memorias nacionales compatibles con los requisitos europeos encontró una resistencia considerable. Esto puede verse, por ejemplo, en la polémica que estalló en Polonia en 2012 con motivo del estreno de Pokłosie ( El secreto de la aldea ), una película inspirada libremente en el pogromo de Jedwabne; 18en la acusación lanzada contra el historiador Jan Tomasz Gross en 2016 por el gobierno de Andrzej Duda, que lo culpaba de haber dañado la reputación de la nación al escribir en un artículo para Die Welt 19que «los polacos, orgullosos y con razón de su resistencia a la agresión nazi, mataron en realidad a más judíos que alemanes durante la guerra…»; 20en la ley sobre el Holocausto aprobada por el Parlamento polaco en enero de 2018 que establecía una pena máxima de tres años de prisión para cualquier persona, polaca o extranjera, que acusara a Polonia de complicidad con los crímenes nazis o se refiriera a los campos de exterminio nazis como polacos; 21y en la campaña de odio cada vez más persistente fomentada por ultranacionalistas partidarios del Gobierno contra la dirección del museo de Auschwitz, a la que acusaban de promover «narrativas extranjeras» en detrimento de la reputación del país… 22
Estos estallidos de chovinismo xenófobo, ¿fueron tal vez el precio del «billete de entrada en Europa» 23que Polonia adquirió en 2004, cuando el entonces presidente, Aleksander Kwasniewski, reconoció oficialmente los sufrimientos de los judíos polacos en tiempo de guerra, incluido el daño infligido por sus compatriotas? ¿O habrían surgido de todos modos y, en ese caso, fueron las instituciones intergubernamentales las que se llevaron todo el mérito de haber abierto una caja de Pandora y haber apoyado a esa parte de la ciudadanía que estaba dispuesta a pasar página? No hay necesidad de decidir: ambas explicaciones podrían ser ciertas. El hecho es que la fusión de memorias locales y globales defendida por los estrategas del cosmopolitismo europeo ha sido y es mucho menos pacífica de lo previsto. 24
El razonamiento era simple, demasiado simple. Dado que, como han destacado psicólogos y científicos sociales, la identidad es una construcción narrativa, y dado que las denominadas identidades nacionales son también el resultado de procesos de storytelling planificados que seleccionan, conforman y recombinan las memorias locales, ¿por qué no actuar de forma concertada para «romper el contenedor» de las memorias nacionales y difundir, utilizando las herramientas principales de la comunicación global, una narrativa lo suficientemente abstracta y desterritorializada para combinar las partes más valiosas de una Europa en busca de una identidad? Una Europa como paladín de los derechos humanos que, en la línea del sueño americano, debería haber sido multiétnica, tolerante y acogedora, aunque quizá un poco farisaica, como la imaginaron Jürgen Habermas, Ulrich Beck (Beck y Grande, 2004), Timothy Garton Ash (2004) y otros muchos de los habituales de los think tanks progresistas de las décadas de 1990 y 2000.
Читать дальше