Por lo tanto, es posible evitar una paradoja evidente: el crecimiento exponencial del racismo a medida que la retórica de la memoria se afianzaba gradualmente en Europa y Estados Unidos durante los años ochenta y noventa, y cada vez más a partir del 2000. Los datos son difíciles de refutar. El progresivo aumento de episodios de violencia racista, reivindicaciones explícitas de orgullo nacionalista, desfiles con símbolos fascistas, discriminación en el lugar de trabajo, propagación del odio en internet, en las calles, en la televisión, en la prensa y en las instituciones, partidos xenófobos en el poder… ¿Cómo se puede interpretar todo esto si no es reconociendo en ello una siniestra convergencia entre argumentos ultranacionalistas y manifestaciones racistas que, hasta hace poco, creíamos haber superado definitivamente?
El informe anual elaborado en 2016 por la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) confirma la impresión de que, desde hace algunos años, los discursos y las prácticas racistas están volviendo a cobrar protagonismo en la vida pública.
En el discurso público de muchos países, se ha desarrollado una dicotomía creciente entre «nosotros» y «ellos», con la intención de excluir a las personas por su color de piel, religión, idioma o etnia. Esto no solo concierne a los inmigrantes recién llegados, sino también a las minorías establecidas desde hace mucho tiempo en Europa. Estas tendencias no solo amenazan la actitud de acogida hacia las personas que acaban de llegar al continente europeo, sino también el proyecto más amplio, perseguido en décadas anteriores, de construir sociedades inclusivas y fortalecer la aceptación de las diferencias culturales. A raíz de estas tendencias, los partidos políticos tradicionales, en un esfuerzo por evitar una mayor erosión de su base electoral, han incorporado a menudo ciertos elementos de esta retórica y las ideas asociadas a ella, amplificando así los efectos de la actual oleada de populismo xenófobo y allanando el camino para que tales actitudes pasen de los sectores extremistas a la corriente política principal.
Sin embargo, el 26 de enero de 2018, la propia comisión, en palabras de su presidente, Jean-Claude Juncker, celebró el papel fundamental desempeñado por las organizaciones internacionales en la divulgación del conocimiento sobre el Holocausto para la «consolidación de las defensas contra todas las formas de odio que amenazan a las sociedades europeas». 4Se asume que una amplia campaña de información sobre el genocidio judío es el mejor remedio contra la aparición de nuevas formas de racismo, fascismo, nacionalismo y enemistades entre los pueblos.
El horror por Auschwitz es un sentimiento unificador que trasciende todas las diferencias culturales, económicas y políticas. Activar ese sentimiento desde las primeras etapas educativas, nutrirlo a través de programas de «educación sobre la Shoah» [sic] 5y reavivarlo año tras año en las fiestas religiosas es nuestra forma de garantizar la paz social. En cualquier caso, esto es lo que expresan todos aquellos que, en contextos altamente institucionales, celebran la función benéfica de la memoria con fórmulas estándar basadas en la secuencia «never forget-never again».
Veamos algunos ejemplos: «Es un poderoso recordatorio de los peligros de la discriminación y la intolerancia, de lo catastrófica y bárbara que puede ser la incitación al odio racial. Hoy nuestro solemne deber es asegurarnos de que esto nunca vuelva a suceder» (Alexander V. Yakovenko, embajador de Rusia en Londres, 27 de enero de 2016); 6«Recordar no es solo un gesto de conmemoración. Es un proceso crucial para evitar que se repitan los mismos errores» (Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, 26 de enero de 2017); 7«En el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto, reconocemos esta oscura mancha en la historia de la humanidad y prometemos no dejar que vuelva a suceder» (Donald Trump, 26 de enero de 2018). 8
No hablo ahora de la previsibilidad retórica hasta cierto punto impuesta por el marco de celebración en el que se pronuncian estos discursos. 9Tampoco es necesario preguntarse por la sinceridad de los propósitos que individualmente los animan, dado que en situaciones de este tipo es el lenguaje –el código, la norma estilística, la ritualidad social– el que habla a través de oradores ocasionales y, a fin de cuentas, efímeros. En cambio, lo que llama la atención es la impermeabilidad del sistema frente a las numerosas negaciones empíricas de su entimema básico: la memoria de la Shoah es un antídoto eficaz contra el racismo y la intolerancia ( para no olvidar = nunca más ).
«Algo no está bien… pero ¿qué?». 10¿Es posible que –como observó recientemente Henry Rousso– en una época en la que «todas las políticas públicas, por no hablar de todas las actividades cotidianas, están cada vez más sujetas a formas de evaluación o benchmarking », solo las políticas de la memoria estén exentas de este tipo de control? (Rousso, 2016: 24). ¿Por qué nos resulta tan difícil admitir que algo no ha funcionado?
APORÍAS DE LA MEMORIA
No nos apresuremos a responder. Dada la complejidad del tema, las razones podrían ser diversas, y no se puede decir que los avances en la lucha contra el racismo sean necesariamente el único criterio para medir la performance de la memoria. La memoria de la Shoah (filtrada a través del punto de vista de las víctimas) ha llenado el vacío que, en el siglo pasado, dejó la crisis de las grandes utopías revolucionarias. Su éxito también se mide en relación con el poder mitopoiético que ciertamente ha demostrado poseer: la capacidad de establecerse como paradigma o esquema narrativo con el que cualquiera puede identificarse. De ahí que se adapte a una amplia gama de contextos en los que el grupo que mejor cuenta la historia de violencia que ha sufrido adquiere un excedente de credibilidad y legitimidad que puede gastar en la escena pública (Giglioli, 2014).
Respecto a las afirmaciones descaradamente sectarias de Meir Kahane (cuyo único criterio era: «¿Es bueno para los judíos?»), los usos contemporáneos de la memoria se combinan para crear una mezcla sin precedentes de universalismo y particularismo, según la cual todos deben compartir las especificidades de la experiencia de cada grupo en particular. No solo en un sentido histórico y, en la medida de lo posible, objetivo, ya que desde cualquier posición de la que se observen se reconoce que los hechos en discusión se desarrollaron más o menos de una determinada manera, y serán los tribunales internacionales u otros órganos designados los encargados de establecer la responsabilidad de los hechos, castigar a los culpables e indemnizar a las víctimas de una manera más o menos tangible, para que puedan subsanar la ruptura con el pasado y reconstituir su propia identidad de grupo entre los demás. (Por supuesto, estoy hablando en términos muy abstractos, casi ilusorios. En realidad, las cosas nunca son tan simples; ni los historiadores ni los jueces son inmunes a la ideología y no está tan claro que los llamados derechos universales lo sean en realidad). 11
En este marco de referencia ideal, la historia y el derecho aspiran efectivamente a la universalidad, mientras que las experiencias, las sensibilidades y los proyectos de cada grupo siguen siendo particulares. No es necesario saber cómo se sentían los esclavos encadenados para establecer que la trata de esclavos en el Atlántico fue uno de los peores crímenes imputables al mundo occidental.
Sin embargo, si el reconocimiento de la condición de víctima se convierte en un objetivo en sí mismo, más deseable por el impulso identitario que ofrece que por la restauración de un principio de equidad, entonces el proceso se vuelve más complejo. Cada grupo quiere transmitir a los demás la sensación casi física de las injusticias sufridas. La idea básica es que solo el conocimiento fenomenológico y subjetivo de una experiencia dolorosa garantiza la comprensión del hecho que la causó (y las posteriores afirmaciones de quienes la han vivido). No se trata simplemente de despertar un grado de empatía suficiente para permitir que las personas ajenas puedan colocarse en lo que John Rawls (1971) denominó la «posición original»: la condición abstracta de quienes, sin saber de antemano qué papel podría serles asignado en el guion de la historia, valoran las situaciones sobre la base del parámetro de la protección de los más débiles, pero sin penalizar desproporcionadamente a los que no lo son. La implicación emocional suscitada por las narrativas identitarias implica una orientación específica, un vínculo emocional, una sensibilidad particular hacia las necesidades del grupo victimizado, comparable a lo que se supone sienten quienes pertenecen al grupo mismo («Todos somos Ana Frank», o berlineses, o armenios, o neoyorquinos, o Charlie, o refugiados sirios…). Desde este punto de vista, «¿es bueno para los judíos?» – o para cualquier otro grupo al que se le reconozca la condición de víctima – es una pregunta que atañe a toda la humanidad.
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