Este es el problema. Mientras que el quid de todo discurso universal es esto vale para todos , la clave de todo discurso identitario es solo yo he vivido esto . Combinados, los dos conceptos producen un extraño hircocervo: solo yo he vivido esto, así que vale para todos . En otras palabras, precisamente porque mi experiencia (o la de mi grupo) es solo mía, precisamente porque solo yo tengo los derechos exclusivos sobre mi (nuestra) memoria, las reivindicaciones particulares que presento sobre la base de esa experiencia y esa memoria deben ser universalmente aceptadas.
¿Hay alguna manera de transformar este aparente non sequitur en un argumento razonable? Si el reconocimiento al que aspira cada grupo se limitara al derecho a expresar de manera autónoma una identidad cultural (incluida su propia memoria), se podría apelar a un principio humboldtiano de igualdad cultural, «indispensable para la historia de la humanidad y el inventario de los recursos del planeta» (Balibar, 2016: 142), para ratificar una visión ecológica pluralista de la semiosfera (el medio cultural entendido como un todo). Cada comunidad tiene su propia memoria (o sus memorias; por ahora, pasemos por alto las aporías contenidas en este «universalismo de lo múltiple», que favorece las diferencias entre comunidades en detrimento de las que están dentro de los grupos). Cada recuerdo representa un nicho cultural, una forma de vida única e irrepetible que como tal debe preservarse del olvido y la destrucción (al igual que en la biosfera deben salvarse las especies en peligro de extinción). Es responsabilidad de todos salvaguardar la diversidad cultural de la semiosfera y la pluralidad de memorias que la componen.
No obstante, es mucho más lo que está en juego en los discursos actuales sobre la memoria. No se trata solo de afirmar que la expresión de las diversas identidades culturales es un derecho que debe ser preservado colectivamente, para que cada grupo pueda utilizarlo de forma independiente y justa, unos fomentando la memoria inuit, otros la bantú, etcétera. Aquí se dice que algunas memorias particulares tienen derecho a ser incorporadas a la memoria universal, a ese depósito de narrativas identitarias al que recurre la hipotética comunidad global para definir las condiciones indispensables de su existencia. De acuerdo con los criterios adoptados por el Registro de la Memoria del Mundo patrocinado por la UNESCO, a estas memorias seleccionadas se les reconoce un «significado universal excepcional». 12Como la dieta mediterránea, los cantos polifónicos georgianos, las danzas folclóricas bretonas y el arte textil peruano, se consideran un patrimonio inmaterial de la humanidad que debe protegerse (¿«by any means necessary»?) frente a «la amnesia colectiva, la negligencia y la destrucción intencionada y deliberada».
Un principio de prestación y selección de los más aptos se insinúa en el argumento ecológico. La vida de las culturas está constituida –y es posible– por una serie incesante de pérdidas, amnesias, negligencias y destrucciones deliberadas, de lo contrario se correría el riesgo de sobrecarga informativa que impediría que nuevas formas de vida arraigaran en un entorno repleto de vestigios del pasado (véase el argumento de Nietzsche [2006] sobre los riesgos de la memoria hipertrófica). ¿Por qué algunas memorias particulares son consideradas más merecedoras que otras de escapar a los mecanismos fisiológicos del olvido? En otras palabras, ¿qué es lo que debería inducir a la comunidad mundial a tomar medidas de peso para contrarrestar, solo en algunos casos, la acción erosiva del tiempo?
Por un lado, es el valor excepcional de la experiencia atestiguada por la memoria específica lo que la hace valiosa para el resto de la humanidad. La memoria de lo que ha hecho o le ha sucedido a la comunidad X debe ser trasplantada en la memoria global en virtud del enriquecimiento que introduce en el abanico de posibilidades existenciales que abre, del brote de conciencia que produce, de la capacidad de ir más allá de los límites de lo que se puede esperar del género humano. Grandes hazañas, inventos y gestas heroicas, pero también ejemplos negativos –guerras, epidemias y otras catástrofes– que sirven de advertencia sobre acontecimientos que, en circunstancias particulares, pueden perturbar o destruir la vida cotidiana de una comunidad. Cuanto más inusuales, extraños, oscuros o desviados de una norma hipotética parezcan los hechos relatados, más posibilidad tienen de ser incluidos en el catálogo de memorias que debe conservarse a escala planetaria como en una especie de Wunderkammer de la historia.
Por otro lado, sin embargo, la naturaleza ejemplar de estas experiencias depende de sus posibilidades de generalización. Para alcanzar el estatus de patrimonio inmaterial de la humanidad, una memoria particular debe hablar al corazón de everyman , interpelarlo como organismo sensible, activar sus neuronas espejo (por así decirlo). Como se ha mencionado con anterioridad, la retórica actual de la memoria insiste fuertemente en la necesidad de identificarse con las experiencias ajenas, siendo la empatía el único elemento compartido que cuenta. Tanto es así que los museos y los lugares del trauma se esfuerzan por encontrar nuevas técnicas interactivas para involucrar a los visitantes de una manera activa en las historias que se exponen. Obviamente, desde este punto de vista, las diferencias culturales suponen un obstáculo, a menos que concluyamos que todas las personas son iguales en cualquier parte del mundo y que, con el debido respeto a Humboldt y Sapir-Whorf, las experiencias de un guerrero hopi o una campesina francesa del siglo XVIII son inmediatamente accesibles a todo ser humano sensible de cualquier época y cualquier lugar. Reducidas a accesorios escénicos, las especificidades históricas, lingüísticas, políticas (etcétera) de las situaciones narradas sirven, principalmente, para resaltar un núcleo de experiencias comunes supuestamente intuitivas y primordiales. Por tanto, en la carrera por el reconocimiento universal, tienen ventaja aquellas memorias que se traducen más fácilmente al lenguaje universal de las emociones primarias.
¿UNA MEMORIA PARA EUROPA?
Algunas memorias son más particulares que otras. Algunas son más fáciles de generalizar que otras. Es poco probable que las más particulares sean también las más generalizables; pero la memoria que más que ninguna otra parece reunir estos atributos opuestos es la de la Shoah, excepcional por su objetiva enormidad histórica, universal –o transcultural– por las emociones que despierta, empezando por el sufrimiento, quizá la más ineludible de todas las experiencias humanas. Y no solo eso: el exterminio programado de los judíos de Europa y otras minorías perseguidas durante la Segunda Guerra Mundial también es transcultural en relación con la procedencia múltiple de sus protagonistas, víctimas y verdugos, así como de todos aquellos que, en alguna medida, y con diversos grados de responsabilidad, participaron en la perpetración del genocidio.
Toda Europa contribuyó a este proceso. Algunos lo hicieron con acciones directas, otros de manera más indirecta; algunos explotando la debilidad de sus semejantes, otros poniéndose del lado de los más fuertes debido a un instinto infalible de supervivencia; algunos espoleados por la propaganda racista (que en ese momento no solo se limitaba a los países del Eje), otros priorizando su propio egoísmo mientras a sus vecinos se les negaba el derecho a existir. Desde este punto de vista, ¿tiene sentido considerar la memoria de la violencia racista como la imagen en la que reflejarse colectivamente, cada uno a través del filtro de su propia historia nacional, pero todos unidos por la conciencia del colapso político y moral de todo el continente, conciencia indispensable para su reconstrucción radical? Sin duda, tendría sentido si el impulso predominante en la Europa de posguerra hubiera sido un esfuerzo conjunto para comprender cómo se pudo llegar hasta ahí, reconocerse en la historia para ganarse el derecho a repudiarla, abrir los archivos o desacreditar ciertos mitos familiares («Tu abuelo era fascista pero no denunció a la vecina que estaba escondiendo a una pareja judía». «Bueno, entonces vale») 13y, si es necesario, crear una fractura definitiva entre las generaciones. Y luego reconocer que, si bien no faltan en las historias de cada país –en algunas más que en otras– episodios heroicos y movimientos de resistencia dignos de ser recordados (como prueba de que incluso entonces existían algunas alternativas), no se puede dar ni mucho menos por sentado que la Europa actual sea una digna heredera de esas valientes decisiones.
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