Lo que no se había previsto era, entre otras cosas, la extrema adaptabilidad de la narrativa del Holocausto a los usos que varios países elegirían hacer de ella, de acuerdo con sus autonarrativas específicas: celebrar la nación que surgía de las cenizas (Israel), disociarse de las peores fases del exterminio (Italia y Francia), ensalzar su papel como libertadores (Gran Bretaña), mantener la fórmula vacía de víctimas versus verdugos mientras se modificaba su esencia (los diversos países excomunistas se atribuían ahora el lugar de las víctimas)… A posteriori , es legítimo preguntarse lo realista que podía ser la idea de una identidad transnacional basada íntegramente en la autocrítica.
PANTALLAS Y APROPIACIONES
Existen dos formas en las que una comunidad nacional puede adaptar la memoria cosmopolita a sus necesidades específicas. Puede insistir en la rememoración de los crímenes nazis para encubrir el recuerdo de otros crímenes en los que está implicada o de los que es culpable, o puede apropiarse de las categorías y el léxico del exterminio para contar sus propias tribulaciones históricas desde el punto de vista de la victimización sufrida. En ambos casos, la memoria retoma el camino de la autoabsolución, la amnesia oportunista y la autocelebración. Lejos de cumplir una función crítica, la conmemoración arraiga la comunidad a sus mitos fundacionales, perpetuando las distorsiones hasta que desencadenan mecanismos de autoconfirmación. Los estereotipos se vuelven reales cuando las personas actúan como si lo fueran.
Las guerras en la antigua Yugoslavia son el ejemplo clásico. 25Los conflictos dramáticamente reales que devastaron el país entre 1991 y 1999 fueron catalizados por una violencia simbólica filtrada a través del marco familiar del Holocausto. Todas las partes implicadas (serbios, croatas, musulmanes bosnios, albanokosovares) intentaron imponer a los demás su propia interpretación de los acontecimientos pasados y presentes, atribuyéndose cada una de ellas el papel de víctimas del mal absoluto.
Desde un punto de vista histórico, algunas de estas representaciones no eran del todo infundadas. Es bien sabido, por ejemplo, que durante los años de la ocupación nazi los ustachas croatas, respaldados por Hitler y Mussolini, exterminaron a cientos de miles de serbios ortodoxos en los campos de concentración que gestionaban directamente, comenzando por el infame campo de Jasenovac, en el que perdieron la vida aproximadamente cincuenta mil serbios (junto con treinta o cuarenta mil judíos y romaníes), mientras que en Kosovo algunos fascistas albaneses colaboraron primero con los italianos y luego con los alemanes en la persecución de las minorías no albanesas (predominantemente serbios). 26Al menos en parte, estos hechos apoyaron la autopercepción de los serbios como víctimas del nazismo al mismo nivel que los judíos: una representación generalizada que el régimen de Slobodan Miloševic no dudó en explotar en clave martirológica durante la crisis de los Balcanes, y que aparentemente se ha reactivado en la Serbia actual como una pantalla de la memoria (o recuerdo encubridor) con la que eludir el debate sobre las responsabilidades serbias en las guerras de los años noventa (David, 2013: 64-88).
Si consideramos los lazos históricos que unen a los ustachas con la Alemania nazi, el paralelismo trazado entre croatas y judíos, o más bien entre serbios y nazis, establecido por los partidarios de la secesión de Croacia en 1991, es menos plausible. Más aún si tenemos en cuenta que, en un libro de 1988, el futuro presidente croata, Franjo Tuðman, había negado las responsabilidades de los ustachas durante la Segunda Guerra Mundial, había reducido drásticamente el número de víctimas del nazismo y, ya de paso, había definido a Israel como un Estado judeo-nazi (Tuðman, 1989). 27Sin embargo, a través de los medios de comunicación bajo su control, también Tuðman recurrió al léxico del exterminio para dramatizar la condición de una Croacia oprimida por el Gobierno central de Belgrado, acusado de ser el último de los perpetradores de un proyecto multisecular de limpieza étnica que, en sus ambiciones expansionistas, no tenía nada que envidiar al de la Alemania nazi (MacDonald, 2003). La facilidad con la que la propaganda croata, que reflejaba la de Serbia, planteó sus reclamaciones territoriales en una mezcolanza de argumentos históricos, temas bíblicos (la independencia de Croacia comparada con la huida de Egipto) y fragmentos de la mitología nacional hubiese podido preocupar a la opinión pública mundial, insegura en ese momento de cómo interpretar los hechos, de no ser por la rapidez con la que el Vaticano y Alemania se alinearon a favor de la independencia croata en nombre de sus raíces católicas comunes, reconociendo efectivamente a la nueva Croacia, no por respeto a la memoria de la Shoah, sino a pesar de ella.
Por lo tanto, en esa primera oleada de enfrentamientos, la memoria no jugó un papel significativo en el framing de los hechos por parte de la prensa internacional. Vistos desde el exterior, los respectivos esfuerzos propagandísticos se neutralizaron entre sí en cierta medida y, en los primeros meses, la crisis de los Balcanes fue catalogada como una masacre interétnica incomprensible, desencadenada por odios atávicos igualmente indescifrables o por (interpretación alternativa) la legítima voluntad de los pueblos más afines a los valores occidentales de emanciparse del yugo del antiguo Estado comunista.
Sin embargo, la identificación entre serbios y nazis se abrió paso cuando estalló la guerra en Bosnia-Herzegovina, que culminó con el asedio de Sarajevo, la expulsión forzosa de decenas de miles de mujeres, niños y ancianos, y la masacre de Srebrenica (más de ocho mil hombres y niños musulmanes asesinados por el ejército serbio-bosnio de Ratko Mladić) en el verano de 1995. En la primavera de 1992 empezaron a circular en Europa y Estados Unidos reportajes sobre los centros de detención de los bosnios musulmanes que mostraban imágenes de prisioneros esqueléticos tras las alambradas. El más famoso es el que se publicó en el Daily Mirror el 7 de agosto de 1992 con el título «Belsen 92» y el subtítulo «Horror of the New Holocaust». La fotografía que lo ilustraba fue utilizada también por la revista Time en su portada del 17 de agosto con el titular «Must It Go On?» (Campbell, 2002).
Portada del Daily Mirror del 7 de agosto de 1992 con el titular «Belsen 92». Fuente : Mirrorpix.
Es difícil escapar al poder evocador de esta y otras imágenes similares, la mayoría de las cuales aluden directamente al imaginario de los campos de concentración (de ahí la insistencia en el detalle de las vallas metálicas como sinécdoque de los campos). Finalmente, quedó claro cómo se había contado la historia. Los roles de agresores y agredidos fueron asignados de manera irrefutable: las personas que actúan como Hitler dejan automáticamente de tener razón.
Muy pocos intelectuales expresaron dudas, no tanto sobre las responsabilidades serbias y la gravedad de las masacres (sobre las que había poco que discutir), como sobre la injerencia de los medios de comunicación y el tabú discursivo que la alusión constante al Holocausto estaba sembrando en las conciencias occidentales (Handke, 1996). La mayoría de los comentaristas se adhirieron, en cambio, a la metáfora periodística, y algunos encontraron la confirmación de su valor literal en la campaña de limpieza étnica que las milicias serbias lanzaron contra los musulmanes (en 1992 Bernard-Henri Lévy fue a Bosnia para rodar un documental, presentado en el festival de Berlín, en el que comparó Sarajevo con el gueto de Varsovia), mientras otros describieron Serbia como una «reencarnación balcánica del Reich» (Guidi, 1993: 26). Y quien osara contar también historias en las que los serbios resultaran ser las víctimas –como hizo la periodista italiana Milena Gabanelli en un informe para el programa Mixer en diciembre de 1991 (Guidi, 1993: 123-135), o Peter Handke en el relato de su viaje por Serbia en 1995– se exponía a la infame acusación de colaborar con el mal absoluto.
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