La relación entre el Holocausto y las guerras yugoslavas, trazada exhaustivamente por los medios de comunicación occidentales durante 1992, fue respaldada definitivamente por Elie Wiesel en su discurso de inauguración del museo estadounidense conmemorativo del Holocausto, el Museo del Holocausto, de Washington, el 22 de abril de 1993. En presencia de Bill Clinton, Chaim Herzog (el entonces presidente de Israel), Carlo Azeglio Ciampi y otros líderes mundiales (incluido Franjo Tuðman), 28que se habían reunido en el nuevo templo de la memoria en Estados Unidos, el testigo vivo más autorizado de la Shoah abrazaba la pedagogía inclusiva del museo según la cual el Holocausto debía ser considerado un evento «único en relación con el pasado, [pero] universal para el futuro» (Levy y Sznaider, 2002: 96). Hasta entonces, solo había habido un genocidio (o quizá dos, si se admitía el precedente armenio), pero ahora iba a haber otro. «Como judío, digo que debemos hacer algo para detener el derramamiento de sangre en este país [Bosnia]. La gente lucha y los niños mueren. ¿Por qué? Hay que hacer algo, lo que sea». 29El mensaje de Wiesel era inequívoco. Todos somos potencialmente víctimas, verdugos, bystanders o los justos entre las naciones. Depende de cada uno de nosotros elegir, cada vez, qué papel vamos a desempeñar. Con esta conciencia, los visitantes del museo de Washington eran invitados (y lo siguen siendo) a asimilar la lección principal, válida en todas las épocas y lugares: «que todos somos responsables y que la indiferencia es un pecado y un castigo; […] que cuando la gente sufre, no podemos permanecer indiferentes». 30
La lección fue rápidamente recogida en diciembre de ese mismo año por Steven Spielberg, cuando estrenó La lista de Schindler , una película que se erigía como una parábola ejemplar sobre la ética de la acción y el valor de la responsabilidad individual en situaciones de emergencia humanitaria (las referencias a la crisis de Bosnia fueron explícitas en las entrevistas). No era la primera vez en que la industria cultural estadounidense trataba la Shoah, adaptando la historia a la gramática del gran cine de Hollywood (operación que varios críticos del otro lado del Atlántico consideraron una apropiación cultural indebida, la llamada «americanización del Holocausto», respecto a la cual la «europeización» más reciente, bien vista, no era más que un derivado exangüe y tardío). Tampoco era la primera vez que la pregunta implícita en todas las películas estadounidenses sobre el tema –«Y tú, ¿qué habrías hecho en su lugar?»– producía un cortocircuito en la actualidad del momento (por ejemplo, la película Judgment at Nuremberg –doblada al castellano con el título ¿Vencedores o vencidos? –, estrenada en 1961 durante el juicio de Eichmann en Jerusalén, había planteado cuestiones similares). La novedad era otra. Nunca antes había existido un consenso tan generalizado y acreditado sobre la legitimidad de una comparación directa entre una guerra en curso y la Shoah. Con la aprobación conjunta de Wiesel, el Museo del Holocausto y Spielberg, fue posible establecer correlaciones con el Holocausto sin incurrir en acusaciones de trivialización flagrante. Es más, no hacerlas en este caso equivalía a elegir el papel de bystanders , tan culpables de no ofrecer ayuda como los signatarios de los desastrosos acuerdos de Múnich de 1938. La comunidad internacional había sido advertida: los ojos de la memoria se posaban en ella. Coincidencia o no, en las semanas inmediatamente posteriores (a principios de mayo de 1993, según la reconstrucción del periodista italiano Marco Guidi), se produjo un «giro extraño» en la prensa de casi todos los países occidentales, que comenzó a mostrar un interés sin precedentes por el destino de la martirizada Bosnia (Guidi, 1993: 100-101).
El compromiso conjunto de los principales custodios de la memoria en Estados Unidos y sus homólogos europeos (Bernard-Henry Lévy, Bernard Kouchner, Alain Finkielkraut y otros intelectuales comprometidos, en su mayoría franceses, involucrados en el frente humanitario) (Ragaru, 2013: 498-521), agudizó la percepción generalizada de una emergencia que debía resolverse «by any means necessary». Sin embargo, esa percepción no fue recibida y traducida en una acción militar inmediata por parte de las diplomacias occidentales, como lo demuestran los infructuosos debates a favor y en contra de la intervención que durante otros dos años llenaron las páginas de los periódicos, y como lo demuestra sobre todo la ambigua neutralidad de los cascos azules de la UNPROFOR (Fuerza de Protección de las Naciones Unidas) con motivo de la masacre de Srebrenica. Muchos vieron la impotencia de Occidente como una nueva presentificación del trauma, tanto más devastadora por cuanto había sido temida, prevista, y tal vez incluso alentada involuntariamente por la continua evocación del trauma original. La comparación con el Holocausto no solo no ayudó a la opinión pública a comprender la complejidad de la situación, sino que tampoco persuadió a los gobiernos de que impidieran las masacres. A la hora de la verdad, el primer intento real de aplicar el precepto nunca más a la política internacional resultó ser un fracaso estrepitoso.
LOS GUARDIANES DE LA MEMORIA
Al entrevistador que le pidió que explicara su apoyo incondicional a la causa croata a pesar del destino similar reservado a judíos y serbios durante los años del colaboracionismo ustacha, Alain Finkielkraut, en 1992, le respondió que –«precisamente porque era judío»– sentía que su deber era negar a los serbios, los nuevos verdugos, su bendición como «guardián de los muertos». Vale la pena citar todo el pasaje porque contiene el quid del concepto que da título a este libro: los guardianes de la memoria.
Si yo no fuera judío, tal vez no hubiera puesto el fervor y la insistencia que ha notado en mi defensa de Croacia. Pero […] me parecía indispensable negar la bendición de la memoria judía a la Serbia conquistadora y evitar el reclutamiento de los muertos –de los que siento que soy el guardián– por parte de los responsables de la limpieza étnica en la actualidad (Finkielkraut, 1992: 51-53).
Estas pocas líneas revelan dos características esenciales del concepto en cuestión. Los guardianes: a ) reclaman el derecho/deber de hablar en nombre de los muertos; b ) sobre la base de este derecho, también tienen la capacidad de establecer quién puede invocar la memoria de los muertos en apoyo de su propia causa. Se pueden extraer otras inferencias de las palabras de Finkielkraut: c ) el estatus de guardián tiene que ver con una relación de descendencia directa con las víctimas (pero no solo esto, para ser justos: Finkielkraut también se ganó el título en la materia, al escribir un buen e importante libro sobre el negacionismo, L’Avenir d’une négation [1982]); d ) cada grupo puede disponer de sus muertos como mejor le parezca. «Los judíos, israelíes y sionistas tienen el derecho moral de hablar del Holocausto como y cuando quieran», escribió Elhanan Yakira (2010: 124), profesor de filosofía en Jerusalén. «¡Esos dientes [los dientes de oro extraídos de los cadáveres por los nazis en los campos] son nuestros!», repitió Mordecai Midler, cazador de nazis ficticio en la película de Paolo Sorrentino Un lugar donde quedarse (2011). Disponer libremente de los propios muertos incluye, evidentemente, la capacidad de prestarlos –discúlpese lo irrespetuoso de la expresión, pero no he empezado yo– a otros colectivos según criterios que no pueden ser cuestionados desde fuera.
En torno a la memoria del gran trauma se erige una barrera defensiva para mantener alejados a usurpadores y saboteadores, banalizadores y negacionistas. Este es el dispositivo de sacralización que, en la entrevista con Finkielkraut, se manifiesta a través de la palabra reveladora bendición . Implícito en el término está el papel de Finkielkraut como un individuo especial, facultado para otorgar o negar el acceso a otros al área consagrada de la memoria protegida, aquella en la que se puede escuchar la voz benéfica de los muertos. Ser admitido es un privilegio al que muchos aspiran, pero pocos merecen. De ahí la función de contención de los guardianes, encargados de controlar el acceso a las áreas sensibles de la memoria, proteger su patrimonio simbólico de incursiones indeseadas y, para quienes hayan superado la prueba de ingreso, velar por el cumplimiento de los procedimientos participativos y las normas de conducta adecuadas.
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