5. El espectáculo del mal . El agotamiento palpable de una memoria cada vez más ritualizada, empobrecida y centrada en sí misma se percibe en diversos ámbitos de la vida social: de los irrespetuosos selfies que se hacen los turistas en sus viajes a Auschwitz a los episodios irreverentes sobre el tema del Holocausto, especialmente en las redes sociales; de las manifestaciones racistas en los estadios de fútbol (a menudo disfrazadas de provocaciones carnavalescas) al lenguaje indignante que utilizan los líderes de la nueva derecha para estigmatizar a las minorías a las que, de vez en cuando, ponen en su punto de mira. La impresión es que estas conductas irrespetuosas y/o xenófobas no se dan a pesar del escudo de la memoria, sino que, por el contrario, los nuevos racistas han aprendido a incorporar las respuestas de los guardianes a las estrategias retóricas que emplean para generar consenso. Si la narrativa de la Shoah ha perdido su calado anterior, ¿cuáles son los formatos del storytelling contemporáneo de los que podrían surgir las próximas grandes narrativas? Los buscaré en los ámbitos hipercompetitivos de la nueva generación de productos audiovisuales, cuyo éxito global sugiere una identificación muy superior a aquella con la que actualmente abordamos las narrativas moralizantes sobre el Holocausto. Basadas en los valores del darwinismo social y la supervivencia del más apto, las nuevas películas y series win-or-die plantean a los espectadores una inquietante pregunta que cambia el significado de los testimonios de los campos de concentración: ¿qué principios estaríais dispuestos a sacrificar para lograr vuestros objetivos?
6. Negar y castigar . El último bastión de la memoria es la ley. Todo sistema legal refleja la voluntad política de dar forma a una comunidad cohesionada gracias (también) al inspirador ejemplo de episodios pasados. Por lo general, las intervenciones legislativas se limitan a promover narrativas dominantes a través de currículos escolares, celebraciones nacionales, monumentos y otras medidas no punitivas. Solo ocasionalmente se utiliza la ley para criminalizar algún comportamiento conmemorativo que se considere inaceptable, a pesar del evidente conflicto entre dicha intervención y el principio de libertad de expresión. Este es el caso de la ley marco europea de 2008 que decreta que todos los países de la Unión Europea deben adoptar leyes que impongan sanciones a quienes nieguen o minimicen los episodios más traumáticos de la historia del siglo XX, empezando por la Shoah. En este sexto capítulo argumentaré que las leyes antinegacionistas –cuya ineficacia es fácil de demostrar– no pretenden tanto proteger los derechos de las minorías a las que pertenecen esas memorias negadas, como salvaguardar las memorias en sí mismas, como si la perpetuación de los traumas históricos constituyera un bien jurídico inalienable que debería ser defendido «by any means necessary». Pero ¿es posible vislumbrar una finalidad diferente (respecto a la declarada por los partidarios de las leyes: combatir el racismo) en la voluntad de sustraer una teoría, por muy autoritaria que sea, del ámbito de la dialéctica?
1. Para Hannah Arendt (1963), el principio del «mal menor» fue lo que permitió a los regímenes totalitarios imponer un plan de acción excepcional con el pretexto de evitar una injusticia mayor, acostumbrando así a la población a aceptar la inevitabilidad del mal en sí mismo. Según Eyal Weizman, el hombre del saco del Mal absoluto sirve hoy para hacer aceptable cualquier mal menor: «en nuestra cultura política contemporánea posutópica, el término [mal menor] se naturaliza y se invoca en una serie de contextos increíblemente diferentes –desde la ética individual y situacional a las relaciones internacionales, pasando por los intentos de gobernar la economía de la violencia en el contexto de la “guerra contra el terror” o los esfuerzos de los activistas humanitarios y de los derechos humanos para maniobrar a través de las paradojas de la asistencia–, y parece haber reemplazado por completo la posición previamente reservada al término “bien”» (Weizman, 2009: 8).
1. EL DEBER DE LA MEMORIA
NUNCA MÁS
Para no olvidar. Nunca más . Traducción de los icónicos «never forget», «never again», los dos mantras de la retórica conmemorativa recuerdan la fórmula de un juramento o los versos de una oración. Evocados juntos, como si lo primero presupusiera lo segundo, se proclaman en acontecimientos oficiales para reafirmar un compromiso solemne con las generaciones pasadas y futuras. Quienes los pronuncian no sienten la necesidad de precisar exactamente lo que no se debe olvidar y, sobre todo, lo que nunca debe volver a suceder.
Todo el mundo sabe que esta doble promesa se refiere al Holocausto, pero pocas personas recuerdan el sentido de la llamada a las armas atribuido al lema «Never again!» por su primer divulgador, el rabino ortodoxo Meir Kahane, controvertido fundador de la Liga de Defensa Judía y más tarde líder del partido israelí de extrema derecha Kach. En medio de la controversia con los judíos estadounidenses, en ese momento más involucrados en los movimientos por los derechos civiles de otros grupos que en su propia lucha por la supervivencia, en 1971 Kahane los instó a no volver a dejarse sorprender por ningún acto hostil o agresión antisemita: «Para el judío, que es tan inteligente por el bien de los demás y tan obtuso cuando se trata de sus propios intereses, el amor por los judíos requiere un criterio político coherente: ¿es bueno para los judíos? Esta es la pregunta de Ahavat Yisroel: así, y solo así, sobrevivirá el judío» (Kahane, 1971: 236-237). «By any means necessary», diría Malcolm X, en cuya retórica se inspiró Kahane a modo de provocación.
Portada de la primera edición de Never Again! A Program for Survival , de Meir Kahane, 1971.
Desde entonces, «never again» ha perdido su valor como grito de guerra para adquirir uno antitético, como signo de reconciliación universal. Junto con el otro lema, «never forget», es proclamado por las personalidades públicas que visitan los distintos lugares del trauma (Auschwitz, Hiroshima, Srebrenica, Ruanda…) como homenaje a los muertos y esperanza de un futuro sin víctimas ni verdugos. Sin embargo, en esta revisión universal, los términos del compromiso siguen siendo vagos en general: ¿se refieren a genocidio en el sentido estricto de la palabra (no más exterminios a escala industrial) o también a otras modalidades de discriminación? ¿A antisemitismo (no más persecuciones a judíos) o a cualquier forma de racismo y opresión? Además de la extensión de las categorías aquí mencionadas, lo que rara vez se discute es el paso de la primera fórmula a la segunda, casi como si el cumplimiento del deber de la memoria –otra expresión ritual en boga desde hace algunas décadas– 1fuera en sí mismo garantía de un futuro libre de cualquier injusticia comparable a la que sufrieron los judíos durante los años del nazi-fascismo. ¿Basta realmente con recordar los acontecimientos pasados para protegerse de la posibilidad de que vuelva a suceder algo parecido?
No es que los dos conceptos estén desconectados por completo. Hay quienes encuentran el vínculo en el famoso aforismo de George Santayana –«Quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo»–, 2dejando de lado el hecho de que el autor se refería a la memoria positiva de experiencias útiles para el progreso de la civilización, y no a la memoria traumática de la violencia nazi que en 1905, momento en que Santayana escribió estas palabras, aún no se había producido y ni siquiera era concebible. 3Reinterpretada en clave profética y lanzada al espacio público como una advertencia universal, la cita ha adquirido el valor de una verdad evidente por sí misma. La gente no espera una explicación adicional de por qué el recuerdo de un hecho es suficiente para evitar que vuelva a repetirse. No hacen ningún intento por ampliar los contraejemplos más obvios (lamentablemente Hitler recordaba a la perfección el genocidio armenio). Tampoco objetan que «el que está condenado a repetir el pasado no es quien no lo recuerda, sino quien no lo comprende » (Giglioli, 2014: 17). Es prerrogativa de las creencias fundamentales, las certezas de las que hablaba Wittgenstein (1951), prescindir de las legitimaciones racionales. Las creencias básicas no se cuestionan, se aceptan.
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