Norberto Luis Romero - Isla de sirenas

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Carnal y Serafín son hermanos gemelos, viven en una pequeña isla que en un pasado no muy lejano fue prisión y patíbulo para reos del continente, y donde hubo inexplicables sucesos, desapariciones y alguna muerte violenta. Ambos comparten la casa familiar con sus abuelos, Anselmo, acosado por una demencia senil prematura y cuyo único entretenimiento es ver en la televisión los dibujos animados de Mickey, y Adelina, maestra retirada, mujer de enorme entereza pero que extravía su presunta cordura asistiendo a fraudulentas reuniones espiritistas. Ambientada en los días en los que Rusia lanza al espacio a la perra Laika a bordo del Sputnik II, la acción se desarrolla en una atmósfera sofocante donde los personajes, en razón a extrañas circunstancias, van descubriendo el oscuro pasado que signa a la familia y al resto de los habitantes de la isla, condenados a padecer el infortunio a raíz de un terrible antepasado, el sanguinario verdugo de la cárcel. Carnal, tiene como pasatiempo observar unos insectos necróforos que cria en un terrario y cartearse con su tío Rodrigo, emigrado a Australia años atrás. La rutinaria armonía, el tedio de la casa y un enfermizo cariño que los hermanos se profesan, se trastornan con la llegada a la isla de Nerea, una hermosa joven finlandesa aficionada a coleccionar caracolas y conchas marinas. Incomodo. Así es como parece ser que Romero quiere que te sientas mientras lees su obra, y no son pocos los elementos de los que dispone para conseguirlo, añadiendo a cada ingrediente nuevo un peso extra a una atmósfera ya cargada y dominada por la pesadumbre y las malas sensaciones. Con una prosa magnífica, en una extraña comunión que une la primera y la tercera persona donde los diálogos se juntan con la narración y misteriosamente pese a la sensación de incomodidad que no nos abandona, uno no solo se acostumbra, sino que se deja llevar, Norberto Luis Romero crea con ISLA DE SIRENAS una pequeña pieza fundamental en el teatro grotesco hispano, como contemplar la obra maestra de un embalsamador y esperar, pese a las mutilaciones y rasgos que únicamente la muerte es capaz de crear, a que el cuerpo abra los ojos y nos sonría con tristeza. Carlos Montero Fernández
, Autopsias literarias del doctor motosierra Grandísimo escritor de culto, de minorías, que narra de manera exquisita y personal las más grotescas perversiones. Y pese a eso, deja muy buen sabor de boca. Él mismo dice que «el arte es generar tensión y mantenerla de manera creciente a lo largo de toda la narración y hacer que estallen no en los personajes, sino en el alma o la conciencia del lector. Son los lectores los que deben padecer el drama, no los personajes, éstos son meros transmisores». De manera que estructura los acontecimientos a lo largo de la historia, impidiendo apenas que cojamos aire. Laura Martínez
, Andén 42 A Norberto Luis Romero le gustan las atmósferas turbias, los espacios asfixiantes, las casas-prisiones, las situaciones límite, el hedor que desprende la ancestral convivencia familiar. Sus personajes -fascinantes, bellos, turbios, crueles, frágiles, desmesurados- aman y odian con la pasión de la desesperación, se mueven en esa antesala mórbida de las relaciones familiares, esa que antecede al lado más oscuro de la familia, al viejo tabú del incesto. Javier Goñi El País, Babelia

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La abuela subió las escaleras como una tromba, perdiendo la mitad del agua de la palangana en el recorrido. Al entrar le pidió a Carnal que le acercara una silla donde dejarla y le ordenó:

Saca más toallas limpias de ese armario y pónselas todo alrededor, para no empapar el colchón.

Antes de obedecerle, Carnal vio flotando en el agua de la palangana la esponja azul de gomaespuma.

¿Y Serafín?, quiso saber. ¿Dónde ha ido?

Se ha esfumado, le respondió ella sin mirarlo, sin darle importancia, ocupada en empapar la esponja en el agua espumosa. Había iniciado su ritual purificador y se movía con soltura de sacerdotisa.

Estará en el faro, escondido... insinuó Carnal.

¿Quién?, dijo ella.

Adelina se hallaba tan absorta en su labor, era tanta su entrega al ritual fúnebre, que había perdido el hilo de la charla.

Serafín, abuela.

Tu hermano jamás se enfrenta a la verdad, gruñó disgustada.

Mi hermano huye del dolor, pensó. Sabe que estoy yo para asumirlo y acabar con él.

La abuela fue repasando la piel de Nerea con la esponja húmeda, entretanto, su nieto iba detrás secándola con la toalla. Para él fue como modelarla, como darle forma con sus manos sin entrar en contacto directo con la piel sino a través de los rizos del algodón, que se impregnaban del aroma a enebro y evitaban que volviera a delinquir.

Cada depresión, cada saliente y redondez, le llegaron interpuestos, vagamente sugeridos desde el reverso del tejido rizoso. El deleite fue mayor cuando cerró los ojos y jugó a adivinar el relieve, la temperatura y la morbidez de esa carne. Imaginó las manos de su hermano, paseándose temblorosas arriba y abajo, a veces descontroladas por el inmenso placer. Sus manos. Mis manos sobre este cuerpo... es mi cuerpo, se dijo. Ella es mi cuerpo, se repitió mientras absorbía la humedad que su abuela iba dejando con la esponja. Y mis manos son idénticas a las manos de mi hermano, mis manos son las manos de Serafín, con la única diferencia de que las mías perfilan las huellas de un sacrilegio, mientras que las suyas no tienen marcas de depravación, conservan la inocencia de los niños...

Se guiaba únicamente por el tacto, porque de esa manera podía sustituir un cuerpo, y unas manos por otros. No alcanzaba a discernir si sobre las sábanas yacía la novia de su hermano o él mismo, tampoco si era él quien se avocaba al amor de ese cuerpo o si se trataba de su hermano Serafín, quien introducido en su propia piel, lo suplantaba ocupando su carne y su albedrío. Una única alma, un único cuerpo, un solo corazón... se repetía, como si convocara el poder sobrenatural de un mantra.

Inmerso en una emoción parecida al éxtasis, a la contemplación de lo divino, la identidad de Carnal se atomizaba en miles de fragmentos, que se refundían con otros tantos fragmentos dispersos de unos seres amados cuyos rostros eran siempre imprecisos, ni llegaban a recomponerse ni a hacerse identificables, y se desvanecían uno tras otro cuando parecían próximos a concretarse.

De pronto, hubo un destello en su conciencia, uno de los cientos de rostros vertiginosos se detuvo haciéndose visible: el de su hermano, cuyos ojos enrojecidos por el llanto lo conminaban. Se adentró en sus pupilas para ver a través de ellos, y no tardó en comprender la misión que le había sido asignada: salvaguardar a Nerea, evitar que su hermoso cuerpo se corrompiera y acabara siendo pasto de gusanos. Y entendió que debía restituirla al amor del que fue su legítimo dueño: su hermano. Era la oportunidad de pagarle la deuda contraída, cuando le confiscó el espacio vital en el interior del vientre de su madre. Por amor se mantuvo tan pegado al cuerpo de su hermano, tan incrustado a su tierna carne, que sin quererlo se adueño de una sangre que no le correspondía. Según cuenta la abuela, Carnal dejó la impronta de sus facciones grabadas en el pecho de su hermano. Es como el rostro del Señor en la Santa Verónica, había exclamado Adelina, mientras sostenía a Serafín en sus brazos, aún húmedo y sucio. Pero la estampa se desvaneció minutos después.

¡Espabila!

La voz de su abuela lo sustrajo del estado de embriaguez casi beatífica donde naufragaba. Abrió los ojos y se sintió recorrido por un escalofrío al ver en manos de esta la esponja azul, ocupada en la vulva de Nerea, repasando cada pétalo, vulnerando oquedades y relieves que pertenecían únicamente a Serafín: un territorio sacro ahora profanado por el miserable y mórbido trozo de esponja artificial.

Desde la planta baja llegaron quejas y sollozos. El abuelo despertaba y echaba en falta a la abuela; pero esta no interrumpió su febril actividad purificadora, no hizo caso a los rezongos y, en cambio, sentenció:

Olerá... Olerá mal como todo lo que se corrompe cuando pierde el alma.

No exagere, le rogó Carnal. Y con disimulo se llevó una mano a la nariz para apreciar si bajo las uñas había quedado algún perfume retenido, que no fuera el enebro, sino uno de esos olores viscosos que emanan desde lo más profundo e íntimo de la carne buscando traspasar la superficie, volatilizarse y adherirse a una piel ajena para volverse una incuestionable evidencia.

De todas formas, se corromperá, prosiguió Adelina, haciendo una mueca de resignación. Es inútil lavarlo y cubrirlo de perfumes, porque la podredumbre es inevitable e inminente. Y arrojó la esponja al agua de la palangana, como si se diese vencida. Se echó por encima de una oreja un mechón de pelo rebelde huido del moño, que le velaba un ojo, y se puso en jarras, observando su obra con la cabeza inclinada hacia un lado, satisfecha tal vez.

Tenía razón: Nerea no olía igual ahora que cuando estaba viva, y el enebro se eclipsaba bajo el olor penetrante y ácido del jabón de glicerina.

La dignidad se pierde con la muerte, reflexionó Carnal, a la par que extraviaba la atención en la esponja que flotaba en el agua tapizada de espuma. No somos más que líquidos, tejidos de una u otra especie, carne perecedera como la de los animales que nos sirven de alimento...

Acudió a su mente una imagen con meridiana viveza: un corderito que hubo en la casa. Él y su hermano lo alimentaron con biberones de leche; lo arroparon igual que a un muñeco y pretendieron meterlo en la cama a dormir con ellos. Únicamente disfrutaron de él poco más de un mes, porque fue sacrificado en medio del patio una mañana brumosa y fría, en vísperas de la Navidad. Serafín se apretó a las piernas de su madre cuando abrieron el vientre del animal y los intestinos se derramaron fuera envueltos en una nube de vapor; y huyó despavorido corriendo a los acantilados, en una de cuyas espaciosas grietas se refugió a llorar, hasta bien entrada la noche, cuando su padre y su abuelo dieron con él y lo llevaron de vuelta a la casa. Carnal, en cambio, se había quedado en el patio, paralizado, sin apartar un segundo los ojos del sacrificio. Nunca supo si sobrecogido por el asco y el terror, o si subyugado ante la visión y el olor de la sangre caliente.

Sí, tu hermano se habrá escondido en el faro, dijo de pronto la abuela, recuperando el hilo perdido de su enojo. Y mientras pretendía imponerle una postura digna al cadáver, cuyos músculos entumecidos se oponían, siguió haciendo conjeturas: habrá ido allí a gimotear hecho un ovillo en un rincón, con tal de no enfrentarse a la muerte ni asumir que esta pobre chica —y le dio a Nerea dos palmaditas en un muslo— ya no pertenece a este mundo.

Es natural que sufra. Era su novia y la quería, lo defendió Carnal, que al acabar de haber pronunciado estas palabras volvía a preguntarse acerca de la legitimidad y certeza de ese amor.

Pero ya podría ser más valiente; ya no es un niño, se obstinó ella en atacarlo, llevada por un resentimiento íntimo y antiguo, que jamás se molestó en disimular.

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