Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la valoración de conductas como las descritas en el párrafo anterior siempre se hace dentro de un determinado contexto y desde una perspectiva ex ante 19. Por consiguiente, no es el solo hecho de tener en la mano un objeto contundente o un arma de fuego lo que puede ser calificado como una agresión lícita o antijurídica, sino lo que a través de esos comportamientos se comunica. Mientras la actitud de un policía que con su arma de dotación en la mano vigila a quien ha sido sorprendido en flagrancia no se interpreta como una agresión ilícita de su parte, la actuación de quien eleva sobre su cabeza un ladrillo mientras discute airadamente con alguien a quien acaba de derribar sí es susceptible de interpretarse como una agresión antijurídica, en la medida en que revela el comienzo de ejecución de una conducta delictiva (tentativa). Por eso, mientras en el primer caso la legítima defensa es inadmisible, resulta perfectamente válida en el segundo.
Si se acepta que la valoración de una conducta depende de lo que ella comunique 20, entonces la calificación que se haga de una agresión como real o irreal debe obedecer al mismo parámetro. En el ámbito social, la realidad no se reduce a lo ontológico 21; si así fuera no existirían las personas (ni naturales ni jurídicas), ni el Estado, ni el delito mismo; solo habría individuos y naturaleza, cuyas relaciones estarían regidas por la necesidad. Conceptos como los de agresión o ilicitud no son ontológicos (en realidad ningún concepto lo es), sino que constituyen formas simbólicas y consensuadas de denominar lo que un comportamiento comunica. Por eso el significado de una conducta depende de cómo se la interprete a partir de unos parámetros de común aceptación; ese es el fundamento de la muy socorrida figura del hombre medio, que describe la forma como cualquier persona se comportaría (o debería hacerlo, si se alude a sus variantes de hombre prudente o pater familias ) en determinada situación.
Cuando vemos que en medio de un altercado callejero alguien desenfunda un arma de fuego, la dirige hacia la cabeza de una persona y se dispone a apretar el gatillo, interpretamos esa conducta como el comienzo de un atentado contra la integridad personal, como una tentativa de homicidio. En la medida en que eso es lo que dicha conducta comunica, la interpretación que de ella se hace conforme a los parámetros de común aceptación constituye una realidad apta para producir interacción social, como podría ser la intervención de un oficial de policía para desarmar al sujeto o la de la propia víctima reaccionando con la celeridad suficiente para causarle la muerte al agresor. La circunstancia de que después de culminado el episodio se establezca que el arma era de juguete no cambia en nada la situación, porque la vida en sociedad no se reduce a una relación aséptica con el mundo ontológico, sino que está edificada sobre la interpretación consensuada de las conductas de sus integrantes; el eje de la vida en comunidad es la comunicación.
Lo anterior significa que si desde una perspectiva ex ante una conducta es susceptible de interpretarse como una indebida forma de ataque a un bien jurídico, no solo puede ser calificada como una tentativa sino –en el contexto de la legítima defensa– como una agresión ilícita. Como la referencia a la idoneidad de la conducta en la tentativa solo tiene sentido desde una perspectiva ex ante ( ex post todas las tentativas son inidóneas 22), su calificación como tal depende de que la conducta hubiera podido ser interpretada como una indebida forma de ataque al bien jurídico, lo que no ocurriría, por ejemplo, en el caso de quien clava alfileres en un muñeco de trapo con el expreso propósito de causarle la muerte al enemigo que la figura representa.
Aplicar estas consideraciones al supuesto de hecho mencionado en un párrafo anterior lleva a admitir que la conducta de quien fue abatido cuando se disponía a accionar un arma de fuego contra alguien constituyó una agresión ilícita 23, frente a la que la víctima o un tercero estaban autorizados a reaccionar, aun cuando posteriormente se estableciera que el arma era de juguete o estaba descargada 24. Si de acuerdo con la concepción dominante esa conducta es constitutiva de una tentativa (inidónea) punible 25, es decir, si se trata de un comportamiento que autoriza al Estado a procesar y condenar a su autor, resulta difícil de entender que cuando se analiza ese mismo comportamiento desde la perspectiva de la legítima defensa se asegure que no constituyó una agresión ilícita.
Para poder afirmar que algo que ocurre en el mundo natural configura una “agresión” y que además ella es “injusta”, es indispensable que el observador realice una valoración de ese acontecimiento ontológico. Y esto solo es posible si cuenta con códigos de interpretación comunes (en este caso la significación gramatical y jurídica de las expresiones “agresión” e “injusta”), que le permitan entender el significado de la secuencia causal que percibe. En cuanto esa interpretación tiene lugar, el concepto de realidad cambia, porque deja de ser meramente ontológico (pura causalidad) para convertirse en valorativo; esa transformación es importante por cuanto la vida social no está regida por la pura necesidad (como sí ocurre en la naturaleza), y puesto que permite entender que la realidad social, construida a partir de la interpretación que caracteriza la comunicación consensuada, es mucho más amplia que la realidad ontológica.
En cuanto el derecho solo tiene sentido dentro de una comunidad organizada, no opera sobre la realidad reducida de lo ontológico, sino sobre una realidad comunicativamente ampliada. Un simio que presencia el momento en que un adolescente toma de un bolso ajeno un fajo de dólares percibe el mismo acontecer causal que un ser humano. Pero si ese ser humano no vive en estado natural, sino que forma parte de una comunidad social, percibe algo más que el simio: ve un hurto. Esa particular apreciación responde a una interpretación de la realidad ontológica que también transcurrió frente a los ojos del simio, pero que únicamente puede hacerse con base en códigos de comunicación compartidos. Solo así la persona puede entender que el dólar es algo más que papel con dibujos de color, que hay cosas ajenas y propias, e incluso que el adolescente tiene capacidad de culpabilidad y que está desarrollando una conducta delictiva. Nada de esto fue percibido por el simio que presenció el mismo acontecimiento natural, porque mientras él interpretaba esa realidad natural con sus propios códigos de comunicación (los animales también los tienen), el ciudadano lo hizo con base en los parámetros que rigen la vida en sociedad. Dicho de una forma más simple, quien percibe la realidad siempre la modifica 26.
Quienes sostienen que una de las características que debe tener la agresión es la de ser real 27, y con base en ello afirman que la tentativa inidónea no lo es y, por consiguiente, no autoriza a reaccionar frente a ella en legítima defensa 28, trabajan con un concepto de realidad ontológico, ajeno a la realidad social; en otras palabras, valoran desde una perspectiva jurídica (que trasciende la ontológica) unos hechos a los que les niegan su trascendencia más allá de lo ontológico, con lo cual mezclan de manera inadecuada dos mundos: el de la realidad social (se sitúan en él para decidir lo que es delito) con el de la realidad natural (confinan en él la conducta sobre la que deciden).
Esta inconsistencia lleva a otras más. En el caso de quien, amenazando con un arma de fogueo a su víctima, la obliga a entregarle su dinero, ¿aquel comete un delito de hurto, que además es agravado por el uso del arma de fuego? Quienes responden afirmativamente a esta pregunta 29lo hacen argumentando que, si bien el arma es inidónea para causar lesiones o muerte, sí es apta para intimidar a las víctimas, lo cual es evidente con solo ver el desenlace de la conducta descrita. Frente a esta propuesta de solución cabe preguntarse: ¿cómo puede intimidar un arma que no es idónea para causar daño a la integridad personal? La única respuesta posible es que, desde una perspectiva ex ante , las víctimas se sienten intimidades porque no podían saber si el arma funcionaba o no; como, dadas sus características externas, interpretaron que era auténtica, se asustaron y prefirieron entregar sus pertenencias para evitar un daño a su integridad física.
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