Mark Victor Hansen - Caldo de pollo para el alma - Duelo y recuperación

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Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación: краткое содержание, описание и аннотация

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101 historias de inspiración y consuelo para sobrellevar la pérdida, recuperar la fuerza, valorar la vida y encontrar nuevos motivos para alegrarse.Leer sobre personas que han atravesado por periodos de gran sufrimiento y que lograron salir adelante nos ayuda a enfrentar nuestras propias crisis. Perder a un ser amado, trátese de un padre, un hijo, el cónyuge, un hermano o nuestro mejor amigo, constituye una experiencia que todos compartimos. Estas páginas ofrecen consuelo y llenan al lector de la fuerza espiritual que necesita en tales circunstancias. Son testimonios reales de hombres y mujeres que sufrieron la muerte de alguien muy cercano y que consiguieron recuperarse, aceptar la pérdida y reencontrarse con la felicidad y el amor.Caldo de pollo para el alma… apoyo para los momentos difíciles.

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Por supuesto, no había rastro de los narcisos por ninguna parte. Desde hacía mucho tiempo los habían podado y en ese momento estaban cubiertos de hojas. Pero yo sabía exactamente dónde estaban. Pasando por alto el hecho de que iba vestida de manera muy formal para hacerla de jardinero, hundí la punta de la pala en la tierra, levanté un montón de bulbos y los arrojé a la caja. Así fui recorriendo toda la cerca y recogí docenas de bulbos de narcisos. Pese a ello, dejé más de los que me llevé, segura de que a la familia que había comprado la casa de mi madre le deleitarían los encantadores heraldos de la primavera. Igual que a mí. Han transcurrido cinco años desde que mi madre murió, pero cada marzo, junto montones y montones de flores de mi jardín y las pongo en jarrones. Algunas las uso para adornar mi casa y otras las llevo al pabellón de oncología de un hospital cercano. —¿Quién mandó estas flores tan bonitas? —tal vez pregunte algún paciente moribundo. Entonces, yo le apretaré la mano, lo miraré a los ojos empañados por esa niebla crepuscular tan conocida y le diré lo que desde el fondo del corazón creo que es verdad: —Mi madre las mandó especialmente para usted —responderé—. Es que es el mes de los narcisos, ¿sabe? JENNIE IVEY La caja de recetas de mi madre Mi esposo me la pasó. Estaba en lo más alto de la alacena de la cocina, en la repisa que queda fuera de la vista y es fácil olvidar. La adusta caja metálica verde de mi madre que arrumbé ahí hace tres años, después de su muerte en 1997. Y ahí se había quedado. Deja que las lágrimas broten. Deja que te humedezcan el alma. EILEEN MAYHEW Había muchos otros objetos de su casa que se habían clasificado con esmero, distribuido entre los miembros de la familia y donado a la beneficencia pública. Sin embargo, esa caja, vetusta y modesta, se había quedado conmigo, intacta. No podría explicarle a nadie el porqué. Por alguna razón, esa tarde me sentí preparada para abrirla. Mi primer sentimiento cuando toqué la caja y le quité la tapa fue de culpabilidad. ¿Por qué no me había ocupado de que mamá tuviera un archivo de recetas más bonito? ¿Por qué no había buscado algo alegre, algo lindo con motivos florales o de tela de hilo? La culpa es la compañera de la pena, y yo sentía mucho de ambas desde aquel día de diciembre de hace tres años en que nos despedimos de mi madre por última vez al pie de su tumba. Hubo varias ocasiones espantosas y desgarradoras en que había tomado el teléfono al atardecer para sostener nuestra acostumbrada charla antes de la cena y se me había olvidado que el número al que estaba llamando “[...] ya no está en servicio”, como me recordaba ese horrible anuncio impersonal. Había estado la presencia de esa silla vacía en la mesa durante las celebraciones familiares, como prueba y recordatorio de que ya no veríamos el dulce rostro de nuestra matriarca, radiante de felicidad porque la familia era la raíz principal que la nutría, su fuente de alegría más grande. Y, por supuesto, hubo esos momentos en los que pensaba que el corazón se me partiría porque extrañaba demasiado a esa mujer menuda y rubia que nos había amado a todos de manera tan incondicional y había pedido tan poco a cambio. Pero abrir esa caja de recetas... eso era un pendiente que tenía desde hace mucho y que necesitaba cumplir para sanar. Mamá era una cocinera extraordinaria, del tipo que no necesitaba para nada una receta que la guiara. El instinto era su mejor maestro y, de alguna manera, lograba que un pastel de carne molida supiera a filete mignon, o elevaba un simple pollo asado a alturas excelsas. No obstante, y por fortuna, a través de los años mamá se había dado tiempo para escribir algunas de sus recetas. “Algún día las necesitarás”, profetizó. “Algún día” había llegado. Sentada a la barra de la cocina, empecé a buscar los placeres que recordaba... los sabores de mi niñez, por lo menos en sentido figurado. Mientras examinaba las categorías: platos principales, acompañamientos, comidas para celebraciones, pasteles, galletas, etcétera, observé la caligrafía familiar de mamá. Sus letras chuecas, las “t” sin cruzar por la prisa, la escritura apretada; de pronto, todo se me vino a la mente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi la letra tan familiar de mi madre, ahora que las tarjetas de aniversario y cumpleaños, firmadas “Con todo mi amor”, ya no llegaban a nuestro buzón. Mamá no tenía paciencia para las dietas de moda, por lo que sólo había instrucciones detalladas para preparar una rica lasaña, un pecho de res nadando en salsa gravy, unas albóndigas y espagueti con su ingrediente “secreto” de la salsa: azúcar morena. Había recetas para todo, desde una sencilla ensalada de huevo y pimientos hasta un pudín de fideos que su madre le había enseñado a hacer. Los padres de mi madre, mis abuelos maternos, eran inmigrantes de Europa Oriental, parte de una vasta oleada que había llegado a estas tierras a principios del siglo XX. Y en esta tierra prometida, la comida (en abundancia) era su solaz. Aliviaba la soledad, el ofuscamiento y el miedo de la vida que había cambiado para siempre. Una gran parte de mi historia y legado estaba en esa caja metálica verde de recetas. Pasé una larga tarde revisándola, sonriendo, recordando y, sí, llorando. Una avalancha de recuerdos de mi madre se me vino encima. Décadas después, me hallaba de vuelta en su cocina, y era tan evidente que era SU cocina en aquellos días en que los padres rara vez osaban entrar en el sanctasanctórum. Me llegó de nuevo el olor de su delicioso estofado a la cacerola, su pastel de café, crema agria y manzana, su sopa de chícharos. Y deseé —ay, cuánto deseé— volver a verla con su delantal color agua y un volante blanco. “NO lo dejes cocer demasiado, Sally”, encontré esta advertencia en la receta del estofado a la cacerola. Solté una carcajada porque ése era, al final de cuentas, mi terrible crimen culinario. Y mamá lo sabía. Horas después, cuando había revisado hasta la última de las tarjetas de las recetas y los recortes de periódico apiñados en el fondo, sentí una paz que hacía mucho tiempo no sentía. Tuve la sensación que, de un modo u otro, mamá había vuelto a mi vida. Se asomaba por encima de mi hombro, inspeccionando, volviendo a comprobar, reprendiendo, aconsejando y, claro está, enseñando. Me transmitía sus tradiciones de la manera más amorosa que existe: a través de la comida como amor. La comida de mamá, la mejor de todas las cocinas posibles. Y yo, con cuidado y deliberadamente coloqué la caja metálica verde, con su terca tapa, en la barra de la cocina, al frente y al centro. Exactamente donde debía estar. SALLY SCHWARTZ FRIEDMAN Dos vidas Fueron el catorce y el quince de agosto. Fueron dos familias, destrozadas, horrorizadas. Fueron mil amigos en la vigilia a la luz de las velas. Fueron tres maestras que no había visto desde la preparatoria. Fue el chico que nunca lloraba el que dio un discurso elocuente entre lágrimas. Fue el sudor que me escurría por la espalda. Fue mi amiga que se desmoronó a mi lado. Fue el insecto que se ahogó y se quemó en la cera de mi vela. Fue todo el pueblo, unido. Fue incomprensible. Fue la manera en que de pronto no pude recordar sus rostros. Fueron los cuadros de mensajes en línea inscritos con palabras sentidas y evocadoras. Sueño con dar a luz a un hijo que pregunte: “Madre, ¿qué era la guerra?” EVE MERRIAM Fue darle la noticia a mi hermano. Fueron las preguntas de los compañeros de trabajo: ¿Los conocías? Fueron los artículos en la primera plana del periódico toda la semana. Fue el tributo en la valla de anuncios colocada al lado de la pizzería. Fueron las banderas a media asta cuando por fin llegaron a casa. Fue el saludo con veintiuna salvas, la bandera estadounidense de quince metros, y las dos docenas de rosas amarillas.Читать дальше
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