No es la primera vez que escribe sobre la vida amorosa de un terrorista.
En House of splendid isolation no era un terrorista, era un combatiente. Mientras que el Dr. Vlad de mi novela surgió de ver cómo sacaban a Radovan Karadzic de un autobús para detenerlo. La detención se produjo tras doce años de cautiverio. Pero en realidad nunca vivió cautivo. Se pasaba las noches en bares. Belgrado no lo entregaba a la corte que lo iba a juzgar. Lo apartaron del Gobierno porque se había convertido en un problema tras la guerra terrible. En cualquier caso, cuando lo vi bajar del autobús, supe que quería escribir sobre la dualidad entre un opresor que puede ser un salvador. Y le aseguro que eso es un viaje largo, una excavación muy ardua.
El personaje arruina la vida de la protagonista al tiempo que le da sentido proporcionándole la mejor parte.
Le aporta romanticismo, esa gran palabra. Leí sobre Klaus Barbie y leí sobre la vida oculta de algunos nazis viviendo en Sudamérica: lavando el coche los domingos, celebrando la Navidad con los vecinos. Se integraban completamente en la sociedad. Y su horrendo pasado quedaba oculto. Eso me fascinaba.
¿Hace cincuenta años hubiera podido escribir un libro así?
Creo que el papel del criminal fascinante lo hubiera tenido un hombre con doble vida. Pero por el tipo de mundo tan brutalmente bélico que vivimos hoy —refugiados que no dejamos entrar, gente que lo deja todo, camina miles de kilómetros y no encuentra otra oportunidad—, quería escribir un libro que incluyera mis viejos temas: la importancia del amor y un asunto relevante. Somos testigos de lo que no queremos ver. Ese es el andamio en el que cuelgo la historia humana: el mundo que me rodea.
«Si compras un canario, debes dejarlo cantar», es la maravillosa explicación que da un anciano sobre su joven y adúltera mujer.
Estaba con mis hijos y un hombre dijo eso sobre su mujer. Ellos no entendieron lo que quería decir porque tenían doce años.
¿Qué tipo de sociedad somos si nos tiene que recordar que el amor es algo sagrado?
La gente se olvida. Ahora en el mundo hay más dinero. Pero la vida es más difícil. Eso hace que se perciba el amor como algo pasado de moda en lugar de como el profundo sentido de la vida. Mi hijo Sasha se casó tarde y a través de él conocí a mucha gente joven. Se mueren por amar, pero no encuentran amor en los clubes porque no se atreven ni a pensarlo. ¿Sabe por qué? Por esa palabra tan horrible y tan sobreutilizada: no es cool mostrar tus emociones. Lo cool es hacerlas desaparecer. Hemos llegado a pensar en el amor como en algo hueco cuando es lo más profundo a lo que podemos aspirar. Hablo de amar a un hombre, a una mujer, a un animal, a un progenitor, a un héroe o a un escritor, lo que sea.
¿Por qué hay tan pocas mujeres con el Premio Nobel de Literatura?
Cuando se lo dieron a mi amiga, no mi amiga, mi admiradora, Alice Munro, me escribió una carta en la que me decía que nunca hubiera escrito si no hubiera sido por mí. Ella fue la número trece, en una lista de ciento cuatro. Luego se lo dieron a la periodista Svetlana Alexiévich.
¿Qué opina del premio a Bob Dylan?
Creo que fue hilarante que no contestase. Dylan competía con Rushdie, Adonis y un autor de Kenia, Ngugi Wa Thiong’o. No había ni siquiera una mujer entre los finalistas. Eso no puede ser justo.
¿Le parece bien premiar a Dylan?
Me gustan sus letras y la manera en que ha lidiado con la fama, pero un libro tiene ochenta mil palabras y la letra de una canción doce versos. No discuto la intención, la naturaleza de su literatura o su integridad. Pero deje que se lo ponga de la manera más educada posible: ha tenido mucha suerte de ganar el premio.
¿Qué opina del Brexit?
Un desastre; económicamente, social y espiritual, un error total. Si inicias un debate, seis personas no se pondrán de acuerdo sobre cuál es la mejor miel. Lo que sucedió es que Cameron abrió algo que no había pensado. Sucedió que la gente a favor del Brexit, que odia a los extranjeros, fue mucho más activa y vociferante además de groseramente mentirosa. Boris Johnson y su corte tenían unos autobuses con un eslogan: «Con los millones que pagamos a Europa se podrían construir muchos hospitales». Esa información era falsa. Pero el eslogan no se borró de los autobuses hasta un minuto antes de final de la campaña. El enfado da más fuerza que la tranquilidad.
¿Dónde está usted políticamente?
Siempre he votado a los laboristas. Pero su líder, Jeremy Corbyn, hizo muy poco, si es que hizo algo para dirigir sus tropas. Como resultado, muchos votantes del Partido Laborista votaron a favor del Brexit. El alcalde de Londres, Sadiq Kahn, que también es de ese partido y es musulmán, hizo lo que pudo. Pero nadie le ayudó. El Brexit es un rechazo a los inmigrantes encubierto con frases del tipo: «Recuperaremos nuestro país». Y yo pregunto: ¿dónde ha estado el país? ¿Acaso se había perdido en Tasmania? Puedo cegarme en muchos aspectos, pero convertir un eslogan en tu razonamiento no me parece serio. Los problemas no van a tardar en aparecer. La sensación que tengo es que incluso quienes votaron a favor pensaron que no lo iban a conseguir, pero decidieron que iban a tirar toda la porquería que pudieran.
¿En el mundo actual hay más manipulación?
Hay más fanatismo. Mire Holanda, Austria, Alemania: el enfado da energía. Uno no se para a pensar en las consecuencias, que sería lo racional. La gente enfadada solo está dispuesta a escuchar eslóganes. La política es un negocio muy sucio. Escribir es un infierno, pero la política… Creo que el lenguaje de las personas es un índice de su integridad y de su inteligencia. Y si los políticos eligen un lenguaje barato, iracundo y agresivo, los seguidores hacen lo mismo. Quien abarata el lenguaje, abarata el pensamiento.
Edna O’Brien, la diva insegura
«¿Estás segura de que es inteligente?», Edna O’Brien miraba fijamente a su editora, Irene Antón, que sonrió como toda respuesta. Yo acababa de meter la pata y conseguí articular: «A veces, yo también me lo pregunto».
La escritora octogenaria contaba lo mal que lo había pasado en el aeropuerto. Detallaba los minutos que había permanecido a la espera sentada en una silla de ruedas sin que nadie fuera a recogerla. Explicaba todos esos problemas después de posar paciente, inagotable y esforzadamente en el jardín. Terminada la sesión, se sentó y protestó por la cantidad de hojas con preguntas —por entonces imprimía un tipo de letra grande para evitar ponerme y quitarme las gafas todo el rato— que había preparado. Estaba cansada. Pedía consuelo. Quería que maldijéramos juntos a quienes la habían descuidado en el aeropuerto. ¡Descuidarla a ella! Parecía poco. Y fácil. Pero… solo se me ocurrió meter la pata tratando de zanjar el tema: «Ha pasado por cosas peores».
Fue entonces cuando cuestionó la inteligencia de quien la iba a entrevistar. Entonces cuando la editora le pidió un vino blanco y, a las cinco de la tarde, se pidió otro para ella, que apenas bebe. Yo, que sí bebo, pedí agua, casi para echármela por encima, ver si conseguía endurecerme y, sobre todo, para evitar entender los minutos sin respuesta como dificultades para la entrevista. Desde entonces he desarrollado una norma: la entrevista más profunda y personal cabe en treinta preguntas. Semanas de lecturas e investigación pueden resumirse en treinta temas. Eso sí, hay que saber elegir.
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