Anatxu Zabalbeascoa - Gente que cuenta

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Gente que cuenta reúne a algunas de las personalidades más relevantes de nuestro tiempo con una trayectoria detrás en muchas disciplinas: literatura, diseño, música o deporte. La autora consigue a través de sus entrevistas una aproximación a lo que nunca cuentan, historias personales que retratan al ser humano detrás del personaje.Patty Smith, Ian McEwan, Zaha Hadid, Isabel Coixet, Delphine de Vigan o Miguel Milá, entre otros, quedan retratados en su vulnerabilidad y en su grandeza. Un caleidoscopio de veintisiete nombres destacados que se lee como una novela para contar esa
Gente que cuenta que, en realidad, somos todos.

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¿Lo es?

Creo en la evolución, pero veo que mis excentricidades siguen siendo las mismas.

¿Todavía se viste en tiendas de segunda mano?

Compro muy poco. Me duran las camisas que compré hace treinta años y una amiga me hace las chaquetas. En general llevo ropa de hombre.

Cuando Mapplethorpe era su novio, usted llevaba corbata y él pantalones de lamé.

A él sí le gustaba acicalarse. Para mí la ropa de hombre es más ligera. Suele ser más cómoda y te permite moverte. Lo mínimo que pido de la ropa es que no me oprima.

Vivió rodeada de las drogas de sus amigos, pero ha descrito el café como su única adicción.

Nunca he tenido adicciones porque crecí con una madre que fumaba dos paquetes al día y cuando no tenía dinero para tabaco, la veía llorar de ansiedad. Decidí que no quería depender de algo que, en su ausencia, me hiciera sentir así. Además, fui una niña enfermiza. Tuve tuberculosis y mi madre tuvo que luchar para mantenerme con vida. ¡No iba a ir a Nueva York a tirar todo ese esfuerzo a la basura! Luego, en el Chelsea Hotel, vi cómo se morían amigos que de repente dejaban de estar. Janis Joplin tenía pocos años más que yo y murió de sobredosis. Puede que fuera romántica con el tema del hambre para convertirme en artista, pero nunca lo fui con la muerte temprana. Soy una superviviente. Tengo setenta y tres y espero vivir hasta los noventa y tres.

Puede que sí mitifique el café: le dio dinero a un camarero para que abriera su propio local.

Y casi abrí uno yo. Lo quería llamar Café Nerval: un sitio pequeño que solo sirviera café, pan y aceite de oliva.

¡Un negocio redondo!

El amor por el café me viene de la infancia. Mis padres lo tomaban nada más levantarse y a nosotros no nos daban. Eso me fascinaba.

Nerval escribió en Aurelia: «Los sueños son una segunda vida». ¿Sus últimos libros son eso?

Soy una soñadora diurna. A veces pienso en un estudio en Nueva York que me encanta. No puedo pagarlo, pero imagino que una anciana me lo ofrece porque ella ya no lo necesita. Me lo paso bien imaginando. Lo dijo Stevenson: «Somos dos: uno camina en el mundo y el otro, en sueños».

En sus libros cuenta todo tipo de problemas, pero no los de su familia. ¿No tenían?

Claro. Mi marido murió cuando mis hijos tenían seis y doce años. Sabemos mucho de pérdidas, pero ni por un segundo olvido lo que la gente está sufriendo en el mundo. Cuando era joven, solo quería ser artista. No tenía ningún anhelo de fundar una familia y tener hijos. Pero lo hice e inauguré un sendero que terminó por salvarme la vida. Proteger su infancia hizo que mi empatía se expandiera.

Para hablar de racismo describió a Billie Holiday con su gardenia, su chihuahua y su vestido arrugado por tener que dormir en un banco cuando no la admitieron en un hotel.

No soy una activista como Greta Thunberg o como mi hija, pero trato de utilizar mi voz.

Ha escrito que supo quién era Pessoa no por lo que escribió, sino por lo que leyó.

Al final eres lo que guardas. Y en su biblioteca Pessoa tenía a Blake, a Baudelaire y novelas policiacas.

¿Qué tiene que poseer un escritor para quedarse en la suya?

Un idioma. Rimbaud está conmigo desde que tengo diecinueve años. También Nerval. Son guías. No he necesitado entender todo lo que decían. La clave es que te llegue algo. La poesía está escrita en un código secreto que a veces cuesta entender.

¿Qué piensa de la nobel Louise Glück?

Tengo que ser honesta y decir que no estaba en mi radar. Pero la leeré.

¿Siempre se ha sentido libre?

Sí. En la pandemia lo he pensado: no he dejado de sentirme libre a pesar de estar encerrada. Creo que es un privilegio, una conquista mental que uno logra cuando dedica su vida a no molestar y a hacer algo que le permite crecer como persona.

¿Dónde deja su enfado?

En el escenario, cuando doy la patada. No soy vengativa. Me he equivocado y me han perdonado. Trato de hacer lo mismo. No pido perdón por ser como soy y cuando me enfado con Trump o con dictadores de otros países, salgo la calle y protesto.

Patti Smith, tocarse a través del teléfono

El coronavirus ha cambiado muchas cosas en nuestra profesión. El Libro de estilo de El País prohibía hacer las entrevistas, no declaraciones, por teléfono. Durante los sucesivos confinamientos, he preguntado por Zoom y por Skype, siempre lo advierto a los lectores, pero Patti Smith no quería ordenadores y solicitó hablar por teléfono. Yo pedí también una hora —dos asusta y si has conseguido interesar al que habla, nadie suele querer que termines tajantemente pasada esa hora—. La cuestión es que llamé, descolgó y comenzó a toser. Le ofrecí llamarla más tarde. «¿Haría eso por mí?».

Me envió un SMS pidiendo, por favor, que le diera cuarenta y cinco minutos. Así lo hice. Cuando descolgó de nuevo, me lo agradeció. Me pidió que no mencionara, en la entrevista, el ataque de tos, «están ahora obsesionados con los que tosen y no quiero que empiecen a darme la lata». Luego comenzamos a hablar. Cuando la conversación tocó hueso —la puso en alerta, la incomodó… no sabría cómo describir ese momento que tú buscas y ellos pueden temer y que cambia el desarrollo del diálogo. Sin saber bien cómo describirlo, sé, sin ningún género de dudas, que debe ser tratado con delicadeza: va a cambiar el cariz de la entrevista. Con cuidado y suerte, para bien. Con torpeza, para mal—, el caso es que en ese momento peliagudo ella recordó la tos. «Usted ha demostrado más humanidad que olfato periodístico. Ha respetado mi tos. No es que le esté agradecida, es que creo en su palabra», me espetó.

Que alguien crea en ti y te lo diga así te ayuda a creer a ti misma. Y eso pasó. Nunca había entrevistado sin ver al entrevistado. Smith es un ser tan humano que la sentí tan cerca como si la estuviera viendo. Espero que eso lo revele la entrevista.

Delphine de Vigan Lo más difícil de remontar es la falta de amor Delphine - фото 7

Delphine de Vigan

«Lo más difícil de remontar es la falta de amor».

Delphine de Vigan, cincuenta y cuatro años, escribió su primer libro, Días sin hambre, con el seudónimo Lou Delvig. Relató el infierno y la resurrección de su anorexia. Explicaba cómo no comer le había hecho soportables dolores mayores cuando tenía diecinueve años. Una década y un puñado de novelas después, en 2011, vendió casi un millón de ejemplares narrando el suicidio y la locura de su madre en Nada se opone a la noche. Su siguiente trabajo, Basado en hechos reales, fue llevado al cine por Roman Polanski. En sus relatos, traducidos a más de veinte idiomas, ha abordado problemas actuales como el acoso, la construcción de la memoria o el alcoholismo en los niños desde un hilo común que denuncia la incomunicación entre parejas, familias y amigos.

En Montparnasse, De Vigan vive con su hijo de veintiún años, que llega en medio de la charla, y con su pareja, el periodista François Busnel, conocido por el programa de libros La Grande Librairie. Cuando prepara un libro, se encierra en su piso, en la novena planta de un edificio de los años sesenta. De modo que para cuando estalle la covid-19 la escritora llevará ya un par de meses enclaustrada. Tiene suerte, en su ático no son los libros, sino la luz la que lo invade todo. La cocina está abierta al comedor y al salón y ambos tienen vistas sobre las azoteas y los bloques del sur de París. Ofrece un té y prepara otro para ella.

¿Cómo nos marca la infancia?

De adultos seguimos arrastrando su huella. Hay algo que se queda. Cuando fui madre, imaginé que convertirse en adulto sería desembarazarse de esas huellas. Pero he comprendido que los dolores que no se atienden, no cicatrizan.

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